jueves, 4 de noviembre de 2010

INFELIZ DÍA DE MUERTOS

RAÚL CARRANCÁ Y RIVAS

Se oye horrible pero refleja la ironía de la trágica realidad nacional. Hasta hace tres meses el CISEN (Centro de Investigación y Seguridad Nacional) había contabilizado 28 mil homicidios en la lucha contra el crimen organizado. La terrible verdad es que pocos días de muertos han abarcado tanto espacio fúnebre como el anterior. A mí me hubiera satisfecho -a medias- que el gobierno federal en un acto de humanidad social y política, partiendo de la base de que en la muerte todos somos iguales, reconociera esa cifra -que sin duda ya se ha superado- para hacer a su vez una reflexión, la de que el país no puede permanecer impávido ante la masacre. Por supuesto que el gobierno no se echaría la culpa encima. Pero muy al margen de responsabilidades y culpas la nación entera, o casi toda, se entregó a un "puente" de descanso y olvido, aparente o real, para festejar conforme a la tradición a sus muertos aunque acompañada de una cifra impresionante de fallecidos a causa de la violencia criminal. Los muertos nunca antes habían estado tan acompañados de otros muertos. Al gobierno en turno se le escapan, se le salen de las manos, las oportunidades de tacto y reconciliación políticas. En lugar de sentarse a la mesa para escuchar discursos manidos, superfluos, carentes de retórica auténtica y demagógicos, necesitábamos y seguimos necesitando que el gobernante le dé la cara a la realidad, de frente y no de soslayo alegando estrategias que a estas alturas del desastre ya no convencen a nadie. México festejó el Día de Muertos. ¿De qué muertos? ¿De cuáles? ¿De aquellos a los que acompaña la sombra de los secuestrados y desaparecidos? Nos acosan la incertidumbre y la falta de respuestas. La verdad es que heredamos de nuestros antepasados una tradición cargada de reminiscencias heroicas, o sea, de culto a una muerte natural en el sentido de culminación o conclusión de una vida. Nuestros antepasados guerrearon, lucharon en los campos de batalla, en el interior de lo que hoy es México, defendiéndose en su momento de la Conquista o de las intervenciones extranjeras. Y luego, transitando el tiempo, batallaron en la Independencia, y en la Reforma, y en la Revolución. Su bandera fue de ideas e ideales, no importa que se diluyeran en el alboroto de las pasiones. Hemos tenido guerreros cuyos nombres refulgen en los altares de la patria. Y guerrear es matar o morir. Pero nunca antes de hoy conocimos la ira desenfrenada de la sinrazón, del odio salvaje. Matábamos y moríamos por causas sociales, de redención política, dividiéndonos en facciones que si bien es cierto atendían exclusivamente a lo suyo, hasta egoístamente, no rebasaban las fronteras de lo humano en cuanto lo humano es también locura desenfrenada y agresión. Lo humano. Pero en los días que corren nos asuela lo infrahumano. El diablo se ha salido en incursión perversa de los veneros de petróleo, ha renegado del establo del Niño Dios, consagrado igual que aquellos por López Velarde en la Suave Patria, y se ha entregado a una sangría sin límite ni concesión.
Y así hemos festejado el Día de Muertos. Muertos que pasaron a un lado, a un costado del mismísimo gobierno, en su marcha fúnebre hacia la cloaca de una historia escrita con necedad e ignorancia. Al final de cuentas muertos injustamente por una política errada. "Los muertos que vos matáis gozan de buena salud", dice José Zorrilla en su Don Juan Tenorio. No en México con los que han caído víctimas de la encarnizada guerra contra el narcotráfico. Y ni los vivos gozan de buena salud moral por la zozobra e incertidumbre que siembra esa guerra en el ánimo de la población. Ahora bien, si de muerte se trata hay otra clase de muerte, muy distinta, que mata la ilusión, la confianza, la credibilidad del pueblo en su gobierno. El hecho es que el último Día de Muertos fue de alcance y repercusión nacional ya que hay muertos por doquier. Y algo peor, son de muertos, dedicados a ellos, todos los días que han transcurrido del sexenio. Es un juego tenebroso derivado de una política nefasta. Si reducimos a sus términos más elementales el gran problema que está viviendo el país, se verá entonces que se le apuesta a la muerte. La solución es la muerte, es matar, pues ni modo que se suponga siquiera, en el colmo del absurdo, que una guerra consiste en la conservación y mantenimiento de la vida. La guerra no mantiene vivos y sin daño a los individuos que participan en ella. En consecuencia, repito, se le ha apostado a la muerte. Se podrá buscar para negarlo cuanto subterfugio se quiera. Sin embargo la evidencia está allí, a la vista de todos. Ya ni vale la pena, en la demostración, llevar el número diario de caídos porque se pierden las cifras al oír o leer las noticias. Un argumento banal, por cierto, es el de que la guerra es entre ellos, los narcotraficantes y el crimen organizado. No es así. La guadaña de la muerte arrasa parejo, cotidianamente lo vemos y constatamos. Han muerto militares, desde luego. Es la tarea que les han encomendado, matar y morir. Igualmente caen los inocentes y ese es el precio que cobra la ignominia. Pobres muertos y pobres vivos, salvo los altos funcionarios del gobierno, responsables de esa política y protegidos hasta las uñas, ellos y sus familias, por los cuatro costados.
Día de muertos, tradición milenaria en el mundo entero. Día de muertos en México: ironía viviente. La gente lo aprovechó para descansar con la inquietud propia del miedo arrinconado, agazapado, al acecho para saltar sobe su posible víctima. Pero la guerra es entre ellos, exclusivamente entre ellos, malos "adversus" malos... ¿Y los buenos? Viviendo a la orilla del terror mientras los políticos, algunos políticos, hablan con el estruendo propio de la tormenta incontenible, indescifrable e impredecible.

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