Acaba de aparecer un interesante libro sobre la situación de la mujer en el mercado de trabajo en México. El título es México: desigualdad económica y género y lo coordinan Flor Brown Grossman y Lilia Domínguez Villalobos (UNAM, 2010, 249 pp.). Esta obra continúa con las investigaciones académicas que iniciaron en nuestro país con trabajos pioneros en los años setenta del siglo XX y se extendieron en las últimas dos décadas, que indagan las condiciones de situación desventajosa de las mujeres frente a los varones en el ámbito de la producción y, en especial, en el del empleo.
Como señalan las Brown y Domínguez: “en pocos ámbitos sociales resulta más evidente el peso del enfoque de género que en el mundo del trabajo” (p.12). A esa observación precisa, habría que añadir que pocos miradores, como el del empleo, permiten reconocer no sólo las desigualdades imperantes entre hombres y mujeres, sino entre clases o segmentos sociales, e incluso entre edades, pues finalmente es el tipo de actividad laboral que se realiza, la calidad del empleo al que se accede, la duración del tiempo de trabajo, las funciones que se desempeñan y, por supuesto, los ingresos que en él se obtienen, lo que determina la calidad de vida de la mayoría de la población de cada país. Conocer el mundo del trabajo, entonces, es conocer y entender la calidad de vida y el bienestar o la falta de éstos. Pues como señala Richard Sennet, en qué y cómo trabajamos acaba por determinar cómo vivimos y quiénes somos. De ahí el primer acierto de esta obra: es a partir de la condición laboral por la que se ingresa a la explicación de las complejas relaciones sociales que continúan estableciendo diferencias asimétricas entre géneros, casi siempre desventajosas para la mujer, en la sociedad contemporánea.
En este sentido, Brown y Domínguez hacen explícito que es necesario no desligar el análisis de género “del contexto general de acumulación del capital del país” (p. 12). De esta manera, si bien se desmarcan con claridad de la noción que ve “a los mercados como arenas naturales en las que los compradores y vendedores están diferenciados por sexo y tienen distintos recursos y preferencias”, su complicación tampoco cede a la tentación de explicar las desigualdades de género sólo a partir de un mirador cultural o incluso sociológico, pues los trabajos incluidos en esta compilación evidencian que la situación de la mujer, como la de los hombres, se modifica conforme se transforma la estructura de producción y distribución de la riqueza.
Brown y Domínguez ofrecen un estudio muy pertinente, sobre un tema poco atendido a pesar de su importancia, como es el de la desigualdad de género y la actividad exportadora en la industria manufacturera. Esto es, cómo la principal apuesta del cambio estructural de la economía mexicana, su inserción en los mercados internacionales, ha tenido repercusiones en el tipo y calidad de empleos a que acceden las mujeres y los hombres en la industria de la transformación.
Para las autoras, los salarios no se determinan, como postula la escuela neoclásica, “sólo por las transacciones individuales en el mercado” sino “por un proceso de fijación salarial económico, político y cultural enmarcado en un contexto institucional” (p. 146) que las lleva a incorporar en su análisis “las características individuales, como la educación, la experiencia y la capacitación, así como las condiciones institucionales que condicionan el proceso de fijación de salarios” (p. 103).
Señalan que en la manufactura hay tres hombres empleados por cada mujer, pero en la industria maquiladora en promedio hay prácticamente el mismo número de mujeres y hombres. En la manufactura, hay un 25% de mujeres, pero las mujeres son sólo el 14% de los puestos directivos y representan el 30% de los obreros generales. En la industria maquiladora de exportación, crece la proporción de mujeres al 27% frente a la industria no exportadora donde son el 23% (p. 110).
En lo que hace a las diferencias salariales, en el promedio de la economía mexicana una mujer gana en una hora el 95% de lo que gana un varón, pero en el sector secundario percibe sólo el 74% de lo que gana un hombre; es decir, la desigualdad es más marcada en la industria. Además en la industria la desigualdad no es continua: se exacerba en los puestos directivos (70 vs 100) y disminuye en empleados y obreros generales (87 y 86 vs 100 respectivamente) (p. 112).
En el sector exportador el salario de las mujeres representa el 71% del de los hombres y en el no exportador el 75%. En la industria maquiladora las diferencias salariales son menores: las mujeres ganaban el 85% del de los hombres en las empresas intensivas en trabajo, y el 90% en las intensivas en capital. (p. 148). Cabe decir que los salarios son más bajos en la actividad maquiladora que en la industria manufacturera, de tal suerte que la “convergencia” salarial también puede explicarse por una compactación hacia la baja de las retribuciones en este sector de menor valor agregado.
Una observación que me parece de la mayor relevancia es que “la presencia de los sindicatos disminuye las diferencias salariales sólo en el grupo de los establecimientos exportadores, pero el efecto es relativamente pequeño debido quizás a la pérdida de negociación de los sindicatos en los últimos años. En cambio, en la industria maquiladora su efecto es nulo, dada la escasa presencia de los sindicatos, lo que confirma que la alta participación laboral femenina no ha ido acompañada por la introducción de cláusulas laborales que la protejan”. Más que un hallazgo, que lo es, esta observación nos debe llevar a lo básico: el derecho a la libre asociación de los trabajadores, a la negociación colectiva, es un instrumento institucional indispensable, en México y en el mundo, en el siglo XXI, para asegurar trabajos de calidad, para hombres y para mujeres. La agenda de la mujer trabajadora, en este caso, no debe reñirse con la del hombre trabajador: el acceso a empleo digno y de calidad debe ser un derecho humano, de hombres y mujeres. Es una causa común. A peor trabajo de los hombres, también peor trabajo de las mujeres, y viceversa
Como señalan las Brown y Domínguez: “en pocos ámbitos sociales resulta más evidente el peso del enfoque de género que en el mundo del trabajo” (p.12). A esa observación precisa, habría que añadir que pocos miradores, como el del empleo, permiten reconocer no sólo las desigualdades imperantes entre hombres y mujeres, sino entre clases o segmentos sociales, e incluso entre edades, pues finalmente es el tipo de actividad laboral que se realiza, la calidad del empleo al que se accede, la duración del tiempo de trabajo, las funciones que se desempeñan y, por supuesto, los ingresos que en él se obtienen, lo que determina la calidad de vida de la mayoría de la población de cada país. Conocer el mundo del trabajo, entonces, es conocer y entender la calidad de vida y el bienestar o la falta de éstos. Pues como señala Richard Sennet, en qué y cómo trabajamos acaba por determinar cómo vivimos y quiénes somos. De ahí el primer acierto de esta obra: es a partir de la condición laboral por la que se ingresa a la explicación de las complejas relaciones sociales que continúan estableciendo diferencias asimétricas entre géneros, casi siempre desventajosas para la mujer, en la sociedad contemporánea.
En este sentido, Brown y Domínguez hacen explícito que es necesario no desligar el análisis de género “del contexto general de acumulación del capital del país” (p. 12). De esta manera, si bien se desmarcan con claridad de la noción que ve “a los mercados como arenas naturales en las que los compradores y vendedores están diferenciados por sexo y tienen distintos recursos y preferencias”, su complicación tampoco cede a la tentación de explicar las desigualdades de género sólo a partir de un mirador cultural o incluso sociológico, pues los trabajos incluidos en esta compilación evidencian que la situación de la mujer, como la de los hombres, se modifica conforme se transforma la estructura de producción y distribución de la riqueza.
Brown y Domínguez ofrecen un estudio muy pertinente, sobre un tema poco atendido a pesar de su importancia, como es el de la desigualdad de género y la actividad exportadora en la industria manufacturera. Esto es, cómo la principal apuesta del cambio estructural de la economía mexicana, su inserción en los mercados internacionales, ha tenido repercusiones en el tipo y calidad de empleos a que acceden las mujeres y los hombres en la industria de la transformación.
Para las autoras, los salarios no se determinan, como postula la escuela neoclásica, “sólo por las transacciones individuales en el mercado” sino “por un proceso de fijación salarial económico, político y cultural enmarcado en un contexto institucional” (p. 146) que las lleva a incorporar en su análisis “las características individuales, como la educación, la experiencia y la capacitación, así como las condiciones institucionales que condicionan el proceso de fijación de salarios” (p. 103).
Señalan que en la manufactura hay tres hombres empleados por cada mujer, pero en la industria maquiladora en promedio hay prácticamente el mismo número de mujeres y hombres. En la manufactura, hay un 25% de mujeres, pero las mujeres son sólo el 14% de los puestos directivos y representan el 30% de los obreros generales. En la industria maquiladora de exportación, crece la proporción de mujeres al 27% frente a la industria no exportadora donde son el 23% (p. 110).
En lo que hace a las diferencias salariales, en el promedio de la economía mexicana una mujer gana en una hora el 95% de lo que gana un varón, pero en el sector secundario percibe sólo el 74% de lo que gana un hombre; es decir, la desigualdad es más marcada en la industria. Además en la industria la desigualdad no es continua: se exacerba en los puestos directivos (70 vs 100) y disminuye en empleados y obreros generales (87 y 86 vs 100 respectivamente) (p. 112).
En el sector exportador el salario de las mujeres representa el 71% del de los hombres y en el no exportador el 75%. En la industria maquiladora las diferencias salariales son menores: las mujeres ganaban el 85% del de los hombres en las empresas intensivas en trabajo, y el 90% en las intensivas en capital. (p. 148). Cabe decir que los salarios son más bajos en la actividad maquiladora que en la industria manufacturera, de tal suerte que la “convergencia” salarial también puede explicarse por una compactación hacia la baja de las retribuciones en este sector de menor valor agregado.
Una observación que me parece de la mayor relevancia es que “la presencia de los sindicatos disminuye las diferencias salariales sólo en el grupo de los establecimientos exportadores, pero el efecto es relativamente pequeño debido quizás a la pérdida de negociación de los sindicatos en los últimos años. En cambio, en la industria maquiladora su efecto es nulo, dada la escasa presencia de los sindicatos, lo que confirma que la alta participación laboral femenina no ha ido acompañada por la introducción de cláusulas laborales que la protejan”. Más que un hallazgo, que lo es, esta observación nos debe llevar a lo básico: el derecho a la libre asociación de los trabajadores, a la negociación colectiva, es un instrumento institucional indispensable, en México y en el mundo, en el siglo XXI, para asegurar trabajos de calidad, para hombres y para mujeres. La agenda de la mujer trabajadora, en este caso, no debe reñirse con la del hombre trabajador: el acceso a empleo digno y de calidad debe ser un derecho humano, de hombres y mujeres. Es una causa común. A peor trabajo de los hombres, también peor trabajo de las mujeres, y viceversa
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