viernes, 26 de noviembre de 2010

UNA BODA Y MIL MILLONES DE PESOS

RAÚL TREJO DELARBRE

Unas horas antes de su boda, crecen los cuestionamientos a Enrique Peña Nieto por hacerse propaganda a costa del gasto público. El diario Reforma estima que, durante su sexenio, el gobernador del Estado de México habrá gastado por lo menos 991 millones de pesos en programas de “comunicación pública”. Ese término es el eufemismo para designar la contratación de espacios en medios de comunicación, sobre todo televisión y muy especialmente la empresa Televisa. La intensa atención que esa televisora le ofrece a Peña Nieto no se explicaría si no hubiera contratos de centenares de millones de pesos. El dispendio en spots y otros productos mediáticos no sería posible, además, sin la anuencia de la llamada clase política mexiquense. Peña Nieto y sus operadores han logrado amalgamar en torno suyo a dirigentes sociales, legisladores, comunicadores y líderes políticos que, con muy escasas excepciones, han permanecido subordinados a ese gobernador. El Congreso del Estado de México, la autoridad electoral y prácticamente todas las instituciones de relevancia pública, suelen disciplinarse a los intereses de Peña Nieto. Gracias a esa docilidad, el Congreso aprueba los incrementos presupuestales destinados a invertir dinero público en la propaganda del gobernador. Ese dispendio es tan ostensible que no resulta difícil denunciarlo y cuestionarlo. Ayer, entrevistado por el mencionado diario, el coordinador de los senadores del PRD ofreció una pista interesante. El gobierno federal, dijo Carlos Navarrete, debería investigar si hay desviación de recursos federales al gasto publicitario de Peña Nieto. José González Morfín, que coordina a los senadores del PAN, coincidió en esa exigencia. Sea cual fuere el origen del dinero que le permite a Peña Nieto encumbrarse en el canal de las estrellas, se trata de recursos fiscales que no les sobran a los habitantes del Estado de México y cuya dilapidación, además de ofensiva, puede ser ilegal. Lo es, en sentido estricto, porque desde hace tres años el Artículo 134 de la Constitución Política de nuestro país prohíbe la contratación, con recursos públicos, de publicidad en donde se difundan imágenes o atributos personales de los funcionarios: “La propaganda, bajo cualquier modalidad de comunicación social, que difundan como tales, los poderes públicos, los órganos autónomos, las dependencias y entidades de la administración pública y cualquier otro ente de los tres órdenes de gobierno, deberá tener carácter institucional y fines informativos, educativos o de orientación social. En ningún caso esta propaganda incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público”. Esa disposición es clarísima pero docenas de gobernadores, coordinadores de instituciones e incluso rectores de universidades y titulares de organismos autónomos, la contravienen con el pretexto de que el 134 Constitucional no tiene ley reglamentaria. Allí se encuentra una de las asignaturas más importantes que tiene el Congreso de la Unión, ahora que concluyó la siempre penosa y sintomática etapa de enfrentamientos y estancamientos con motivo de la aprobación del gasto público y los ingresos federales. Peña Nieto no es el único gobernante que malgasta dinero fiscal para promoverse a sí mismo, pero es quien lo hace de manera más desfachatada y ostentosa. La boda de este sábado tendría que ser asunto concerniente solo a su vida privada. Pero él mismo, y los encargados de su propaganda, se han dedicado durante varios años a publicitar episodios y decisiones de su ámbito personal. El gasto publicitario de las instituciones del Estado debería desaparecer. No hay motivos suficientes para que funcionarios y gobernantes desembolsen dinero de las instituciones que encabezan para ufanarse de que hacen lo que, de todos modos, están obligados a hacer. La enorme cadena de simulaciones que se construye a partir de la contratación de inserciones pagadas en medios de toda índole, pero muy especialmente la televisión, constituye uno de los defectos más costosos –en todos los sentidos– de la imperfecta democracia mexicana.

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