A 10 días del decreto de extinción de Luz y Fuerza se han decantado las posiciones de apoyo y rechazo. Comparto la mayoría de los argumentos de los que han escrito antes que yo para sustentar y apoyar la medida. Comparto la racionalidad económica, la voluntad política y la inteligencia para operarla.
Pero me parece que hace falta destacar qué es y qué no es la decisión; subrayar su significado político y pedagógico; lo que anuncia y a lo que compromete.
La liquidación de Luz y Fuerza no es ni una declaratoria de guerra contra la izquierda ni contra el sindicalismo, no es el rostro autoritario de un gobierno panista ni el triunfo de la fuerza sobre la política, no es la vuelta al presidencialismo desbocado ni el camino a la privatización.
Pero tampoco es el fin de los privilegios sindicales, ni el de la opacidad, ni el de la rigidez en el mercado laboral; no es el fin de las alianzas políticas a cambio de protección, mucho menos del corporativismo.
No es el fin de los subsidios a la electricidad ni la inauguración de la era de los precios competitivos; no es el fin de la corrupción ni de la ordeña de las empresas del Estado; no es el fin de los monopolios públicos ni de las empresas cuyas administraciones son tan responsables como los sindicatos de la ineficiencia y abusos.
Pero por algo se empieza y la decisión tomada por el Presidente es un buen comienzo.
Sí es, en cambio, el fin de una empresa ineficiente y quebrada, de un sindicato voraz, de una transferencia fiscal para fines improductivos, de la utilización de cuantiosos recursos públicos para fines privados, de la prevalencia del interés corporativo por sobre el ciudadano.
Pero quizá su mayor valor sea el pedagógico. La decisión de liquidar Luz y Fuerza muestra que no hay intocables y que el chantaje dura hasta que el chantajeado quiere; que hay vida más allá del Congreso; que la falta de acuerdos puede retrasar la toma de decisiones pero no tiene porque paralizar al país; que se puede gobernar a golpe de políticas públicas. Que el Ejecutivo no está manco y tiene instrumentos de gobierno. Muestra también que hay proyecto de gobierno más allá de la lucha contra el narcotráfico y que hay inteligencia política y aptitud técnica en el gabinete.
La decisión muestra que la política no se debe agotar en cuidar los intereses de los partidos. Que el gobierno no tiene por qué apoyarse solamente en los partidos o en los poderes fácticos o en las clientelas tradicionales. Que hay aliados en los usuarios de servicios de salud que quieren atención médica adecuada, en los contribuyentes que están dispuestos a pagar sus impuestos a cambio de un cobro justo y un uso adecuado de los recursos, en los padres de familia que demandan educación de calidad, en los automovilistas y usuarios de transporte público que reclaman el derecho a transitar por las calles de la ciudad, en los electores que quieren elecciones más baratas, en los trabajadores que quieren sindicatos más transparentes y en los ciudadanos todos que queremos una vida más segura.
La decisión anuncia todo lo que acabo de mencionar pero también compromete. Es peligrosa no por las movilizaciones que puede provocar sino por las esperanzas que ha levantado. La decisión compromete al Presidente a seguir en la ruta de lo que sí significa la decisión y en adelgazar la lista de lo que todavía no significa: el fin de los privilegios, la improductividad, la corrupción, los abusos.
La medida ha provocado dos sentimientos. Temor entre los muchos sectores que gozan de privilegios. Esperanza entre los mexicanos que no pertenecen a esos grupos. El temor puede encauzarse de manera positiva. Quizá enseñe a los que gozan de privilegios a no seguir estirando la cuerda, a moderar sus demandas y a sentarse a negociar antes de que el gobierno tome la decisión por ellos.
La esperanza también puede encauzarse. Servir de acicate para seguir en la misma dirección y articular el apoyo más difuso pero más importante que hay en las democracias: el del ciudadano.
Y para terminar, un dato curioso. En medio de la gran polarización que ha provocado la medida se percibe una coincidencia. A los que apoyan y los que rechazan les une una cosa: ambos quieren ver más acciones en el mismo sentido; más deudas saldadas. Más decisión para acabar con otros privilegios sindicales y empresariales, con otras empresas improductivas, otros abusos, otras corrupciones. Más decisiones firmes y menos doblegarse ante las presiones de los grupos de interés.
Pero me parece que hace falta destacar qué es y qué no es la decisión; subrayar su significado político y pedagógico; lo que anuncia y a lo que compromete.
La liquidación de Luz y Fuerza no es ni una declaratoria de guerra contra la izquierda ni contra el sindicalismo, no es el rostro autoritario de un gobierno panista ni el triunfo de la fuerza sobre la política, no es la vuelta al presidencialismo desbocado ni el camino a la privatización.
Pero tampoco es el fin de los privilegios sindicales, ni el de la opacidad, ni el de la rigidez en el mercado laboral; no es el fin de las alianzas políticas a cambio de protección, mucho menos del corporativismo.
No es el fin de los subsidios a la electricidad ni la inauguración de la era de los precios competitivos; no es el fin de la corrupción ni de la ordeña de las empresas del Estado; no es el fin de los monopolios públicos ni de las empresas cuyas administraciones son tan responsables como los sindicatos de la ineficiencia y abusos.
Pero por algo se empieza y la decisión tomada por el Presidente es un buen comienzo.
Sí es, en cambio, el fin de una empresa ineficiente y quebrada, de un sindicato voraz, de una transferencia fiscal para fines improductivos, de la utilización de cuantiosos recursos públicos para fines privados, de la prevalencia del interés corporativo por sobre el ciudadano.
Pero quizá su mayor valor sea el pedagógico. La decisión de liquidar Luz y Fuerza muestra que no hay intocables y que el chantaje dura hasta que el chantajeado quiere; que hay vida más allá del Congreso; que la falta de acuerdos puede retrasar la toma de decisiones pero no tiene porque paralizar al país; que se puede gobernar a golpe de políticas públicas. Que el Ejecutivo no está manco y tiene instrumentos de gobierno. Muestra también que hay proyecto de gobierno más allá de la lucha contra el narcotráfico y que hay inteligencia política y aptitud técnica en el gabinete.
La decisión muestra que la política no se debe agotar en cuidar los intereses de los partidos. Que el gobierno no tiene por qué apoyarse solamente en los partidos o en los poderes fácticos o en las clientelas tradicionales. Que hay aliados en los usuarios de servicios de salud que quieren atención médica adecuada, en los contribuyentes que están dispuestos a pagar sus impuestos a cambio de un cobro justo y un uso adecuado de los recursos, en los padres de familia que demandan educación de calidad, en los automovilistas y usuarios de transporte público que reclaman el derecho a transitar por las calles de la ciudad, en los electores que quieren elecciones más baratas, en los trabajadores que quieren sindicatos más transparentes y en los ciudadanos todos que queremos una vida más segura.
La decisión anuncia todo lo que acabo de mencionar pero también compromete. Es peligrosa no por las movilizaciones que puede provocar sino por las esperanzas que ha levantado. La decisión compromete al Presidente a seguir en la ruta de lo que sí significa la decisión y en adelgazar la lista de lo que todavía no significa: el fin de los privilegios, la improductividad, la corrupción, los abusos.
La medida ha provocado dos sentimientos. Temor entre los muchos sectores que gozan de privilegios. Esperanza entre los mexicanos que no pertenecen a esos grupos. El temor puede encauzarse de manera positiva. Quizá enseñe a los que gozan de privilegios a no seguir estirando la cuerda, a moderar sus demandas y a sentarse a negociar antes de que el gobierno tome la decisión por ellos.
La esperanza también puede encauzarse. Servir de acicate para seguir en la misma dirección y articular el apoyo más difuso pero más importante que hay en las democracias: el del ciudadano.
Y para terminar, un dato curioso. En medio de la gran polarización que ha provocado la medida se percibe una coincidencia. A los que apoyan y los que rechazan les une una cosa: ambos quieren ver más acciones en el mismo sentido; más deudas saldadas. Más decisión para acabar con otros privilegios sindicales y empresariales, con otras empresas improductivas, otros abusos, otras corrupciones. Más decisiones firmes y menos doblegarse ante las presiones de los grupos de interés.
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