Haga la prueba el lector con el dirigente político que tenga más a mano, ya sea un diputado, un senador, un secretario de Estado o un simple presidente municipal: pregúntele dónde estaremos ubicados —dentro de su área de responsabilidad— dentro de 20 años. Le apuesto doble contra sencillo a que 99% de nuestros gobernantes no podrán ofrecer ninguna respuesta con fundamento: no tienen ni la menor idea de dónde podría o debería ir el país ni tampoco del rumbo que corresponde a su ámbito particular de actuación.
Sus problemas son otros: los pequeños pleitos de cada día, la respuesta para el editorial de hoy o el de ayer, la reunión de hace una hora, la que tendrá lugar en la tarde, la grilla con el partido, el halago al líder, la búsqueda de la siguiente chamba o al menos de la siguiente quincena. Nada más. No son capaces de elevar la mirada, aislarse por un momento de la cotidianidad que los atenaza e intentar ver el país desde arriba, desde donde solamente lo pueden ver los estadistas. No los tenemos, no existen entre nosotros esa clase de políticos. No hemos conocido a los grandes timoneles que deberían haber guiado nuestra transición democrática y que ahora deberían estar al mando de nuestro proceso de consolidación.
Por eso el país navega sin rumbo; cada año descubrimos nuestras grandes fallas fiscales e intentamos reinventar el sistema tributario: un año baja el Impuesto Sobre la Renta y al siguiente sube, un año aplicamos impuestos al consumo y luego los desechamos. El país sigue a la deriva mientras nuestros diputados creen que es posible reinventarlo por medio de una varita mágica, como si no hubiera habido nada antes de ellos ni fuera a haberlo después.
Son hombres y mujeres que no han sabido, no sabrán y nunca podrán estar a la altura de los tiempos que les ha tocado vivir. Ni uno de ellos tiene la mitad de visión de mediano y largo plazo que tuvieron en su momento personajes como Winston Churchill, Jacques Delors, Felipe González, François Miterrand, Bill Clinton, Fernando H. Cardoso o Ricardo Lagos, por citar algunos ejemplos evidentes.
Y lo peor es que, además de no ser estadistas, tampoco son buenos gestores de la cotidianidad. No pueden resolver los grandes problemas porque no alcanzan ni siquiera a verlos, pero tampoco arreglan los pequeños porque superan ampliamente sus capacidades de gestión e intermediación. Son malos políticos y malos gestores.
Por si lo anterior fuera poco, ni siquiera son buenos para suscitar esperanzas, para crear ilusiones de renovación y superación, para hablarles a todos los mexicanos y unirlos en alguna causa común. Si uno compara los discursos del presidente Obama o de Nicolas Sarkozy (o incluso de Michelle Bachelet o de Lula Da Silva, para citar un par de casos de nuestro subcontinente) con los de nuestros “héroes locales”, casi dan ganas de llorar. Son pésimos oradores, vagos en sus ideas, inclementes con la sintaxis, con tropezones en el campo de la pronunciación y planos en la entonación. No convencen a nadie. Los oye uno en la tele o en la radio y dan ganas de apagarle o de cambiar de estación.
Pero su mediocridad absoluta, su escaso nivel intelectual, su propensión reiterada a la mentira y su oscuridad discursiva no obstaculizan en modo alguno su altanería y su soberbia: sienten que están prestando grandes servicios a la patria y que nosotros, como si fuéramos hijos agradecidos, deberíamos cuidarlos hasta el fin de sus días y reconocerles todo lo que hicieron por nosotros.
Una cosa es cierta: o nos deshacemos pronto de ellos y ponemos a los mejores mexicanos al mando, o nunca abandonaremos el estado de absoluta postración en el que nos encontramos. Y en esto no hay atajos ni renuncias voluntarias. Cada quien debe jugar su papel.
Sus problemas son otros: los pequeños pleitos de cada día, la respuesta para el editorial de hoy o el de ayer, la reunión de hace una hora, la que tendrá lugar en la tarde, la grilla con el partido, el halago al líder, la búsqueda de la siguiente chamba o al menos de la siguiente quincena. Nada más. No son capaces de elevar la mirada, aislarse por un momento de la cotidianidad que los atenaza e intentar ver el país desde arriba, desde donde solamente lo pueden ver los estadistas. No los tenemos, no existen entre nosotros esa clase de políticos. No hemos conocido a los grandes timoneles que deberían haber guiado nuestra transición democrática y que ahora deberían estar al mando de nuestro proceso de consolidación.
Por eso el país navega sin rumbo; cada año descubrimos nuestras grandes fallas fiscales e intentamos reinventar el sistema tributario: un año baja el Impuesto Sobre la Renta y al siguiente sube, un año aplicamos impuestos al consumo y luego los desechamos. El país sigue a la deriva mientras nuestros diputados creen que es posible reinventarlo por medio de una varita mágica, como si no hubiera habido nada antes de ellos ni fuera a haberlo después.
Son hombres y mujeres que no han sabido, no sabrán y nunca podrán estar a la altura de los tiempos que les ha tocado vivir. Ni uno de ellos tiene la mitad de visión de mediano y largo plazo que tuvieron en su momento personajes como Winston Churchill, Jacques Delors, Felipe González, François Miterrand, Bill Clinton, Fernando H. Cardoso o Ricardo Lagos, por citar algunos ejemplos evidentes.
Y lo peor es que, además de no ser estadistas, tampoco son buenos gestores de la cotidianidad. No pueden resolver los grandes problemas porque no alcanzan ni siquiera a verlos, pero tampoco arreglan los pequeños porque superan ampliamente sus capacidades de gestión e intermediación. Son malos políticos y malos gestores.
Por si lo anterior fuera poco, ni siquiera son buenos para suscitar esperanzas, para crear ilusiones de renovación y superación, para hablarles a todos los mexicanos y unirlos en alguna causa común. Si uno compara los discursos del presidente Obama o de Nicolas Sarkozy (o incluso de Michelle Bachelet o de Lula Da Silva, para citar un par de casos de nuestro subcontinente) con los de nuestros “héroes locales”, casi dan ganas de llorar. Son pésimos oradores, vagos en sus ideas, inclementes con la sintaxis, con tropezones en el campo de la pronunciación y planos en la entonación. No convencen a nadie. Los oye uno en la tele o en la radio y dan ganas de apagarle o de cambiar de estación.
Pero su mediocridad absoluta, su escaso nivel intelectual, su propensión reiterada a la mentira y su oscuridad discursiva no obstaculizan en modo alguno su altanería y su soberbia: sienten que están prestando grandes servicios a la patria y que nosotros, como si fuéramos hijos agradecidos, deberíamos cuidarlos hasta el fin de sus días y reconocerles todo lo que hicieron por nosotros.
Una cosa es cierta: o nos deshacemos pronto de ellos y ponemos a los mejores mexicanos al mando, o nunca abandonaremos el estado de absoluta postración en el que nos encontramos. Y en esto no hay atajos ni renuncias voluntarias. Cada quien debe jugar su papel.
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