Uno de los mitos fundamentales sobre los que se edificó la Iglesia católica es el de Pablo en el camino de Damasco.Autores de muchos países y muchas generaciones lo han tratado desde muy distintos puntos de vista. El más reciente, Álvaro Enrigue, en sus Vidas perpendiculares. La anécdota es sencilla, pero plena de sentido. Saulo de Tarso persigue a los cristianos porque ve en ellos una amenaza a su cultura. Encontrándose camino de Damasco, Saulo se vio envuelto en una nube de luz, cayó en tierra —la tradición dice que cayó de su caballo aunque no queda claro si, en efecto, los judíos, aunque fueran ciudadanos romanos, tenían derecho a una cabalgadura— y oyó una voz que le dijo: “¿Por qué me persigues?” A raíz del hecho, Pablo se convirtió en el apóstol de los gentiles, el principal promotor de la Iglesia perseguida. La iconografía católica representa al apóstol con una espada.
A lo largo de los siglos, esa institución ha jugado con maestría el papel de perseguida y de perseguidora, papeles que alterna con maestría proteica. Son capaces de clamar porque el poder secular atenta contra su libertad de expresión y minutos después declarar que algún candidato no puede presidir la Comisión Nacional de los Derechos Humanos porque es un “connotado pro abortista”. Nada resulta más peligroso que el perseguido vuelto perseguidor.
El propio Vaticano ha tenido la práctica de convertir al cuerpo diplomático, en un club exclusivo donde no pueden ingresar divorciados, sospechosos de izquierdismo de cualquier tinte, presuntos homosexuales o defensores de la diversidad sexual. De acuerdo, es probable que no quieran ver por los pasillos de la Santa Sede a gente que piensa diferente de ellos. Pero cuando se trata de volver pública la moral que es estrictamente privada, entonces estamos en presencia de la negación de la democracia, de las libertades y de la posibilidad de la convivencia civilizada.
Que la capacidad de un candidato esté fuera de duda es el tema; que sus ideas puedan no gustarle a algunos, es también algo natural; pero lo imperdonable es suponer que toda la sociedad piensa como una Iglesia día a día más abandonada y más vacía de ideas y seguidores.
Los derechos humanos son la impronta de la democracia, en nuestros días y en adelante. Se trata del espacio en el que el Estado, por ningún motivo y con ningún pretexto, puede penetrar. Es el corazón de la ciudadanía y la razón de la convivencia de los seres humanos en la comunidad política. El credo de la moral laica se basa en la posibilidad de ser compartido por todos los miembros del cuerpo social, dejando claro que las creencias individuales que determinan prácticas y conductas propias de los sujetos no pueden ser impuestas a quienes practican formas diferentes de ver el mundo.
La historia de la Iglesia demuestra cómo, al imponer el dogma, se pervierte la fe. Pablo fue enviado a predicar la palabra a los pueblos no judíos. Hacerlo mediante la espada garantizaría la obediencia, pero nunca la convicción. En palabras de Unamuno, “venceréis, pero no convenceréis”.
A lo largo de los siglos, esa institución ha jugado con maestría el papel de perseguida y de perseguidora, papeles que alterna con maestría proteica. Son capaces de clamar porque el poder secular atenta contra su libertad de expresión y minutos después declarar que algún candidato no puede presidir la Comisión Nacional de los Derechos Humanos porque es un “connotado pro abortista”. Nada resulta más peligroso que el perseguido vuelto perseguidor.
El propio Vaticano ha tenido la práctica de convertir al cuerpo diplomático, en un club exclusivo donde no pueden ingresar divorciados, sospechosos de izquierdismo de cualquier tinte, presuntos homosexuales o defensores de la diversidad sexual. De acuerdo, es probable que no quieran ver por los pasillos de la Santa Sede a gente que piensa diferente de ellos. Pero cuando se trata de volver pública la moral que es estrictamente privada, entonces estamos en presencia de la negación de la democracia, de las libertades y de la posibilidad de la convivencia civilizada.
Que la capacidad de un candidato esté fuera de duda es el tema; que sus ideas puedan no gustarle a algunos, es también algo natural; pero lo imperdonable es suponer que toda la sociedad piensa como una Iglesia día a día más abandonada y más vacía de ideas y seguidores.
Los derechos humanos son la impronta de la democracia, en nuestros días y en adelante. Se trata del espacio en el que el Estado, por ningún motivo y con ningún pretexto, puede penetrar. Es el corazón de la ciudadanía y la razón de la convivencia de los seres humanos en la comunidad política. El credo de la moral laica se basa en la posibilidad de ser compartido por todos los miembros del cuerpo social, dejando claro que las creencias individuales que determinan prácticas y conductas propias de los sujetos no pueden ser impuestas a quienes practican formas diferentes de ver el mundo.
La historia de la Iglesia demuestra cómo, al imponer el dogma, se pervierte la fe. Pablo fue enviado a predicar la palabra a los pueblos no judíos. Hacerlo mediante la espada garantizaría la obediencia, pero nunca la convicción. En palabras de Unamuno, “venceréis, pero no convenceréis”.
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