El (des)orden internacional con que se buscó sustituir el creado en Bretton Woods en 1945 ha terminado. Así lo declaró el presidente del Banco Mundial en Estambul el martes pasado, y con él parece coincidir el director-gerente del Fondo Monetario Internacional, el francés Strauss-Khan, la otra cabeza de un sistema que dejó de operar en concierto desde que el presidente Nixon decretó unilateralmente su ruptura. Robert Zoellick fue tajante: el viejo orden se ha terminado. No deberíamos perder tiempo y lágrimas lamentándolo. Hoy debemos empezar de nuevo”.
La crisis ha puesto esto y más en evidencia pero lo que está por verse es la capacidad del mundo y los estados nacionales para tomar nota de ello y disponerse a la acción. Su lentitud se vuelve exasperante con los días, mas es también claro que, como ocurrirá con la recuperación, esta reconstrucción institucional del globo será tortuosa y a paso cansino, a no ser que otras tragedias y traumas planetarios, como fue la Segunda Guerra Mundial, impongan un cambio de ritmo sobre la marcha.
Lo que pasa con el orden internacional se desliza a lo que ocurre con los paradigmas y conceptos que organizaron el pensamiento económico en el último cuarto del siglo pasado e inspiraron la política económica y la social. Pocos parecen hoy dispuestos a defender sin concesiones la “hipótesis de la eficiencia del mercado”, y los principios de la nueva economía clásica, con la se que quiso sustituir el canon keynesiano, se han puesto en revisión en la academia así como en los circuitos de la política y la alta finanza.
De nuevo, el desarrollo y el subdesarrollo se pondrán en evidencia por la capacidad y la oportunidad con que los gobiernos, la opinión pública y, en general, el espíritu público, se adaptan a estos cambios que con velocidad de vértigo recorren el mundo. Los que se adaptan podrán correr luego y mucho, y los que no se quedarán.
Los “espíritus animales” de que hablara Keynes se apoderan del imaginario y del escenario, y obligan a repensar nuestros conceptos convencionales sobre la racionalidad humana y sus implicaciones para el cálculo individual o colectivo. Suponer que el reino de la elección racional sigue incólume puede seguirse recitando en algunas aulas y cenáculos, pero admitirlo como principio rector de la conducción política mundial y nacional puede ser punto menos que suicida.
Lo que se impone también con los días es el interés nacional y las maneras como los grupos dirigentes interpretan y ponen en acto este por lo demás evasivo y peligroso vocablo; pero pocas dudas debería haber de que frente a la crisis los estados piensan primero en ellos y después en ellos, dejando a los otros en lugares secundarios de sus respectivas agendas. Así se han vivido las reuniones del novedoso G-20 y así se vivió la reciente reunión conjunta del FMI y el BM en Turquía.
Sólo aquí parece no pasar nada. Comala y Pedro Páramo se han vuelto las referencias preferidas (aunque no su lectura) de quienes diseñan la política y pretenden conducir la economía, mientras la empresa, apoyada en una sopa de letras, desconoce a su gobierno, se dirige al Congreso y la opinión pública, convoca a “mitigar” la corrupción mediante “transferencias electrónicas y cheques nominativos”, así como a incrementar sustancialmente la inversión hasta más de 25 por ciento del PIB para poder crecer a tasas superiores a 5 por ciento anual.
Los señores del dinero concluyen tajantes: “Si no usamos mejor los recursos con los que contamos, de nada sirve y es injustificable cobrar más impuestos”. La legitimidad del Estado, junto con su soberanía que siempre se prueba gastando y recaudando, y hoy por su capacidad de ver hacia delante, planear, y concitar la cooperación política y social, se pone en entredicho abiertamente.
Queda por verse si el gobierno puede formular una respuesta consistente y congruente. El reclamo empresarial recuerda episodios como los del presidente Cárdenas ante los grupos de Monterrey o del presidente López Mateos frente al desafío patronal del “¿Por cuál camino, señor Presidente? ¿Vamos hacia un socialismo de Estado?” Lo que está claro es que la política económica y la social deben volverse, por primera vez, verdaderas políticas públicas. Veremos.
La crisis ha puesto esto y más en evidencia pero lo que está por verse es la capacidad del mundo y los estados nacionales para tomar nota de ello y disponerse a la acción. Su lentitud se vuelve exasperante con los días, mas es también claro que, como ocurrirá con la recuperación, esta reconstrucción institucional del globo será tortuosa y a paso cansino, a no ser que otras tragedias y traumas planetarios, como fue la Segunda Guerra Mundial, impongan un cambio de ritmo sobre la marcha.
Lo que pasa con el orden internacional se desliza a lo que ocurre con los paradigmas y conceptos que organizaron el pensamiento económico en el último cuarto del siglo pasado e inspiraron la política económica y la social. Pocos parecen hoy dispuestos a defender sin concesiones la “hipótesis de la eficiencia del mercado”, y los principios de la nueva economía clásica, con la se que quiso sustituir el canon keynesiano, se han puesto en revisión en la academia así como en los circuitos de la política y la alta finanza.
De nuevo, el desarrollo y el subdesarrollo se pondrán en evidencia por la capacidad y la oportunidad con que los gobiernos, la opinión pública y, en general, el espíritu público, se adaptan a estos cambios que con velocidad de vértigo recorren el mundo. Los que se adaptan podrán correr luego y mucho, y los que no se quedarán.
Los “espíritus animales” de que hablara Keynes se apoderan del imaginario y del escenario, y obligan a repensar nuestros conceptos convencionales sobre la racionalidad humana y sus implicaciones para el cálculo individual o colectivo. Suponer que el reino de la elección racional sigue incólume puede seguirse recitando en algunas aulas y cenáculos, pero admitirlo como principio rector de la conducción política mundial y nacional puede ser punto menos que suicida.
Lo que se impone también con los días es el interés nacional y las maneras como los grupos dirigentes interpretan y ponen en acto este por lo demás evasivo y peligroso vocablo; pero pocas dudas debería haber de que frente a la crisis los estados piensan primero en ellos y después en ellos, dejando a los otros en lugares secundarios de sus respectivas agendas. Así se han vivido las reuniones del novedoso G-20 y así se vivió la reciente reunión conjunta del FMI y el BM en Turquía.
Sólo aquí parece no pasar nada. Comala y Pedro Páramo se han vuelto las referencias preferidas (aunque no su lectura) de quienes diseñan la política y pretenden conducir la economía, mientras la empresa, apoyada en una sopa de letras, desconoce a su gobierno, se dirige al Congreso y la opinión pública, convoca a “mitigar” la corrupción mediante “transferencias electrónicas y cheques nominativos”, así como a incrementar sustancialmente la inversión hasta más de 25 por ciento del PIB para poder crecer a tasas superiores a 5 por ciento anual.
Los señores del dinero concluyen tajantes: “Si no usamos mejor los recursos con los que contamos, de nada sirve y es injustificable cobrar más impuestos”. La legitimidad del Estado, junto con su soberanía que siempre se prueba gastando y recaudando, y hoy por su capacidad de ver hacia delante, planear, y concitar la cooperación política y social, se pone en entredicho abiertamente.
Queda por verse si el gobierno puede formular una respuesta consistente y congruente. El reclamo empresarial recuerda episodios como los del presidente Cárdenas ante los grupos de Monterrey o del presidente López Mateos frente al desafío patronal del “¿Por cuál camino, señor Presidente? ¿Vamos hacia un socialismo de Estado?” Lo que está claro es que la política económica y la social deben volverse, por primera vez, verdaderas políticas públicas. Veremos.
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