El talento y el talante de los titulares de los órganos que dan cuerpo al Estado pesa mucho a la hora de orientar los poderes y potestades de este aparato artificial que tanto influye en nuestras vidas. Por eso tiene sentido dar la batalla contra las inercias, las componendas y las prácticas que apuestan por el patrimonialismo y la partidización en el nombramiento de los titulares de instituciones claves como la CNDH o la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Estas dos instancias —sin retórica de por medio— son cruciales para la consolidación de nuestra democracia constitucional. Y, por lo mismo, también pueden ser demoledoras para esa forma de gobierno. Todo depende de la capacidad y vocación de sus titulares y funcionarios para desempeñar el delicado papel que les corresponde como guardianes de los derechos fundamentales de las personas. Si aquéllos se equivocan o claudican, los derechos languidecen y, con ello, la democracia frágil y enfermiza que tenemos terminará por eclipsarse. Y son ingenuos los que piensan que no hay entusiastas promotores de esta ominosa idea. Por eso, de nuevo, tiene mucho sentido vigilar los nombramientos en puerta.
Pero, además de los perfiles, deben cuidarse las trayectorias y los orígenes políticos e institucionales del futuro ombudsman y los futuros ministros de la Corte. El argumento ha sido repetido hasta el cansancio en estos días: las mujeres y los hombres que ocupen esas carteras deben tener el perfil debido y el linaje —si se me permite el terminajo— adecuado. La exigencia es elemental y fundamental al mismo tiempo. Pero ya es casi un lugar común. Así que en lo que sigue prefiero dar una vuelta de tuerca a la reflexión sobre el asunto y proponer otra cara del problema: las incompatibilidades lógicas y éticas que deben valer como impedimento para que ciertos servidores públicos en funciones aspiren, en concreto, a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Tal es el caso, como intentaré argumentar, de los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y de los consejeros del Consejo de la Judicatura Federal. Y la razón, lo digo de inmediato, no reside en su perfil ni necesariamente en su trayectoria político-institucional pasada, sino en la naturaleza de la función que se encuentran realizando y en el compromiso que adquirieron al aceptarla.
Los consejeros de la Judicatura están a cargo, ni más ni menos, que de la administración, vigilancia y disciplina del Poder Judicial federal. Dentro de sus delicadas funciones está la designación, adscripción y remoción de magistrados y jueces. Es decir, tienen —junto con los ministros— un lugar privilegiado en la jerarquía jurisdiccional federal. Precisamente por eso están obligados a desempeñar su tarea sin dobles propósitos. Son los vigilantes y, en cuanto tales, no pueden aspirar a ser los dirigentes. No mientras dure su encargo y tampoco durante algunos años después. ¿Quién puede garantizar la imparcialidad necesaria en las funciones de un consejero que, desde su posición, cabildea dentro y fuera del Poder Judicial (y con los recursos materiales y políticos propios de su tarea) para convertirse en parte de la máxima instancia del poder que tiene a su cargo vigilar? La incompatibilidad es lógica, debería ser ética y, ojalá, algún día no muy lejano, legal.
Algo similar —aunque no idéntico— sucede en el caso del Tribunal Electoral federal. Acá el problema es, sobre todo, de índole política. Y dice así: los magistrados tienen la última palabra a la hora de resolver los conflictos político-electorales entre los partidos nacionales. Esos partidos postulan a los candidatos que ocuparán los cargos de elección popular (el ABC, dirán algunos). De esos candidatos se eligen presidente y senadores de la República. Y son precisamente éstos los que proponen y designan a los miembros de la SCJN. Veo venir el argumento en contrario: al menos en esta oportunidad los magistrados en turno no calificaron las elecciones para el presidente y los senadores en funciones. Respondo: ¿y eso qué importa? El Tribunal Electoral califica, mes con mes, año con año, decenas de procesos electorales y resuelve millares de litigios entre los partidos políticos. ¿Alguien —con un mínimo de seriedad— se atrevería a sostener que el resultado de esos conflictos legales no interesa al presidente Calderón y a los integrantes del Senado? De nuevo, la incompatibilidad es patente y debería dar lugar a un impedimento jurídico. Lo que podría estar en juego, también en este caso, es —quizá hipotéticamente y, al menos, en potencia— la independencia e imparcialidad de los integrantes de la máxima autoridad electoral del país.
Al establecer los requisitos para nombrar a los ministros de la Corte, como sucede para otros cargos y nombramientos, nuestra legislación debería inhibir que la tentación impere sobre la prudencia. En los supuestos que nos han ocupado, por el momento, esto no sucede. Eso es cierto. Pero la lógica y la ética siguen estando ahí, expectantes. Ojalá contundentes.
Pero, además de los perfiles, deben cuidarse las trayectorias y los orígenes políticos e institucionales del futuro ombudsman y los futuros ministros de la Corte. El argumento ha sido repetido hasta el cansancio en estos días: las mujeres y los hombres que ocupen esas carteras deben tener el perfil debido y el linaje —si se me permite el terminajo— adecuado. La exigencia es elemental y fundamental al mismo tiempo. Pero ya es casi un lugar común. Así que en lo que sigue prefiero dar una vuelta de tuerca a la reflexión sobre el asunto y proponer otra cara del problema: las incompatibilidades lógicas y éticas que deben valer como impedimento para que ciertos servidores públicos en funciones aspiren, en concreto, a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Tal es el caso, como intentaré argumentar, de los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y de los consejeros del Consejo de la Judicatura Federal. Y la razón, lo digo de inmediato, no reside en su perfil ni necesariamente en su trayectoria político-institucional pasada, sino en la naturaleza de la función que se encuentran realizando y en el compromiso que adquirieron al aceptarla.
Los consejeros de la Judicatura están a cargo, ni más ni menos, que de la administración, vigilancia y disciplina del Poder Judicial federal. Dentro de sus delicadas funciones está la designación, adscripción y remoción de magistrados y jueces. Es decir, tienen —junto con los ministros— un lugar privilegiado en la jerarquía jurisdiccional federal. Precisamente por eso están obligados a desempeñar su tarea sin dobles propósitos. Son los vigilantes y, en cuanto tales, no pueden aspirar a ser los dirigentes. No mientras dure su encargo y tampoco durante algunos años después. ¿Quién puede garantizar la imparcialidad necesaria en las funciones de un consejero que, desde su posición, cabildea dentro y fuera del Poder Judicial (y con los recursos materiales y políticos propios de su tarea) para convertirse en parte de la máxima instancia del poder que tiene a su cargo vigilar? La incompatibilidad es lógica, debería ser ética y, ojalá, algún día no muy lejano, legal.
Algo similar —aunque no idéntico— sucede en el caso del Tribunal Electoral federal. Acá el problema es, sobre todo, de índole política. Y dice así: los magistrados tienen la última palabra a la hora de resolver los conflictos político-electorales entre los partidos nacionales. Esos partidos postulan a los candidatos que ocuparán los cargos de elección popular (el ABC, dirán algunos). De esos candidatos se eligen presidente y senadores de la República. Y son precisamente éstos los que proponen y designan a los miembros de la SCJN. Veo venir el argumento en contrario: al menos en esta oportunidad los magistrados en turno no calificaron las elecciones para el presidente y los senadores en funciones. Respondo: ¿y eso qué importa? El Tribunal Electoral califica, mes con mes, año con año, decenas de procesos electorales y resuelve millares de litigios entre los partidos políticos. ¿Alguien —con un mínimo de seriedad— se atrevería a sostener que el resultado de esos conflictos legales no interesa al presidente Calderón y a los integrantes del Senado? De nuevo, la incompatibilidad es patente y debería dar lugar a un impedimento jurídico. Lo que podría estar en juego, también en este caso, es —quizá hipotéticamente y, al menos, en potencia— la independencia e imparcialidad de los integrantes de la máxima autoridad electoral del país.
Al establecer los requisitos para nombrar a los ministros de la Corte, como sucede para otros cargos y nombramientos, nuestra legislación debería inhibir que la tentación impere sobre la prudencia. En los supuestos que nos han ocupado, por el momento, esto no sucede. Eso es cierto. Pero la lógica y la ética siguen estando ahí, expectantes. Ojalá contundentes.
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