sábado, 24 de octubre de 2009

ENTRE EL NOBEL Y LA GUERRA

OLGA PELLICER

Recibir un Premio Nobel de la Paz es motivo de orgullo que en ocasiones se extiende al país de origen del destinatario. Este año no ocurrió así. La decisión del comité noruego de galardonar al presidente Barack Obama levantó desconcierto, preocupación, ira y sarcasmo en Estados Unidos. El premio satisfizo a pocos o a nadie.
Tales reacciones ilustran bien el ánimo que reina en ese país: es una sociedad polarizada, en la que los republicanos atacan sistemáticamente a Obama, ya sea a propósito de la reforma del sistema de salud, de las medidas para reactivar la economía, de la política exterior de la obtención del Premio Nobel.
Las críticas varían en intensidad, desde la polémica respetuosa de McCain hasta las burlas y sarcasmos de los cómicos de la radio o la televisión. La esperanza de un país cohesionado, donde demócratas y republicanos pudieran unirse en torno de objetivos comunes, fue un sueño irrealizable de Obama. Más que nunca, su país está dividido y los enconos, en ocasiones teñidos de racismo, dominan el ambiente político.
No vale la pena detenerse en la extrema derecha y el grado en que inundó los medios de comunicación con sus burlas sobre el Nobel. Interesa señalar que también surgieron sentimientos encontrados entre los sectores demócratas, algunos cercanos a la Casa Blanca. Para ellos, el reconocimiento fue una noticia incómoda en la medida que podía percibirse como un elemento de presión sobre las decisiones que se deben tomar en estos días acerca del envío de más tropas a Afganistán y de la aplicación de sanciones a Irán.
De manera paradójica, este año ese Nobel lleva a tomar conciencia de la contradicción para Obama entre ser percibido como un líder de la paz y tomar decisiones que serán vistas como las de un presidente “guerrero”. Tal es el escenario que se espera cuando se den a conocer, principalmente el aumento de efectivos en Afganistán y las presiones sobre Paquistán para que profundice los ataques sobre los talibanes que se encuentran en su territorio.
El problema de Afganistán se ha convertido en piedra de toque para definir hasta dónde el presidente que aboga por la paz puede alejarse de un problema tan difícil como el regreso de la influencia talibán en ese país, así como su extensión al vecino Paquistán. No se puede olvidar que fueron los talibanes quienes brindaron cobijo a los grupos de Al Qaeda que atacaron las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, y tampoco se puede olvidar que hay armas nucleares en Paquistán. La peor pesadilla para quienes se ocupan de la seguridad internacional es que los grupos terroristas que estén entre los talibanes tengan acceso a tales armas.
Ganar la guerra contra los talibanes es un objetivo que parece imposible; poco se ha logrado en los ocho años que llevan allí las tropas de la OTAN. Se trata de grupos muy arraigados en tribus mayoritarias de Afganistán, de una geografía que hace difícil combatirlos, de una cultura muy ajena al mundo occidental y, sobre todo, de un país con instituciones débiles y encabezadas por un presidente que, según se vio en las recientes elecciones, carece de legitimidad.
Sin embargo, el comandante en jefe de Estados Unidos tiene que librar lo que él llama una “guerra de necesidad”. Mucho se ha discutido entre los estrategas de la Casa Blanca sobre la forma de llevarla a cabo de manera que las tropas enviadas no sean tantas, los muertos sean menos y los civiles se vean menos afectados, de modo que la población acepte a esa fuerza armada, que no se cometan violaciones de derechos humanos como las que ocurrieron en Irak y, sobre todo, que haya una puerta de salida rápida, que no implique por esperar al colapso de los talibanes sino simplemente a su debilitamiento y el posible acuerdo entre los grupos menos radicales. Lograr todo eso no será fácil. Las discusiones al respecto ya llevan varias semanas, reflejo de lo intrincado que es formular una estrategia adecuada.
Igualmente complicadas son las decisiones que deben tomarse para detener el programa nuclear de Irán, responder a las provocaciones de Corea del Norte y llevar a la mesa de negociaciones a los ultraconservadores israelíes, que no desean reconocer a un Estado palestino. Los focos de tensión y riesgo en el mundo actual son múltiples y no dejan muchas posibilidades a las soluciones pacíficas, pese a las buenas intenciones que se expresan en las Naciones Unidas.
Al contrario de lo que afirman algunos críticos, el comité noruego no le otorgó el premio al presidente Obama por sus logros o avances en la solución, posible o imposible, de los conflictos ya existentes. El Premio Nobel de la Paz es un reconocimiento a las líneas que el líder estadunidense ha trazado para aproximarse a temas específicos, como el desarme nuclear, la vigencia y significado de los foros multilaterales, la primacía de la diplomacia sobre las soluciones de fuerza, el cambio climático y la prohibición de la tortura, entre otros.
Al definir su posición ante esos temas, Obama ha dado un giro a la política de su antecesor e impulsa una dinámica nueva en la agenda internacional. El premio acentúa y hace más visible ese giro, considerado un aporte importante para la causa de la paz.
Ello no obsta para que en los próximos meses veamos correr mucha tinta sobre las decisiones de guerra que tome el Nobel de la Paz. Es una circunstancia inescapable para quien detenta el poder en Estados Unidos. Lo único que se puede esperar es mayor racionalidad, atención a las opiniones de otros y respeto a valores éticos y morales ignorados por el presidente anterior. Si eso se logra, el Nobel de este año parecerá aún más justificado.

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