En nuestro país, la gran señora corrupción es la dueña, la mandona y la dominadora de nuestra vida pública y privada. Ella pone gobiernos o aniquila enemigos políticos peligrosos; se roba elecciones, las compra, las negocia o simplemente las “arregla según sus intereses”.
Esta gran “dona bárbara” enriquece hasta el delirio lo mismo a líderes sindicales, radicales, feroces y abrumadoramente corruptos, que a magnates persignados o paganos que pueden ser aún más ladrones que cualquier hampón de antifaz, pijama a rayas y número en el pecho, y les permite a esos grandes señores que gocen de absoluta impunidad, si al mismo tiempo están dispuestos a ser siervos obsequiosos de nuestra señora corrupción, porque si no lo hicieren, pueden convertirse en reos de todos los delitos existentes e inventados.
Esa “doña” navega y se pasea por todos los territorios de nuestra convivencia, y es su poder tan absoluto, que lo mismo hace que la justicia sea ciega para lo que a ella le conviene, volviéndola milagrosamente eficiente si hay alguien a quien perseguir por haberse declarado rebelde o desobediente a sus mandatos.
La presencia de esta diosa de la inmoralidad se encuentra en todos lados, si se le busca para rendirle pleitesía, o se desvanece y no se le encuentra en ningún sitio si se le quiere castigar o sujetar de cualquier modo.
Esta deidad del panteón siniestro de nuestra idiosincrasia es la nueva Coatlicue feroz y vengadora que a todos devora, y es así como ha destruido la economía nacional en aras de su voracidad aniquilante.
Ella lo mismo entrega monopolios públicos a cómplices privados para que se enriquezcan hasta el infinito, mientras mata de hambre a decenas de millones de indigentes que no pueden aspirar más que a limosnas humillantes, a cambio de convertirse en carne de cañón electoral.
Con la educación se ha ensañado, llevándonos a ocupar uno de los últimos lugares en el mundo; en seguridad y justicia su inmoralidad y sus dobleces han llegado a niveles de infinito, mientras se burla de todas sus víctimas en una permanente farsa mediática que no tiene límites ni fin alguno.
La “gran dama” no perdona religiones ni estructuras sociales, ya que a todos los ámbitos los penetra, los posee y los somete a las peores aberraciones del doble lenguaje y del cinismo permanente, doblegando así a toda la población para que se cumpla el díctum de aquel clásico que decía “la corrupción somos todos”, o casi.
En su chapoteo en el lodazal de la corrupción, esta harpía se devoró las riquezas petroleras dilapidando los ingresos más fantásticos que jamás hubiéramos soñado que este país pudiera obtener, mientras en la vida diaria ella no permite que cualquier compromiso que no se cumple se sancione, y protege a los pícaros y a los prevaricadores para demostrar que ellos son los únicos verdaderos dueños de los derechos ajenos; y así transita lo mismo por la “injusticia agraria” que por las hipotecas incumplidas; al igual aparece en las decenas de miles de órdenes de aprehensión que son “bailadas” por nuestros ínclitos “judiciales”, que siguen siendo igual de bandidos, aunque les cambien el nombre.
Esta “virgen de los sicarios”, a la que se encomiendan a diario tanto los buenos como los malos, está logrando su verdadero cometido al llevar a nuestro país a uno de los últimos lugares en crecimiento económico, al mismo tiempo que aniquila nuestra moneda, multiplica la deuda, dispara el número de pobres y entrega los ahorros y los impuestos de los mexicanos para pagarle los intereses a los que se robaron los bancos y ahora los disfrutan.
Ella nos enseñó que respetar la ley es signo de estupidez o debilidad, y en cambio violarla es señal de astucia y habilidades extremas; “el que no transa no avanza” y el “robaos los unos a los otros” son sus dogmas permanentes y acendrados.
Es así como los mexicanos nos hemos sometido a esa “becerra de oro” de la corrupción, ante la cual el pueblo danza mostrando la impúdica desnudez de nuestra propia desgracia.
Frente a esta tragedia social debemos preguntarnos si mereceremos algún castigo bíblico o simplemente nos seguirá ocurriendo lo que ya nos sucede, sólo que multiplicado, y que es lo más probable, a menos de que verdaderamente nos atreviéramos a encabezar una lucha cotidiana a favor de los honrados y en contra de nuestra eterna corrupción.
Esta gran “dona bárbara” enriquece hasta el delirio lo mismo a líderes sindicales, radicales, feroces y abrumadoramente corruptos, que a magnates persignados o paganos que pueden ser aún más ladrones que cualquier hampón de antifaz, pijama a rayas y número en el pecho, y les permite a esos grandes señores que gocen de absoluta impunidad, si al mismo tiempo están dispuestos a ser siervos obsequiosos de nuestra señora corrupción, porque si no lo hicieren, pueden convertirse en reos de todos los delitos existentes e inventados.
Esa “doña” navega y se pasea por todos los territorios de nuestra convivencia, y es su poder tan absoluto, que lo mismo hace que la justicia sea ciega para lo que a ella le conviene, volviéndola milagrosamente eficiente si hay alguien a quien perseguir por haberse declarado rebelde o desobediente a sus mandatos.
La presencia de esta diosa de la inmoralidad se encuentra en todos lados, si se le busca para rendirle pleitesía, o se desvanece y no se le encuentra en ningún sitio si se le quiere castigar o sujetar de cualquier modo.
Esta deidad del panteón siniestro de nuestra idiosincrasia es la nueva Coatlicue feroz y vengadora que a todos devora, y es así como ha destruido la economía nacional en aras de su voracidad aniquilante.
Ella lo mismo entrega monopolios públicos a cómplices privados para que se enriquezcan hasta el infinito, mientras mata de hambre a decenas de millones de indigentes que no pueden aspirar más que a limosnas humillantes, a cambio de convertirse en carne de cañón electoral.
Con la educación se ha ensañado, llevándonos a ocupar uno de los últimos lugares en el mundo; en seguridad y justicia su inmoralidad y sus dobleces han llegado a niveles de infinito, mientras se burla de todas sus víctimas en una permanente farsa mediática que no tiene límites ni fin alguno.
La “gran dama” no perdona religiones ni estructuras sociales, ya que a todos los ámbitos los penetra, los posee y los somete a las peores aberraciones del doble lenguaje y del cinismo permanente, doblegando así a toda la población para que se cumpla el díctum de aquel clásico que decía “la corrupción somos todos”, o casi.
En su chapoteo en el lodazal de la corrupción, esta harpía se devoró las riquezas petroleras dilapidando los ingresos más fantásticos que jamás hubiéramos soñado que este país pudiera obtener, mientras en la vida diaria ella no permite que cualquier compromiso que no se cumple se sancione, y protege a los pícaros y a los prevaricadores para demostrar que ellos son los únicos verdaderos dueños de los derechos ajenos; y así transita lo mismo por la “injusticia agraria” que por las hipotecas incumplidas; al igual aparece en las decenas de miles de órdenes de aprehensión que son “bailadas” por nuestros ínclitos “judiciales”, que siguen siendo igual de bandidos, aunque les cambien el nombre.
Esta “virgen de los sicarios”, a la que se encomiendan a diario tanto los buenos como los malos, está logrando su verdadero cometido al llevar a nuestro país a uno de los últimos lugares en crecimiento económico, al mismo tiempo que aniquila nuestra moneda, multiplica la deuda, dispara el número de pobres y entrega los ahorros y los impuestos de los mexicanos para pagarle los intereses a los que se robaron los bancos y ahora los disfrutan.
Ella nos enseñó que respetar la ley es signo de estupidez o debilidad, y en cambio violarla es señal de astucia y habilidades extremas; “el que no transa no avanza” y el “robaos los unos a los otros” son sus dogmas permanentes y acendrados.
Es así como los mexicanos nos hemos sometido a esa “becerra de oro” de la corrupción, ante la cual el pueblo danza mostrando la impúdica desnudez de nuestra propia desgracia.
Frente a esta tragedia social debemos preguntarnos si mereceremos algún castigo bíblico o simplemente nos seguirá ocurriendo lo que ya nos sucede, sólo que multiplicado, y que es lo más probable, a menos de que verdaderamente nos atreviéramos a encabezar una lucha cotidiana a favor de los honrados y en contra de nuestra eterna corrupción.
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