jueves, 15 de noviembre de 2012

ESPÍRITU PÚBLICO Y DEMOCRACIA*


JOSÉ WOLDENBERG

México construyó, en las últimas décadas, una germinal democracia. El equilibrio de poderes, los fenómenos de alternancia, la expansión de las libertades, las elecciones competidas son algunas de sus manifestaciones. Pero lo edificado no tiene por qué pervivir. No sería el primer caso de una democracia fallida, abortada. Y ello a pesar de que retóricamente no tiene contrincantes. No existe una sola corriente de opinión medianamente significativa que no se reivindique como democrática.

¿Qué es lo que más puede erosionar a una democracia inicial? Tenemos respuestas sólidas, acreditadas, dignas de tomarse en cuenta. El PNUD ha insistido en que la pobreza y la desigualdad, el déficit en el Estado de derecho y en el ejercicio de la ciudadanía y el imperio de los poderes fácticos pueden corroer el edificio democrático y la estima que debe generar. La CEPAL, por su parte, ha subrayado que la débil cohesión social que existe en las sociedades latinoamericanas puede ser fuente de tensiones y conflictos. En efecto, una sociedad escindida, polarizada, fragmentada no es el mejor hábitat para la reproducción de un sistema de gobierno cuya premisa fundadora es la de la igualdad de los ciudadanos.

Pero también pueden erosionarla un cierto espíritu público, unas anteojeras para ver y evaluar las "cosas". Políticos e intelectuales, opinadores y periodistas pueden apuntalar las normas, las instituciones y las rutinas democráticas o pueden reblandecerlas. Ejemplos históricos sobran. El desprecio por la insípida democracia fue el preludio del desplome de la República de Weimar. Escribió Peter Gay "La República de Weimar fue breve, agitada y fascinante... murió asesinada el 30 de enero de 1933, cuando el Presidente Paul von Hindenburg... designó canciller a Adolfo Hitler... saboteada en la derecha por fuerzas antidemocráticas; y en la izquierda, por los comunistas al dictado de Moscú". (La cultura de Weimar. Paidós. España. 2011).

Gay recrea sobre todo un clima cultural, unos humores públicos desencantados, irreverentes, proclives a la innovación en todos los campos de la cultura, capaces de incorporar voces hasta entonces marginadas, vitales, cargadas de emoción y proyectos, pero en materia política intensamente irresponsables. Un ambiente proclive a la irracionalidad que cobijó en buena medida el ascenso del movimiento nazi. Lejos, muy lejos, estamos de aquel ambiente. Pero en eso que llamamos el espíritu público no dejan de aparecer síntomas de un comportamiento atolondrado hacia lo apenas construido.

Conforme la libertad de expresión se abrió paso en los medios y venturosamente se convirtió en parte de nuestro paisaje, apareció un lenguaje desenfadado, más suelto e ingenioso, emancipado de los usos y costumbres del añejo autoritarismo solemne y cuadrado. Ello ayudó a orear el ambiente, a aclimatar la diversidad de opiniones, a recrear diferentes sensibilidades y "formas de ver el mundo"; no obstante, como una de sus derivaciones apareció también un lenguaje plagado de calificativos que -se cree- permite darle la vuelta al análisis, a la ponderación de la complejidad, a la valoración de lo alcanzado, para acuñar una serie de juicios sumarios que se piensan a sí mismos audaces y contundentes y que no son más que fórmulas destempladas, incapaces de recrear el laberinto político dentro del cual estamos obligados a vivir. Una retórica estridente.

Nuestro pasado autoritario también nos sigue modelando. El clima cultural de los sesenta y setenta del siglo pasado alimentó -¡cómo no!- una actitud crítica hacia el Estado... así en bloque. En aquel entonces, dentro de un marco autoritario resultaba difícil ponderar las virtudes del poder político. Vertical, hiperpresidencialista, sin espacios institucionales para las oposiciones, resultaba impropio tratar de distinguir la cal de la arena. El Estado, como un bloque indiferenciado, aparecía como incapaz de absorber las diversas sensibilidades que existían en la sociedad y por ello se hacía cada vez más rígido, más autoritario. No había espacio para matices. Hoy, sin embargo, el Estado se encuentra colonizado por diferentes fuerzas políticas. No es más un monolito. Lo que reclama análisis que pongan sobre la mesa los claros y los oscuros e incluso los grises, pero da la impresión que mental y discursivamente seguimos instalados en los sesenta.

Hay además una especie de reflejo que confunde antiautoritarismo con antiautoridad. Se piensa que la autoridad por el simple hecho de serlo es invariablemente el manantial de nuestros males. Confiar en ella sería signo de cretinismo o de subordinación o de falta de espíritu crítico. La pulsión antiautoritaria que ofreció sentido al movimiento estudiantil de 1968, en una cierta vertiente se convirtió en un resorte elemental e incluso primitivo, antiautoridad.

Quizá todo ello se deba a que lo que ofrece la democracia se ve como algo natural, sencillo, rutinario: el ejercicio de las libertades, la coexistencia de la diversidad política.

*Reforma 15-11-12

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