jueves, 1 de noviembre de 2012

'DFENSOR'


JOSÉ WOLDENBERG

La vigencia de los derechos humanos debería ser el piso de la convivencia social. Sin ellos, lo que aparece es una selva donde priva la ley del más fuerte. Se trata de la construcción civilizatoria más ambiciosa, porque pretende, nada más y nada menos, que todos los hombres sean iguales en dignidad y en derechos. No obstante, su respeto irrestricto sigue siendo más una aspiración que una realidad, más una prescripción que un hecho. Están recogidos en las normas y en ese terreno solo algunos excéntricos los combaten. Pero de ese "deber ser" a lo que realmente "es" hay un trecho que no hemos acabado de cursar. De ahí la necesidad de velar de manera permanente porque los derechos no sean solamente norma o aspiración sino ejercicio cotidiano, incluso rutinario.

En esa labor es donde debe enmarcarse el horizonte de Dfensor, la revista que publica la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, que cumple 10 años. Una revista que, como ha escrito Luis González Placencia, "busca oponer el paradigma de los derechos humanos a las jerarquías y desigualdades consolidadas". Así, sus campos resultan vastos. Desde la defensa de los derechos de los homosexuales hasta el combate a los "usos y costumbres" que atentan contra la dignidad de las mujeres, desde la tutela de la libertad de expresión hasta la denuncia de la discriminación por cualquier motivo, desde los llamados de atención sobre la vida que llevan los presos hasta los justos reclamos que ponen en acto las miles de personas discapacitadas. Se trata de un minilistado, sin orden ni concierto, que sólo trata de ilustrar lo extenso y diversificado de la agenda de la revista y de la propia Comisión.

El mayor obstáculo -después de las marcadas desigualdades socioeconómicas- con el que topa cualquier intento por forjar una sociedad de hombres y mujeres iguales en derechos suele ser la construcción de un "nosotros" y de un "los otros" que agrupa y escinde, que cohesiona y expulsa, y con los que vivimos día a día. Ese nosotros que se vuelve un manto protector, un cemento integrador para aquellos a los que incluye, pero que al mismo tiempo excluye, segrega y, en ocasiones, acosa, persigue, a los que quedan afuera. Hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, católicos y protestantes, mexicanos y extranjeros, mestizos e indígenas (y sígale usted) hacen alusión a grupos humanos diferenciados. Existen. No son una invención. Pero cuando a la diferencia -que nos enriquece- se le atribuyen una serie de características intrínsecas negativas, empezamos a estar en problemas.

Se trata de una construcción que traza una línea de demarcación y que genera relaciones no solo desiguales, cargadas de tensión, sino en ocasiones, multiplicadas por el odio. Tiene que ver con la forma en que se califica al "otro", al diferente, alimentado por una pulsión que pretende establecer una jerarquía, generar relaciones de poder y dominio. La misoginia, la homofobia, el racismo, el clasismo construyen invariablemente dos campos. Y presumen que unos pueden someter, marginar, dominar a los otros. No existe una sola sociedad en la que no aparezcan manifestaciones de esa peste. Se trata de un resorte bien aceitado que desata espirales de discriminación y maltrato. Y por ello mismo necesitamos de diques para contenerlas, limitarlas, incluso, castigarlas.

Para ello no hay otro más que el Estado. Hobbes lo sabía porque no idealizaba a los hombres. Para trascender el estado de naturaleza era imprescindible la edificación de un Estado cuyo ordenamiento legal garantizara a todos sus derechos e intentara preservar una convivencia digna de tal nombre. Pero hoy sabemos que desde el Estado también se pueden violar las garantías de los hombres. Que en su despliegue, las instituciones públicas pueden infringir las normas, actuar de manera facciosa, vulnerar los derechos de las personas. Y por ello, para cerrar el círculo, se han construido Comisiones de Derechos Humanos, como órganos del Estado, pero independientes de los poderes públicos tradicionales, como una fórmula más para asegurar y fortalecer la vigencia de los derechos humanos.

Ello, por supuesto, genera roces naturales -que deberían ser virtuosos- entre los gobiernos y las comisiones. La misión indeclinable de las comisiones es señalar, en cada ocasión que sea necesario, la violación de derechos, el atropello a garantías, los abusos de autoridad. Y, en teoría, los gobiernos deberían recibir con diligencia y atención cada una de las recomendaciones de las comisiones. Pero suele suceder -y está sucediendo- que los gobiernos se sienten maltratados e incomprendidos cuando las comisiones ponen los puntos sobre las íes en materia de derechos ciudadanos y de responsabilidades gubernamentales. No debería ser, pero es.

Lo dicho: requerimos construir un piso común para nuestra convivencia: el de la vigencia plena de los derechos para todos. Mientras tanto, esfuerzos como los de aquellos que editan la revista Dfensor deben ser apuntalados.


Palabras pronunciadas en el décimo aniversario de la revista Dfensor.

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