jueves, 8 de noviembre de 2012

CANDIDATOS A LA SCJN: ¿GATO POR LIEBRE?


PEDRO SALAZAR UGARTE

Los candidatos a ministros son elegibles y, con toda probabilidad, dos de ellos serán electos. En las semanas recientes asistimos a un proceso inédito de reglas, comparecencias y debates en torno a la renovación de dos asientos en la Suprema Corte.
A la luz de los hechos y los dichos, en principio, estamos avanzando en la dirección correcta. Por lo menos parece que existe una mayor conciencia en la opinión pública especializada sobre la relevancia que suponen estos nombramientos.
Hoy existen organizaciones civiles, académicos, blogs y seminarios dedicados al tema. Enhorabuena por ello. Y, sin embargo, tal vez, en el fondo, el cambio sea sólo aparente.
Me atrapa un temor fundado de que así sea. Esto, en lo fundamental, por las siguientes razones.
Las comparecencias de los magistrados ante la Comisión de Justicia de la Cámara de Senadores fueron interesantes pero, potencialmente, estériles.
Quienes las seguimos sabemos más de los candidatos a ministros pero desconocemos cómo incidirán en el ánimo de los senadores que tomarán la decisión final.
Hasta ahora se trató de una exhibición pública sin efecto alguno. A mi juicio, por ejemplo, dos candidatos —uno por cada terna— destacaron de manera relevante sobre el resto, pero desconozco si esta apreciación es compartida y, en su caso, si esto tendría consecuencias prácticas.
Lo que sucede es que no sabemos cuáles son los criterios de valoración que tomarán en cuenta los senadores ni la relevancia objetiva que le otorgarán al ejercicio realizado.
De hecho no sería impensable que, a la hora de votar, el desempeño de los aspirantes durante su presentación pública sea del todo irrelevante.
Así que podríamos estar presenciando otra versión de El Gatopardo.
Desde que las ternas fueron presentadas por el presidente Calderón, en la prensa, se ha especulado sobre la existencia de dos candidatos “amarrados”.
No sé si eso sea cierto, pero sí sé que, al menos por lo que yo pude concluir, esas personas no fueron las que tuvieron el mejor desempeño durante el proceso senatorial.
Si yo tuviera que votar en el Senado lo haría por Pablo Vicente Monroy y por Emma Meza Fonseca porque me parecieron los magistrados más consistentes en su actuación y más conscientes de los retos que enfrenta la justicia mexicana.
Pero esta apreciación —que es meramente subjetiva y vale sólo como tal— bien puede ser errada. O, inevitablemente, sesgada por mis convicciones y preferencias.
Pero creo tener razones para sustentarla. Y eso es lo que nos deben ofrecer los senadores a la hora de emitir su veredicto: argumentos que sustenten sus votos.
Y esos argumentos, a diferencia de los míos, deben aspirar a la objetividad.
Esta clase de nombramientos requiere de una legitimidad que trasciende al requisito constitucional de la votación calificada.
Esa legitimidad tampoco se satisface por un acuerdo político y una marea de votos pactados. En las democracias constitucionales la legitimidad de origen de los jueces demanda legalidad y sustento político —ni duda cabe—, pero también una justificación argumentada en razones.
Así que los senadores están obligados a decirnos por qué votarán por Monroy y Meza —o por otros dos de los propuestos—, a partir de lo que éstos han hecho como juzgadores y demostrado como aspirantes a ministros.
Sin esa justificación, cualquier designación adolecerá de sustento suficiente. En ese caso la responsabilidad no será de los nombrados, sino de los legisladores que cambiaron las rutinas y abrieron simbólicamente el proceso pero, en el fondo, nos habrán querido vender gato por liebre.
Ahora ya no se trata de los perfiles que nos gustan ni del procedimiento ideal de nombramiento, lo que hoy encaramos es la posibilidad de pasar desde el arbitrio y el pacto cupular hacia las decisiones justificadas.
Es nuestro derecho escucharlas. Después les tocará a los nuevos ministros, con sus razonamientos y decisiones, legitimarse en el ejercicio de su encargo. Pero esa será otra historia.

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