jueves, 8 de noviembre de 2012

QUE PODEMOS APRENDER DEL BUEN JUEZ MAGNAUD


GENARO DAVID GÓNGORA PIMENTEL

La impresión de los ajenos a las cuestiones jurídicas sobre un juicio viene, frecuentemente, de lo que se expone en una película, de fuentes de la televisión, de una obra literaria que (no obstante) ser excitante, no son otra cosa que una pálida simulación de lo que es un juicio, un verdadero juicio. Mi observación a estos ejemplos no es por ser técnicamente incorrectos, sino son sustancialmente inadecuados. Tienden a ser esterotipos. Su falsedad no logra el propósito de los autores porque, la excitación, sorpresa y el significado expresivo de un juicio real llevado ante los tribunales es incomparable y elude a la imaginación.
La litis, es decir la lucha entre las partes, excede el concepto artificial de los autores sobre lo que constituye un drama, de igual forma que la experiencia humana en cualquier esfera sobrepasa el concepto de alguna ficción.
Un juicio, sin embargo, es más que la enorme excitación de la competencia, donde las armas son palabras y las defensas el ingenio. El juez se encuentra en la búsqueda de la verdad. Diógenes y su linterna pueden constituir un buen reemplazo para la figura de la justicia que tiene los ojos vendados. La tarea del juez es encontrar en medio de esa competencia la verdad. Para los abogados que van a llevar los hechos al juez esto significa preparación y para ellos eso será la prueba suprema. Esta es la diferencia entre un abogado preparado y uno sumido en la ignorancia. La preparación y el estudio lo es todo, porque su consecuencia es el éxito o el fracaso. El trabajo de preparar cosas que va a tener a la vista el juez, si se hace con esmero, al abogado estúpido lo vuelve brillante y al brillante refulgente, y al refulgente juicioso.
Pero, llegando al juez ¿qué pasa? No todos los jueces son iguales, hablaremos ahora del buen juez Magnaud.
Magnaud fue presidente del modesto tribunal francés de Château-Thierry. Sus compatriotas lo llamaban “el buen juez”, porque, sin pretenderlo, tuvo la virtud de satisfacer los anhelos de justicia de un pueblo desconfiado ya de ella, como por cierto es también el pueblo mexicano.
La fama de Magnaud ha traspasado las fronteras; sus sentencias, reproducidas en la prensa de muchos países, coleccionadas después, vertidas a todos los idiomas del mundo civilizado, han producido una emoción general.
Claro es que no han satisfecho a todos. Como sucede siempre, al mismo tiempo que los admiradores de un hombre que sobresale entre los demás por algún concepto, surgen sus detractores.
Los que le admiran, señalaron la honradez acrisolada de Magnaud, su diligencia en el cumplimiento del deber, su espíritu investigador, su delicadeza de sentimientos, su vocación profesional. En su justicia, hacen notar la perfecta equidad que la caracteriza, la intensidad y extensión que comprende, el humanismo que la anima.
Los que le discuten le motejan, unos, de infractor de las leyes, de sectario, de populachero; otros, menos exagerados, simpatizan con su obra, pero creen, como aquellos, que al realizarla excede los límites de sus facultades judiciales.
¿Qué hace, pues, en concreto Magnaud? De la colección de sus sentencias, se deduce que en el orden de los derechos es el primero para el magistrado de Château-Thierry, “el derecho a la vida”.
Piensa, en efecto, que la sociedad está obligada a garantizar la existencia de todos los hombres, no solo de las agresiones de los demás, sino también de sus omisiones. Ella tiene el deber natural de prestar asistencia a los desgraciados, y cuando por su mala organización les abandona dejándoles en trance de perecer de hambre, carece del derecho de castigar los ataques que inflijan en los bienes ajenos, en uso de una legítima defensa de su vida seriamente comprometida, y tiene la obligación subsidiaria de reparar el perjuicio causado por ellos en la propiedad privada.
Exigirles que se resignen a morir de inanición a nombre de una teoría arcaica, que considera todo acto como el resultado de una deliberación muy tranquila, en la que después de haber pesado las ventajas del bien y del mal, se decide por el uno o por el otro, es utópico, porque el instinto de conservación se sobrepone siempre a todas las pretensiones humanas, y no hay ni puede haber pena que cause un mal más grave que la pérdida de la vida.
Apreció también Magnaud la existencia de derechos fundamentales, basados en la infancia, en el sexo femenino, en la inferioridad económica, en una palabra, en la debilidad frente a la fortaleza, porque en esta se presume el abuso respecto a aquella, mientras no se demuestre lo contrario.
Conocedor de nuestra sociedad egoísta que en la debilidad busca la víctima, y cuando no la encuentra, halla siempre una atenuación inicial en las condiciones desfavorables en que se desenvuelven los oprimidos.
El niño, la mujer, el trabajador, el desheredado, el individuo aislado, son fundamentalmente víctimas de nuestro estado social, y la justicia exige que se tengan en cuenta esas inferioridades para favorecer a los que las padecen, realizando así en el orden jurídico la igualdad que la naturaleza y el egoísmo de los hombres niegan.
Teoría justa, generosa, humana. Teoría que es la única que explica satisfactoriamente la razón del régimen del derecho. Porque los fuertes podrían vivir siempre poderosos entre los débiles sin necesidad de leyes, ni de magistrados, ni de fuerza armada.
Se dirá que la razón no está siempre a favor de los débiles, y Magnaud no lo desconoce; pero la justicia, que debe ser implacablemente severa con los que delinquen favorecidos por la naturaleza o por la sociedad, ha de ser en todo caso indulgente con aquellos desgraciados cuya difícil situación les hace descarriar de la senda del bien.
Esta persistencia sistemática a favor de los humildes, contraría a los poderosos; los esfuerzos mentales que realiza para hallar en la ley la razón de la debilidad, pudiera hacer creer a una opinión superficial, que el magistrado francés es un espíritu sectario.
Nada de eso. No fue, ni siquiera, como generalmente se llegó a creer, un socialista; al menos en sus sentencias, en cuyos considerandos consagra repetidas veces el respeto a la propiedad privada tal y como está constituida actualmente, al apreciar una circunstancia atenuante a favor de los menesterosos que nunca la han acatado a pesar de su miseria.
Lo que mantiene en sus fallos, lo mismo que en sus manifestaciones más libres ante cámaras y congresos, es la tendencia humanitaria de protección social a los desheredados, generalmente sentida por todos los que de estas cosas se preocupan, bien militen en la izquierda radical o en los partidos ultraconservadores, porque es una necesaria protesta, una fuerza moral nacida del abuso continuo del egoísmo individualista, tendencia que adviene con la misión de restablecer el equilibrio entre los dos principios que se dividen el campo de la historia: el principio individual y el principio social, el hombre aislado y el hombre como miembro de la humanidad en comunión con sus semejantes; principios superiores a la casta, a la raza, a la riqueza, a la intelectualidad, sancionados por la religión, impuestos al hombre por su conciencia, y que se realizan poco a poco en el orden jurídico en virtud de la aludida tendencia.
Magnaud no hizo, pues, otra cosa que inspirarse en ese criterio en todo aquello que es discrecional en los jueces.
Se objetará que la ley está inspirada en otro espíritu distinto, y yo opino que, cuando no es manifiesto, es lícito y necesario que el juez le supla, como suple las deficiencias de la ley, teniendo en cuenta el espíritu social, que como todo lo que vive muda, que como todo lo consciente se rectifica, que como todo lo humano progresa; mientras las leyes escritas, inalterables, en tanto están vigentes, son una cristalización de la que va alejándose paulatinamente la vida.
Obligado el juez de Château-Thierry a respetar la ley, préstale acatamiento, aun cuando sea un obstáculo a la justicia que reclama el caso; pero hecho esto, no se cree precisado a enmudecer como una esfinge misteriosa, dejando herido el sentimiento de lo justo y en divorcio con la legalidad. Y en la misma sentencia donde cumple la ley, corrige, no a esta, sino a los que escapan a ella no obstante su inmoralidad.
La sentencia para Magnaud, no es, pues, una fórmula escueta, uniforme, deficiente, en la que únicamente se reflejan los caracteres de la ley aplicada, abstraídos del hecho con deliberado propósito por un procedimiento de disecación que, dejándole su forma externa, le despoja de la sustancia de su originalidad; sino que es la expresión condensada de una realidad viva, palpitante, que emociona, que indigna, que convence, que identifica al lector con el juez, porque contienen la armonía del sentimiento y la razón, suprema síntesis de la justicia.
Hemos visto, pues, que Magnaud sigue una teoría: la de que el régimen del derecho es el régimen de la solidaridad humana, según la moral del Evangelio. De lo cual se desprende que aquel que más puede tiene más deberes que cumplir; por eso, el que, como el menor y el loco, carece de la facultad de obrar, solo tiene derechos y no deberes.
En lo que atañe a las sentencias, Magnaud procede conforme a la máxima de que la ley es, además de castigo, enseñanza.
Esta doctrina humanitaria, cristiana, no es una novedad ciertamente; pero sí es original que un magistrado la aplique con el valor, la tenacidad y la entereza con que la practica Magnaud. En una sociedad organizada a favor de las clases elevadas, en la que el solo hecho de ser desgraciado constituye al individuo en estado de sospechoso; sociedad sin amor, sin caridad, sin ideales, que contempla impasible a los niños hambrientos, andrajosos, ateridos de frío, acurrucados en los quicios de las puertas en las heladas noches del invierno; que consiente la prostitución de tiernas criaturas, acogidas al lupanar para aplacar su apremiante miseria; en una sociedad de esta naturaleza se necesita tener un profundo sentimiento de la justicia, una conciencia estricta del deber, una alta idea del papel del magistrado, para ponerse en pugna con todos los elementos directores, con sus propios colegas los primeros, que se creen censurados por una justicia administrada sin ulteriores miras de merced.
Magnaud no es un iluso ni un vano sentimental, sino un hombre de inteligencia clara, de vasta cultura, conocedor de la sociedad en que vive y de los peligros a que se expone: no es tampoco un juez inexperto que en los primeros años de su carrera se deje llevar de generosos anhelos; es, por el contrario, un magistrado encanecido en el ejercicio de su cargo, que viene, sin interrupción, practicando hace veintiocho años.
No era un ambicioso vulgar, ávido de popularidad; que si fuera así, no hubiera rechazado el acta de diputado que el pueblo de París le ha ofrecido reiteradamente. Su exclusiva aspiración consistía en seguir administrando justicia en Château-Thierry, pequeña villa de Francia alejada de la capital, donde, amado por todos, reside hace quince años.
Llegó a contar con el apoyo formidable de la mayor y mejor parte del pueblo francés, y no tuvo que temer una destitución, que le hubiera sumido en la pobreza; pero hace algún tiempo, cuando pronunciaba la original, valiente y delicada sentencia absolutoria de la hambrienta Luisa Ménard, era un desconocido, y no podía sospechar al pronunciarla que iba a hacerle popular al siguiente día.
En el Tribunal de Château-Thierry, los procesos duran días; las recomendaciones que le hacen los poderosos Ministros y Consejeros se escuchan, pero es por todo el público que acude a la audiencia al día siguiente de ser recibidas, ante cuyo auditorio Magnaud da cuenta de ellas con la mayor solemnidad.
Excusado es decir, que no recibe ya ninguna.

No hay comentarios: