PEDRO SALAZAR UGARTE
Para Lorenzo Córdova Vianello,
por sus convicciones democráticas.
Preámbulo (una tormenta se avecina)
Lo que se ha puesto en juego es algo más que la democracia y lo que ha sucedido en los últimos años se fermenta fuera de las dinámicas democráticas. Están en disputa dos concepciones del orden social ancladas a estrategias políticas opuestas —una apoyada en los poderes fácticos y otra sustentada en la movilización popular— y los protagonistas del forcejeo muestran cada vez menos deferencia por los procedimientos y por las reglas. La disputa por la legitimidad está desbordando el marco de las instituciones que trajo consigo la transición porque, aunque los actores siguen jugando dentro de sus confines, al menos en el caso de la presidencia de la República, el resultado de las elecciones no está alcanzando para inyectar legitimidad a los gobiernos. Y, aunque es verdad que en México el poder se distribuye horizontal y verticalmente en diversas sedes institucionales, el peso simbólico y específico de la silla presidencial es indiscutible. El presidente está acotado y no es todopoderoso pero sigue siendo una figura determinante en la política nacional. De ahí la relevancia y la gravedad de la disputa.
Propongo ver nuestra situación política desde la experiencia latinoamericana reciente para mirarnos en su espejo. Tal vez lo que está sucediendo en México sea el eco de una tormenta que surgió en otra parte y que se avecina inclemente.
Las cosas como son (aunque no nos gusten)
Supongo que quienes jalonaron nuevamente las patas de la mesa electoral sabían que no fallaron ni las normas ni los árbitros. Los datos eran contundentes. Así que debemos buscar su agenda en otro lado. De hecho, después de lo que había pasado en 2006 perdió sentido la discusión sobre la imparcialidad y la capacidad técnica del armatoste electoral en 2012. Ya confirmamos que, si perdía las elecciones, la izquierda embestiría contra la institucionalidad electoral sin reparar en los resultados ni en los argumentos. Todos los actores políticos sabían que las instituciones funcionaban y que lo hacían bien. Sin embargo, el líder de la coalición derrotada desconoció la elección presidencial y lo remedaron voces de la política, de la academia y del periodismo. “Nosotros, tenemos otros datos”, dijo Andrés Manuel López Obrador la noche de la elección, y no los mostró jamás. Y, cuando los magistrados validaron el proceso, sentenció: “No puedo aceptar el fallo del Tribunal Electoral. Las elecciones no fueron limpias, libres, ni auténticas”. Con esa cantaleta, al cabo de los años, ha logrado que muchos ciudadanos ignoren o desprecien los logros de la transición. Poco importa que sólo una parte de los #QueEran132, los adeptos a la conspiración y los duros del lopezobradorismo crean que —en verdad— les robaron los comicios. Lo que cuenta es que muchos embucharon la tesis de que Peña Nieto ha sido impuesto. Y, como reza el teorema de Thomas, si los hombres definen las situaciones como reales, éstas tienen consecuencias reales. En el caso concreto la percepción no transforma en fraudulenta una elección exitosa pero sí escatima la legitimidad del presidente.
Enrique Peña ganó una elección presidencial cerrada —técnicamente impecable pero enlodada por campañas lamentables— en un sistema electoral generoso que le dio la presidencia con tan sólo 38% de los votos. Detrás de su candidatura se ha hecho pública una coalición de actores que, en términos de la teoría política contemporánea, anuncia la captura del gobierno o, en el lenguaje de los clásicos, el secuestro del interés público por parte de los intereses particulares. Porque la cadena de intereses que engarza a Televisa con TV Azteca, los sindicatos tradicionales —el SNTE a la cabeza— y la Iglesia; atándolos al PRI y al PVEM, es ominosa. Y la declaración de que el futuro presidente gobernará con “realismo pragmático” abona en la zozobra porque anuncia que el futuro mandatario usará como brújula las dinámicas impuestas por su alianza con esos intereses. Así que, previsiblemente, esa “coalición del privilegio” —que también es pragmática y acomodaticia— tendrá en Peña Nieto a un aliado para mantener el estado de cosas que la sostiene y para promocionar su agenda. Y esa amalgama entre los poderes económico, ideológico (mediático y religioso) y político no abona en el terreno de la consolidación democrática porque, en los hechos, desde hace décadas, obstruye el desarrollo del país en áreas estratégicas como la educación o, al duopolizar los medios, amenaza nuestras libertades.
Estos actores protagonizan su disputa por la nación en un contexto histórico particularmente complejo. La pobreza, la desigualdad y la violencia están ahí y no son una entelequia ideológica. En México, en los tiempos del bono demográfico —casi 30 millones de jóvenes entre 15 y 29 años— conviven el hombre más rico del mundo junto a 52 millones de pobres (el 46% de la población). Esa situación estructural es el caldo de cultivo de muchos problemas que inhiben la consolidación democrática (dentro de los que se cuenta la práctica de inducir votos con despensas, que enturbia las elecciones). Además, al rezago social debemos sumarle la variable de la violencia criminal y estatal: un país en el que se discute si son 50, 60 u 80 mil los asesinados en un lustro, se clasifica a los desaparecidos (para diferenciar la desaparición forzada de las personas no localizadas) y existen miles de desplazados, tiene problemas para alinearse en el club de los Estados civilizados. La idea del “ejército delincuencial de reserva”, acuñada por Ciro Murayama, enseña los dientes de manera premonitoria.
Así que ante la pregunta de ¿cuánta pobreza y desigualdad puede resistir la democracia? —planteada por los expertos del PNUD hace algunos años—, en nuestra realidad podría estarse incubando una respuesta desoladora. Y mientras eso sucede, los actores políticos siguen obsesionados con el sillón presidencial. Lo cual, dicho sea de paso, inhibe la discusión programática e impide atender la agenda sustantiva.
Un paréntesis teórico (breve pero ineludible)
Mucho se ha escrito sobre la democracia y sus versiones. No reedito una discusión académica harto conocida. Sólo rescato dos premisas útiles para lo que sigue: la democracia es un sistema de reglas (sufragio universal, regla de mayoría, derechos de minorías, etcétera) y las democracias actuales operan sobre las instituciones del constitucionalismo (derechos, división de poderes, tribunales constitucionales, etcétera). De ahí emerge el modelo de la “democracia constitucional” que, al menos formalmente, rige en la enorme mayoría de los países occidentales. Ése es el caso de México y de la mayoría de los países latinoamericanos.
Dicho modelo —complejo y abigarrado— ofrece básicamente dos fuentes de legitimidad a las decisiones colectivas. Una de ellas proviene desde el pueblo, las urnas o los ciudadanos (según el discurso que adoptemos para referirnos a la fuente de legitimidad democrática). La otra emana de las normas, de los principios constitucionales y de sus intérpretes, de los guardianes de la Constitución o de los jueces (según el lenguaje y la perspectiva que elijamos para explicar el afluente de la legitimidad constitucional). Son fuentes formales que funcionan cuando los gobernados las reconocen y los gobernantes las acatan. De alguna manera constituyen el perfeccionamiento de lo que Max Weber llamaba la “legitimidad legal/racional” y suponen que ciertas reglas y ciertas instituciones son el instrumento para identificar a quién corresponde la titularidad del mando y cuáles son las decisiones políticas que merecen obediencia.
En democracia, en principio, el título del gobernante proviene de las urnas y la Constitución sirve como criterio para determinar la validez de las decisiones que emanan de la autoridad legitimada. De esta manera, potencialmente, las dos fuentes de legitimidad se complementan. De hecho, las propias elecciones tienen fundamento constitucional. Sin embargo, desde hace algunos años, en América Latina ha cobrado fuerza una tendencia que altera el orden de las cosas porque los procedimientos constitucionales se han utilizado para deponer presidentes democráticamente electos. Algunos analistas han bautizado al fenómeno con un oxímoron inquietante: los “golpes constitucionales”.
No estamos solos (el mirador latinoamericano)
La disputa por la legitimidad al margen del juego democrático ha hecho mella en la región latinoamericana desde hace algunos años. Como para atrapar a la realidad es necesario inventar palabras, los politólogos de América Latina ahora hablan de “golpe suave”, de “neogolpe” de “golpe de Estado institucional” o de “golpe parlamentario” para explicar lo que le sucedió a Manuel Zelaya en Honduras en 2009 y hace algunos meses a Fernando Lugo en Paraguay. La caída de Zelaya se activó desde la Corte Suprema de Justicia y, la de Lugo, desde el Parlamento. Pero, en ambos casos, se respetaron los procedimientos establecidos por la Constitución y el bastón de mando quedó en manos del sustituto contemplado por las normas (el presidente del Congreso de Honduras y el vicepresidente del país en Paraguay). Así que cayó el gobernante electo en las urnas y lo sustituyó otro con un título avalado por las normas. De esta manera las dos fuentes de legitimidad entraron en conflicto pero, formalmente, no se rompió el pacto institucional. Y, aunque detrás de la operación —como bien podemos suponer— subyace una tensión social considerable, el mecanismo aparenta una civilidad nórdica.
Con los mismos neologismos —a pesar de las diferencias entre los sucesos—, los analistas clasifican lo que estuvo a punto de sucederle a Hugo Chávez en Venezuela en 2002, a Evo Morales en Bolivia en 2008 y a Rafael Correa en Ecuador en 2010. En todos los casos, según denunciaron los golpeados, algunos grupos de las oligarquías locales (militares, policías, parlamentarios y/o empresarios) intentaron la sustitución presidencial argumentando razones constitucionales. En ningún caso —y esto es muy significativo— los promotores de la remoción presidencial contaron con el eco de movilizaciones populares. Eso marca una diferencia sustantiva entre estos casos y las caídas de Fernando de la Rúa en Argentina, Jamil Mahuad en Ecuador, Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia o la fuga de Alberto Fujimori del Perú en la última década del siglo XX y los primeros años del siglo XXI. A esos presidentes —que cayeron por razones y de formas muy distintas— los “tumbó la calle”, por decirlo de alguna manera. A los actuales, en cambio, los depuso —o los intentó destituir—, aunque suene pomposo, la “oligarquía”.
Nótese que todos los gobiernos golpeados desde la segunda década del siglo se consideran de izquierda y han emprendido reformas calificadas —al menos por ellos mismos— como progresistas que desafían al statu quo en el plano político, económico y cultural. Una discusión aparte —relevante pero que no puedo abordar en este espacio— es el tino o desatino de las mismas. Lo que ahora importa es que son gobiernos electos popularmente que anclan una parte importante de su poder en la movilización de las masas y en la política de base. Por eso, a pesar de las diferencias que los distinguen, se les clasifica con la etiqueta común de “nuevo populismo latinoamericano”. En esa bolsa también se acomoda el kirchnerismo (con Néstor, primero, y ahora con Cristina) en Argentina. También en el país austral, como en las otras realidades, la política es ríspida y la confrontación cotidiana: los gobiernos se abrazan a su base popular y denuncian un acoso permanente de una oligarquía que protege sus privilegios. En las calles, cuando los ánimos políticos se caldean, los kirchneristas acusan de “gorilas” a los opositores y un grupo de intelectuales —Carta Abierta—, en 2008, acuñó un concepto para retratar al estado de cosas en el que los oligarcas están a punto de salirse con la suya: el “clima destituyente”.
Para evitar las trampas de las teorías conspirativas, conviene identificar quiénes son los miembros de esa oligarquía. Los presidentes en sus discursos hablan de poderosos emisarios del pasado que se hicieron de poder y de riquezas cuando sus países eran gobernados por los regímenes autoritarios. Demasiada vaguedad, diría yo. Aunque cualquier generalización es resbalosa es necesario afinar la puntería. Para ello es útil la denuncia que hace Hugo Richer, ex titular paraguayo de la Secretaria de Acción Social de su país: “[El de Paraguay fue] un golpe de los partidos tradicionales, la jerarquía católica, los medios de comunicación hegemónicos y los grandes empresarios”.1 Ahí están los malos de una película que se proyecta en gran parte de América Latina y que cuenta la historia de una oligarquía conservadora (en lo político, en lo económico y en lo cultural) que, incapaz de ganar el poder en las urnas y resignada a lo impresentable de las armas, ahora usa a la Constitución como herramienta para deponer y poner presidentes. El “Huracán destituyente” podría ser el título del filme y, en su versión remake, no aparecen las balas ni las plazas sino los Parlamentos, las cortes y los procedimientos constitucionales.
Para las oligarquías de esos países la legitimidad que proviene de las urnas es insuficiente —con toda probabilidad— porque no ven sus intereses representados en la agenda de los gobiernos democráticamente electos. En consecuencia, recurren a la Constitución como instrumento para inyectar legitimidad a otros gobiernos dispuestos a custodiar sus privilegios. Al hacerlo demuelen los cimientos de la democracia electoral —y aunque el término se ha llegado a usar despectivamente no olvidemos, como decía Carlos Pereyra, que toda democracia real es electoral— pero eso no los detiene porque lo hacen en aras de una concepción del orden público que consideran superior. La disputa por la legitimidad tiene lugar alrededor de esa categoría maleable que cada bando concibe a la medida de sus pretensiones.
La política del rugby (pierde el que suelta
la pelota)
La idea de la alternancia como posibilidad legítima y real es parte del juego democrático pero Hugo Chávez llegó al poder en 1998 y, 14 años después, buscó otra reelección. Para hacerlo cambió las reglas y habilitó jurídicamente reelecciones amasadas en la movilización popular constante (ello a pesar de perder un referéndum sobre el tema). En Honduras, la destitución de Zelaya se justificó precisamente en su intento por cambiar la Constitución para seguir las huellas del presidente venezolano (porque la Constitución prohibía expresamente esa reforma). Valgan los dos ejemplos para advertir que también por este lado hacen agua las convicciones democráticas o, cuando menos, las constitucionales. Y no porque la reelección sea en sí misma antidemocrática sino porque es una posibilidad vetada al inicio del partido que se introduce —desde el poder— a la mitad del juego y favorece directamente al gobernante. Eso marca la diferencia entre estos experimentos y los sistemas parlamentarios o incluso presidenciales en los que la regla existe desde antes. De hecho, al menos en el caso venezolano, la estrategia ha sido posible por el desmantelamiento de los contrapesos institucionales al poder presidencial y la sumisión del Parlamento y la Corte Suprema al comandante.
Lo que sucede es que, para los gobiernos del nuevo populismo latinoamericano, la oposición es políticamente ilegítima. En Argentina, por ejemplo, cuando las voces de la derecha cobran fuerza y los cacerolazos se escuchan en los barrios de clase alta en Buenos Aires, la presidenta advierte el riesgo de un “giro restaurador”. Y la restauración de la que habla es la del autoritarismo del pasado con lo que asocia a sus opositores con los crímenes y horrores de la dictadura militar. Así que, desde ese mirador, un eventual triunfo opositor es sencillamente inadmisible. Esta es la contracara del dilema que nos ocupa y el dato que explica por qué no es fácil calificar con el adjetivo democrático a la realidad política en esos lares. En la lógica y en la retórica de los gobiernos populistas quienes les disputan el poder adolecen de los atributos que los legitimen para hacerlo y, por lo mismo, la posibilidad de la alternancia es inaceptable. De nuevo, la disputa por la legitimidad gira en torno a concepciones del orden público y estrategias políticas excluyentes pero, paradójicamente, en esta batalla a dos polos, ambos bandos reivindican para sí el adjetivo democrático e imputan su contrario al oponente. Y algo similar podría suceder en México.
Los gobiernos populistas acusan a sus opositores de encarnar una reacción conservadora; las oligarquías acusan a los gobiernos electos de violar las reglas y los pactos constitucionales (cambiando las reglas a la mitad del juego o asfixiando políticamente a la oposición). Y lo paradójico es que, en una cierta medida, ambas acusaciones son ciertas. Para ambas constelaciones políticas lo que importa es hacerse del mando y retenerlo a toda costa aunque, por fortuna, no por cualquier medio. Esto último no es menor porque la vía armada parece descartada pero la disputa por el poder es permanente y, por lo mismo, la estabilidad precaria. En Argentina, por ejemplo, simultáneamente y con argumentos, algunos especulan con reformar la Constitución para permitir que Cristina Fernández busque una segunda reelección y otros aseguran que su caída es inminente. Lo que sucede es que las reglas y los procedimientos democráticos no sirven para regularizar, mediante rutinas democráticas, la lucha por el poder presidencial. Unos quieren cambiar las reglas para conservar la silla y otros inventan artilugios legales para quitársela. En el ínterin electoral, entonces, puede suceder cualquier cosa.
Al margen de las reglas democráticas y de los procedimientos constitucionales, en estas realidades, el juego político responde a otra dinámica. Existen dos bandos —que, como es natural, son el agregado temporal de actores y grupos diversos— que luchan por apoderarse del balón para correr con él entre los brazos mientras sus oponentes no logren derrumbarlos, les quiten la pelota y se arranquen a correr hacia el otro lado. Ambos gritan “¡democracia!” o “¡Constitución!” según convenga porque saben que el barniz de la legitimación es conveniente pero, en realidad, lo que quieren es retener el poder a toda costa. Su proyecto de orden social —piensa cada uno por su cuenta— es la verdadera fuente de su legitimidad histórica.
México camaleónico
(pero la excepcionalidad engaña)
La transición mexicana se empujó desde varios frentes pero la presidencia —en la primera alternancia— quedó en manos de la derecha. Y durante los 12 años de gobiernos panistas existió mucha continuidad con el priismo precedente en áreas estratégicas. La política económica y la política social son buenos botones de muestra. Y ahora que el PRI regresa a Los Pinos todo indica que el continuismo sutil pero profundo seguirá vigente. Incluso en áreas puntiagudas como la lucha contra el crimen. Los aliados de Peña Nieto fueron los aliados de Calderón todo el sexenio: la Iglesia, los medios, la maestra. Los estrategas económicos de ambos equipos estudiaron juntos y vacacionan en familia y, en materia de seguridad, los priistas han sido los principales promotores de las reformas a la Ley de Seguridad Nacional que pidió el Ejército. Así que —aunque caiga mal y parezca simplista la idea— si ampliamos la mirada más allá de los partidos e incluimos en la ecuación a otros actores sociales y económicos, aquello del PRIAN tiene agarraderas.2 Y no porque ambos partidos sean lo mismo —¡faltaba más!— ni porque no existan ejemplos de genuinos desencuentros sino porque sus liderazgos dan estabilidad a un modelo económico y a un conjunto de políticas que sintonizan con los intereses de grupos y actores concretos. La oligarquía —esa categoría jabonosa pero tan real como sus privilegios—, en México, cuaja en ese recipiente.
Del otro lado está una coalición de izquierda compleja con un líder hasta ahora indiscutible que tiene un discurso popular aceitado y acentuado. López Obrador no es Chávez —de hecho es mucho más moderado— ni México es Bolivia pero, a juzgar por su retórica y sus estrategias, podría ser amigo de Cristina y se sentiría como en casa en el Palacio de Carondelet. Sin embargo, en esos países la izquierda gana en las urnas y, en cambio, en México, la MORENA apenas superó el 30% de los votos. Y si bien es cierto que el desempeño electoral de las izquierdas latinoamericanas mejoró significativamente una vez que llegaron al poder —Néstor Kirchner ganó la presidencia en 2003 con 22% de los votos y Cristina logró reelegirse en 2011 con 54%— no deja de ser llamativo que en México, a pesar de las características de nuestra sociedad, el 70% de los votantes prefiera a los partidos que representan al statu quo. Descifrar esta incógnita es un reto para los sociólogos, los politólogos y los ideólogos porque nos habla de una resistencia al cambio que quizá muestra a un electorado conservador o que, como sea, apuesta por cambios moderados.3
Así que en México por decisión de los votantes a nivel presidencial, por ahora, la coalición oligárquica gobierna y la izquierda popular se inconforma. La fórmula opuesta a la de los países latinoamericanos mencionados. Pero me temo que las diferencias no van mucho más lejos porque en el fondo maduran lógicas similares. Para López Obrador y sus seguidores, el triunfo de Peña es “moralmente inadmisible”. Ello sin importar el resultado de las urnas. Y, aunque no sea una tesis fomentada por toda la izquierda, ése es el discurso hegemónico en esa parte del espectro político. En contrapartida, la coalición gobernante ha cerrado filas férreas para que AMLO no llegue a la presidencia (es simbólicamente elocuente el llamado de Fox a votar por Peña Nieto). Ambos bandos sueñan con gobernar con mayorías legislativas aplastantes para imponer su proyecto de nación. Así que también acá están en disputa dos concepciones del orden social en las que la democracia es instrumental y, en su defecto, prescindible. Y, potencialmente, lo mismo vale para la Constitución y sus procedimientos: la experiencia del desafuero enseña.
Si dejamos de lado los sistemas de partidos y las reglas electorales y miramos a los actores, la excepcionalidad mexicana sólo reside en el orden que tienen los factores: los guardianes del establishment ganan en las urnas y gobiernan blandiendo su legitimidad electoral (no recurren al concepto popular porque les queda incómodo); la izquierda pierde los comicios pero ocupa las plazas y denuncia una trampa que no encuentra. Todos gritan “¡democracia!” y “¡Constitución!” porque son los estandartes de estos tiempos pero, al hacerlo, vacían el significado de ambos conceptos. Lo que sucede es que, en realidad, a nuestros actores políticos el constitucionalismo democrático (con sus principios, reglas, límites, derechos e instituciones) parece tenerlos sin cuidado. Y, precisamente por eso, a quienes valoramos ese modelo de organización política, nos conviene mirar hacia el espejo latinoamericano y pensar en perspectiva.
La experiencia de nuestros vecinos enseña que cuando la polarización se acentúa avanzan las dinámicas autoritarias. Éstas pueden provenir desde la izquierda o desde la derecha y siempre prometen un orden social ejemplar pero, indefectiblemente, demuelen los cimientos del constitucionalismo democrático.
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1 Citado por Pablo Stefanoni, “Golpes reales, ¿golpes imaginados?”, en Le Monde diplomatique, 158, agosto de 2012, p. 5.
2 Lo que no implica que desde la izquierda existan alternativas de política bien identificadas en estos frentes; es el caso de la política económica donde la propuesta de recaudación fiscal de AMLO de no incrementar impuestos encuadra con la ortodoxia dominante.
3 Buscar la explicación de la derrota de la izquierda en la “compra de votos” parece insuficiente ya que todas las fuerzas políticas recurren a esa práctica lamentable, la secrecía del voto es un antídoto contra las misma y la izquierda gana en otras elecciones (lo del 64% en el Distrito Federal es elocuente).
*Nexos noviembre 2012
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