JAVIER CORRAL JURADO
Inusitado a lo largo de su campaña presidencial, ausente en su discurso y en sus acciones en el gobierno del Estado de México, de pronto, o más bien, de repente, Enrique Peña Nieto asumió el compromiso de la transparencia en el gobierno. Incluso dice estar en contra de la corrupción y a favor de regular las zonas obscuras que la propician, entre ellas, la contratación de propaganda gubernamental en medios de comunicación.
Si de lavar cara se trata, los propósitos son certeros. En el disfrute de la mayor opacidad del ejercicio del gasto público, y en la transferencia de centenares de millones de pesos a los medios para la promoción de su imagen personal como Gobernador, fincó Peña Nieto su triunfo ilegítimo. Ahora se propone revertir esa marea y subirse en otra ola. No importa ya la causa, sería deseable que así fuera y actuara en consecuencia, liberándose de lastres y ataduras que comparte con la mayoría de la clase política, transversal a partidos.
Sin embargo, parece que su objetivo reivindicatorio, tampoco es cierto. Los hechos desmienten sus dichos, y el tema de la transparencia – sobre el que ya ha tenido que definir posiciones antes de iniciar formalmente su gobierno -, muestra la oquedad de lo que habla, sino es que se trata abiertamente de una simulación; una estratagema discursiva para atemperar la impugnación social de su arribo.
La reciente discusión y procesamiento en las cámaras de la reforma laboral y la iniciativa de reforma constitucional que Peña metió al Congreso por la vía de los senadores del PRI para dotar de autonomía -presumiblemente- al IFAI, marcan indefectiblemente lo estrecho y limitado del compromiso con la causa de la transparencia y la rendición de cuentas, pero también lo poco que debemos esperar sobre cambios profundos.
Desde España envió la instrucción sobre los márgenes de actuación de sus legisladores en los temas de transparencia y democracia sindical, y secundó abiertamente el fantoche de la autonomía sindical como límite constitucional para someter a un régimen de responsabilidad a uno de los sectores más opacos e impunes de nuestro sistema político. Esa es una definición en sentido totalmente contrario a lo que dice perseguir, y no puede pasar por alto a quienes proponen que hay que darle el beneficio de la duda, una ingenuidad sospechosa.
Peña sabe perfectamente que el sindicalismo mexicano es hoy en día un remedo de una legítima aspiración de mejora obrera. Es una caricatura de lo que debe ser un grupo gremial que defiende los intereses de los trabajadores; reducto de la expresión corporativa y clientelar del antiguo régimen, y sin embargo, salió “en alcance de su autonomía” a defenderlos como ínsulas de impunidad, antidemocracia y corrupción. Si algo busca esa parte de la reforma laboral es que los líderes rindan cuenta periódica de los recursos que manejan los sindicatos a sus agremiados. Pero la transparencia de Peña Nieto, no llega hasta allá.
El otro signo desalentador – o clarificador según se quiera – es la visión con la que ha planteado la reforma para la autonomía constitucional del IFAI: mientras no salga de su esfera directa la designación de los comisionados que integran el pleno. Ya ni siquiera bajo la fórmula que los senadores del PRI habían planteado en este mismo sentido en la legislatura pasada, haciendo pasar esos nombramientos por la ratificación de las dos terceras partes del Senado. Peña Nieto busca aumentar de cinco a siete los comisionados y nombrar a seis de ellos durante el tiempo de su administración. La intervención que concede al Congreso es mediante la figura de la no objeción por mayoría de los miembros del Senado de la República, la peor figura por cierto, toda vez que si el Senado la objeta, el Ejecutivo enviara una nueva propuesta, la cual si es objetada nuevamente, el Presidente nombrara directamente a otra persona. Este procedimiento no es acorde con los principios federales, ya que si se pretende que el IFAI tenga facultades para conocer como última instancia las decisiones de autoridades locales, la forma de elegir a los consejeros no debe ser con la participación directa y casi exclusiva del Presidente en turno, además de que el Presidente podría nombrar a un incondicional debilitando la autonomía del IFAI.
Mi mayor preocupación está en el recurso de revisión que la iniciativa de Peña plantea para recurrir ante la SCJN resoluciones del IFAI que ordenen el acceso a la información y ésta pueda poner en riesgo la seguridad nacional. Esta pretensión va a contrapelo de los esfuerzos por dotar de plena definitividad, en el ámbito de la administración pública federal, a las decisiones del órgano garante de la información pública. Diría que es regresiva, en torno de los avances por volver inatacables las resoluciones del IFAI. Queda a salvo, en el caso de los particulares, el derecho de amparo.
Abrir la ventana de la “seguridad nacional” es permitir que todo pueda entrar o salir, y por ahí se vacíe la eficacia de una de las mayores conquistas ciudadanas. La ley de la materia ofrece un largo catalogo de riesgos y amenazas a la seguridad nacional – ya no hablemos de las pretensiones aún no contenidas de ampliarlo casi hasta la suposición -, que se convertirían en diques y multiplicarían sin fin los pretextos para volver a bajar la cortina de la transparencia. La cuidada ambigüedad con la que el legislador redactó los conceptos de riesgos y amenazas, demeritarían la autonomía que la iniciativa dice perseguir.
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