jueves, 15 de noviembre de 2012

UN JUZGADO DE DISTRITO. LOS PRIMEROS PASOS DE UN JUEZ FEDERAL*

GENARO DAVID GÓNGORA PIMENTEL

Todos los sábados trabajaba en la oficina de la Corte. Un sábado le llevaba al Ministro Abel Huitrón y Aguado dos proyectos. Estaba su secretaria particular “Sarita” que me recibió muy comunicativa y me dijo: —Fíjese que al señor Ministro le tocó proponer al Pleno un candidato para Juez de Distrito. Han venido muchos secretarios a pedirle su apoyo. Tiene sobre su escritorio un montón de curriculums pero, me dijo: —Fíjese Sarita que no me gusta ninguno—. Si usted se lo pide seguro que a usted propone para Juez de Distrito—.

Acto seguido me tomó de los brazos y me llevó a la puerta del privado del Ministro. Pues bien, entré y pedí que me propusiera como Juez de Distrito. Se me quedó viendo un momento y me dijo:
—En la próxima sesión del Tribunal Pleno lo propondré como Juez de Distrito—.
Debo contar que acababa de pasar algo inusitado en el Tribunal Pleno, los señores ministros decidieron terminar con los dos jueces de distrito en materia administrativa en el Distrito Federal. Y la noticia se filtró, lo hicieron porque eran dos jueces corruptos. Cobraban por dictar sentencias favorables y además permitían que sus secretarios también cobraran. La corrupción de los dos jueces era ya insoportable.
Se procedía en aquellos años con sigilo. Se les impedía seguir trabajando a los jueces, pero nunca se les acusaba penalmente. ¡Había que proteger la “buena fama” del Poder Judicial Federal!
En mi opinión era una política equivocada y un día, desde luego muchos años después, esto estalló y se cambió a los señores Ministros, debieron de cambiar también a magistrados y jueces ladrones, pero no se hizo.
Un juzgado de distrito en materia administrativa fue lo que me tocó. Una vez que el Tribunal Pleno decidió las adscripciones de trece jueces de distrito, el que recibió la del Primer Juzgado de Distrito en Materia Administrativa en el Distrito Federal fui yo. Simplemente me dijeron:
—Vaya a tomar posesión del Juzgado—.
—Pregunté ¿dónde está ubicado?—
—Señor Juez, su juzgado se encuentra en la Calle de Bucareli, frente al Periódico Excelsior—.
El juzgado tenía 50 gentes. Un mundo nuevo para mí que había estado casi cinco años en una pequeña oficina en la Suprema Corte, dedicado a proyectar sentencias en revisión de inconstitucionalidad de leyes y a mis clases en la Facultad.
El señor Ministro Arturo Serrano Robles, había sido juez en el Juzgado Primero de Distrito en Materia Administrativa y me aconsejó:
—Cuídese usted de Don Pablo. Hay que revisarle todo—.
Los primeros meses fueron muy duros. Se decía que yo no veía más allá de mis narices. Pero eso cambió cuando le pedí su renuncia a un secretario proyectista. Ya veía más allá de mis narices. El señor cobraba por todo. Es más, había conseguido una línea telefónica directamente para su escritorio, desde el que llevaba “sus asuntos” y se ponía de acuerdo con “sus clientes”. Era, sin duda, el más bribón de todos los proyectistas. Mis proyectistas eran nueve, y otro más “Don Pablo” encargado de las audiencias incidentales y constitucionales.
Me contaron que el señor Ministro Carlos Del Río Rodríguez había dicho que el Tribunal Pleno me había encumbrado demasiado pronto, pues así consideraba de importante el cargo de uno de los dos juzgados administrativos de la Ciudad de México. Era, en su opinión, muy joven para la tarea.
Diario me ponían sobre mi escritorio un montón de expedientes para que los estudiara y, en su caso, firmara los acuerdos que correspondían en el trámite. Todas las tardes las pasaba firmando y examinando los expedientes. Una vez hecho, los pasaba al otro escritorio del privado que se veía, al menos yo lo veía yo, con satisfacción, porque era la constancia de que estaba haciendo mi tarea.
Habré tomado posesión del juzgado en el mes de noviembre. Para diciembre llegaban los quince días de vacaciones. Era costumbre que quince días se tomara el juez y a su regreso el primer secretario, durante quince días, hacía las funciones de juez.
Me preguntaron si saldría de vacaciones en diciembre, o esperaría los quince días de enero para salir, pues un juzgado de distrito nunca cierra las puertas. Siempre es necesario su funcionamiento para conocer de los juicios de amparo que se inicien y, sobre todo, decidir sobre las suspensiones de los actos reclamados.
Pues bien, como me quedé en el juzgado las dos últimas semanas de diciembre, me tocó estar el día 25, se supone que el día 24 llega Santa Claus con sus regalos. Así me encontré el día 25 mi privado lleno de botellas y cajas de botellas, había champaña, vinos tintos, wiskys en cantidades… era la costumbre. Entonces pregunté cuántos intendentes y mozos había en el edificio. Eran once más el jefe de ellos que, aunque usted no lo crea, se apellidaba “Malacara”.
Hice doce hileras de botellas, procurando que en cada hilera hubiera de todo, sin que faltara nada de repartir. No dejé ninguna botella para el juez. Y, los llamé. Llegaron encabezados por “Malacara”, con cara de ironía, pensaron que los regañaría seguramente. Pero no, les dije que cada uno tomara una de las hileras de botellas y se quedaron tan asombrados, el único que reaccionó fue “Malacara” que me dijo muy emocionado:
—Señor Juez, yo he trabajado al servicio de jueces y magistrados y nunca ninguno nos regaló nada, menos botellas que veo son muy finas—.
A continuación los intendentes abrazaron las botellas de las hileras ya preparadas y se fueron. Todos los días siguientes que faltaban para el mes de enero del siguiente año, no volví a ver a ninguno de ellos.
Todo eso, desde luego, se supo por los abogados litigantes que acudían a mi juzgado y no volví a recibir botella alguna.
El edificio donde estaban los juzgados de distrito en materia administrativa del Distrito Federal era muy antiguo, había pertenecido al Coronel García Valseca, antiguo dueño del Periódico El Universal. En el inmueble estaban los dos juzgados administrativos de que he hablado, además dos juzgados en materia civil y algún tribunal unitario y agregaron un juzgado en materia penal.
El inmueble en donde nos tenían a todos, se inclinaba a la izquierda. Si ponía usted un lápiz en el escritorio, rodaba de ese lado. Comenzaron a caerse pedazos del edificio sobre el estacionamiento para los jueces y magistrados que estaba cubierto con un techo de lámina. Los pedazos agujeraban violentamente la lámina.
Viendo sin duda el peligro en que nos encontrábamos todos, se les ocurrió a los señores ministros ponerle un refuerzo de hormigón del lado derecho para impedir que continuara cayendo del lado izquierdo. Tuvimos que sufrir los golpes de la construcción y el polvo durante bastante tiempo. ¡Qué tiempos!
El juzgado era un microcosmo del Poder Judicial Federal. La corrupción era generalizada. Simplemente para que te dieran un expediente tenías que dar dinero, si no dabas, ni caso te hacían.
Un día ordené que se abrieran las cortinas de mi privado, ¡uf, qué espectáculo!, parecía, permítanme la exageración, parecía un mercado persa.
Una gran cantidad de personas acudían a los juzgados de distrito en materia administrativa: indígenas de Chiapas con sus pintorescos trajes, campesinos de Veracruz con sus camisas y pantalones de manta blanca, los orgullosos indígenas Coras de Jalisco, ejidatarios de Baja California, cooperativistas de Sinaloa y Sonora, etcétera.

*La Silla Rota 15-11-12

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