RICARDO BECERRA LAGUNA
Aceptemos por un momento la puntada de Jorge Castañeda: quiero dejar de ser un ajolote. Quiero volverme parte de un México grande y optimista. Quiero emanciparme de mis complejos atávicos y, acaso, reconocer todo lo que nos ha regalado nuestra incursión hacia la economía liberal, global y de mercado… pero la odiosa realidad estorba.
El inoportuno INEGI acaba de echarnos en las narices otra mala noticia: entre 2008 y 2010, los ingresos de los hogares mexicanos cayeron 12.2 por ciento en términos reales. En promedio, los nacionales se hicieron más pobres, perdieron capacidad de compra y riqueza -constante y sonante- en una doceava parte de lo que antes tenían y recibían.
Más gráficamente: en 2010, los hogares mexicanos tuvieron un ingreso mensual promedio de 11 mil 645 pesos, mientras que en 2008 su ingreso había llegado a 13 mil 274 pesos mensuales. La Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos en los Hogares 2010, muestra que no hubo segmento alguno de los hogares mexicanos que no sufriera una caída en el periodo analizado.
¿Una mala noticia dentro de un periodo esencialmente prometedor? Me temo que no: es la segunda vez,
desde 1995, que regresamos al precipicio de pérdidas y retrocesos netos en el ingreso de casi todos. Luego del “error de diciembre” de 1994, los hogares mexicanos vieron caer sus ingresos un 16 por ciento, y durante el periodo “estable y responsable” del Presidente Fox, no caímos, pero el ingreso anual no creció ni en 1 por ciento promedio, cada año del sexenio.
Tengo la impresión que los economistas (y los comentaristas que orbitan en su rededor) no acaban (acabamos) de entender la dinámica real que propicia el enganche globalizador al que nos subimos hace un cuarto de siglo. Quiero decir: aún no se comprende el endiablado ciclo de crecimiento efímero, crisis profundas y periodos de atasco económico que se cuentan por años. Los episodios característicos de nuestro carrusel macroeconómico son bien conocidos y los resumo aquí:
• Crisis financiera generalizada en 1982;
• Macro-devaluación de 1985;
• Choques petroleros y cruentos planes de estabilización, 1986-87;
• El desplome de las cuentas externas y del sistema bancario de 1994-95;
• La recesión más larga de la historia moderna, 38 meses, entre agosto del 2000 hasta septiembre del 2003;
• Efectos de la crisis financiera: la caída más importante del producto desde los años 30, -6.5%, la peor en 77 años
• Y en los tiempos de recuperación, un crecimiento breve (como en el primer semestre del año 2000 y una década después, en 2010).
Convengamos: los episodios de shock de 1982, 1985 y 1986 pueden ser atribuidos a la implosión de la vieja estructura estatista y proteccionista, pero las otras cuatro grandes coyunturas de crisis y depresión, a partir de 1994, forman parte inocultable de la historia del modelo liberalizador. Pero el hecho parece no exigir un examen, un balance, de esas consecuencias reales y perfectamente mensurables.
Pero vayamos a la causa de lo causado: el 2010 propició un “rebote” del producto interno, que creció a una tasa alentadora de 5.5%, (8,762 billones de pesos, números redondos); no obstante, como la caída de 2009 fue de -6.5%, (8,345) entramos al 2011 con un nivel de riqueza nacional menor al de 2008 (8,926). 2% menor que hace tres años: nuevo retroceso neto que explica la pérdida del poder adquisitivo de prácticamente todos los mexicanos.
Fíjense bien: con un crecimiento de 5 por ciento (que ya parece inalcanzable) al concluir este año, estaremos apenas 4 por ciento por arriba del nivel que teníamos en 2008, pero con un PIB per cápita que sería exactamente igual al de 4 años atrás.
Así nos ha ido en las últimas tres décadas: una perturbadora oscilación económica que con el pase de una crisis, deshace lo que tres o cuatro años de estabilidad pudo construir y acumular. En esas estamos. Supongamos que a partir del año que viene, los mexicanos nos llenamos de arrojo y decidimos ser parte de una economía abierta con una mente abierta (el México aspiracional de Luis Rubio o Castañeda); supongamos que por eso, abandonamos el crecimiento de 1.6% anual de los últimos diez años. Supongamos que hacemos las reformas de mercado que, nos dicen, necesita México con urgencia, y (según cálculos de sus promotores), supongamos que la economía empezara a crecer a una tasa promedio de 3.5 por ciento (un nivel que parece altísimo después de las últimas 3 décadas). Supongamos además, que no regresarán las crisis y que los diversos populismos no entorpecerán la agenda clarísima de los reformadores célebres.
Con todo y eso, podríamos aspirar a que en el año 2030, llegásemos a un ingreso por persona equivalente a 17 mil 430 dólares anual, es decir, el 55 por ciento del nivel de vida que tienen hoy los españoles y sería apenas equivalente al nivel actual que ya posee Corea del Sur.
De llegar así al futuro (2030), en las mismas condiciones, ceñidos al mismo “modelo”, entonces ya se habrá agotado el bono demográfico y la limitada riqueza generada no alcanzarán para cubrir el compromiso de pensiones suficientes, en una época que los viejos representarán la cuarta parte de la población.
Pero, aguafiestas como es, la realidad viene a confirmar un retroceso de 12 por ciento y su nueva oleada de empobrecimiento, incluso, hace parecer optimista ese escenario más bien conservador. Pero no se preocupen, no es económico, no es material, está en sus mentes… es un problema idiosincrático.
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