ARNALDO CÓRDOVA
Todos los procesos nacionales modernos de desarrollo democrático y de edificación del Estado de derecho, ha sido reconocido ampliamente, implican, en todos los casos, una limitación constante y creciente del poder del Estado y una extensión concomitante de la libertad y también del poder del ciudadano (que se revela en su participación y en su facultad de decidir en la esfera política, así como en la protección dentro del orden público de sus necesidades e intereses). De hecho, es eso, precisamente, lo que define y da significado al Estado democrático de derecho. El tema de los derechos humanos, en particular, tiene sentido sólo en esa perspectiva.
Cómo surgen esos derechos y cómo y por quién son reconocidos, son cuestiones que resultan esenciales y de gran oportunidad. Fueron preguntas que se hicieron varios especialistas, abogados y funcionarios cuando recientemente fue aprobada la reforma constitucional sobre la materia. La primera entraña un cuestionamiento acerca de la creación o aparición de tales derechos. La segunda implica el hecho de que esos derechos deben ser reconocidos y protegidos. Inmersos, además, como estamos desde que terminó la Segunda Guerra Mundial en un rico y amplísimo sistema internacional de derechos humanos, esas cuestiones vienen a ser de doble naturaleza: nacional e internacional.
Los derechos, en la tradición jurídica y política moderna, sólo pueden tener tres orígenes: uno, Dios que los introdujo en la naturaleza del hombre; dos, la razón que, como facultad unificadora de todos los humanos en sus designios y fines, los formula como elementos infaltables en la definición de la persona humana y, tres, la voluntad de todos los individuos que, a su vez, se personifica en el acuerdo de todos para crear el orden político y jurídico y el Estado que lo debe regir. Una gran parte de los regímenes políticos modernos (incluido el mexicano) se rige por la tercera opción. Las otras son cosa del pasado.
Los derechos humanos, por tanto, son creados por los hombres reunidos políticamente y expresados como derecho y como mandato. En constituciones, como la nuestra, que se rigen por la idea fundadora de la soberanía y el consenso del pueblo, los derechos humanos son una creación del pacto que dio nacimiento al sistema institucional mexicano y a su Estado. ¿Qué tendría entonces que ver aquí el que esos derechos deban ser, además, reconocidos? Es algo tan importante como lo es el tránsito entre el mero planteamiento o formulación de los mismos y su realización concreta en el ámbito de la vida social y política, garantizándolos y protegiéndolos. Para eso sirve el Estado.
La reforma constitucional de la que se habló antes es, para el caso, un acto formal de reconocimiento de los derechos que, en la nueva letra de la Carta Magna, implica también el reconocimiento de los instrumentos jurídicos superiores, en el orden internacional, que son los tratados y convenios en los cuales dichos derechos constan y son reconocidos por la comunidad mundial. Lo primero significa que la defensa y la protección de tales derechos es una obligación ineludible del Estado Mexicano y de sus instituciones. Lo segundo, que esos derechos ya han sido reconocidos y legitimados por el orden jurídico internacional y que sus instituciones de impartición de justicia, como las cortes y los tribunales internacionales, deben velar por su protección e integridad.
Se trata, en nuestro caso, de una innovación histórica. Desde la segunda mitad del siglo XIX arrastramos un sistema de protección de garantías que muy pronto se volvió obsoleto y, en las condiciones de los estados autoritarios porfirista y priísta, nulo en su aplicación, porque eran regímenes a los que lo menos que les interesaba era proteger a sus ciudadanos. Fue entones cuando se repetía sin cesar que la Constitución estaba de simple adorno y no era respetada ni cumplida. Muchas veces se la dio por letra muerta.
Poner a tono nuestro régimen de protección de derechos con las normas internacionales, en la creación de muchas de las cuales participaron y participan nuestros representantes diplomáticos es, a no dudarlo, un logro enorme.
Ahora bien, de lo expuesto podría ponerse en duda que, como en el tradicional derecho natural, en un régimen político enteramente construido por los hombres, vale decir, civil y de derecho, los derechos humanos sean inherentes a la persona humana y que sean, por ello, la base para definirla como tal. De ninguna manera. Sólo el iusnaturalismo clásico estimó que el hombre nace ya con esos derechos. En la perspectiva civilista de creación del orden político, el pacto social que da lugar al Estado, el ser humano es redefinido como portador de esos derechos, pero éstos no son obra de ninguna potencia divina ni de ninguna otra especie, sino creación y definición que el consenso popular lleva a efecto.
Y, ¿por qué el Estado creado por el pacto debe reconocer especialmente esos derechos y estar comprometido con su protección y promoción? Por la sencilla razón de que, una vez creados, tales derechos sólo pueden ser agredidos y violados por el propio Estado y sus instituciones y autoridades. Es un concepto que ha costado mucho elaborar y poner a punto, precisamente, por la fragilidad de la vida humana en sociedad. Aun pensando en una sociedad perfecta, en la que la violencia pudiera ser eliminada por completo, aun así la vida humana seguiría siendo frágil, porque sigue existiendo el único ente capaz de ponerla en peligro, el Estado (incluidos sus funcionarios).
Es verdad que la persona humana es más fácil y más frecuentemente agredida por sus congéneres que por el Estado. De hecho lo es. Pero a nadie le puede venir en mientes que un individuo cualquiera es similar al Estado en su capacidad de agresión y, sobre todo, en la fuerza que ostenta. Desde las Cartas constitucionales de finales del siglo XVIII (en la naciente Norteamérica y la Francia revolucionaria) en quien se pensaba como agresor de los derechos del hombre era, precisamente, en el Estado. Y lo mismo ocurrió con la Carta de los Derechos Humanos de la ONU, de 1948. Es a los estados a los que se dirige y a los que conmina a llevar a cabo una política de respeto y protección de los derechos.
E igual sucede con todos los instrumentos internacionales que han venido creando las sucesivas generaciones de derechos humanos. No constituyen exhortos a los individuos a que respeten a sus semejantes. Son demandas perentorias a los estados y, sobre todo, la fijación puntual de sus obligaciones al respecto. Los derechos humanos (que algunos prefieren llamar derechos “fundamentales”, sin que se haya explicado la preferencia por el término; acaso sea para indicar su rango superior) son derechos que se levantan como un valladar en contra del poder del Estado y de su uso arbitrario e ilegal en perjuicio de los miembros de la sociedad.
Jamás podremos hacer a menos del Estado como organizador de la vida social; pero, si prevalece el respeto y el interés por la persona humana, deberá ser un Estado cada vez más y más reducido en su poder, en su capacidad de agresión y cada vez más comprometido con el bienestar y la felicidad de la persona humana. Y la base ineludible de esa transformación lo serán siempre los derechos humanos que deben seguir desarrollándose y creciendo en calidad y número.
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