ARNALDO CÓRDOVA
Las elecciones locales que hemos presenciado el pasado domingo 3 de julio, sin exageración, pueden llamarse paradigmáticas y no tanto por lo que mostraron en sí mismas, vale decir, unas comunes y corrientes elecciones en las que es tradicional el abuso del poder por aquellos que desde el gobierno dominan y manipulan los procesos electorales. Se trata de otros factores que ahora se han revelado y que han comenzado a definir lo que en adelante será la lucha electoral, en una ausencia total de reglas a las que todos puedan atenerse por igual y en ausencia de una autoridad arbitral que organice de verdad y conduzca eficazmente los procesos electorales.
El primer elemento que resalta, aunque ya estaba presente desde hacía más de diez años, desde la primera derrota presidencial de PRI, es la consolidación de ese poder que se ha llamado feudal, de los gobernadores priístas de los estados en los que conservaron el poder y en donde organizaron sus fortalezas inexpugnables. A primera vista eso no tendría nada de extraño, pues se trataba de entidades dominadas desde antaño por el PRI. Ello no obstante, lo notable ha sido que esos estados no se han desarrollado constitucional y democráticamente, de manera que en ellos fuera efectivo el imperio de la legalidad. Desde tiempos de Fox, el gobierno panista descubrió que podría encontrar en los gobernadores priístas a magníficos aliados ligados por intereses ciertos y seguros.
Fox aprovechó las participaciones federales de las entidades federativas y, poco después, los dineros de los gasolinazos y, en particular, de los excedentes petroleros, para alimentar y cebar las finanzas de los gobernadores, convirtiéndolos en mandatarios tan opulentos que jamás en el pasado habían dispuesto de tantos recursos que pudieran utilizar, además, del modo más discrecional. Se trataba, de hecho, de una alianza de facto que miraba, desde el punto de vista del gobierno foxista, a una estabilidad interior que le pareció esencial. Para los gobernadores se trató, evidentemente, de la oportunidad de consolidar su poder local y hacerlo autónomo y por entero dependiente de su propia voluntad. En esto todos ellos hicieron un silencioso consenso y se mantuvieron unidos.
La creación de la Conago fue obra de ellos y les ayudó, aunque no estaban solos, pues les acompañaban los de los otros partidos, a mantenerse unidos y hacer un frente común. El peligro de que su poder se desperdigara y, así, se perdiera, se conjuró. Los priístas, al parecer, han logrado superar el trauma que les provocó la pérdida de la Presidencia de la República y, en consecuencia, del poder que los manteníadisciplinados a la política nacional y a sus intereses generales. Ahora encontraron en sus gobernadores esa ancla de poder que los mantiene como una gran fuerza nacional capaz en todo momento de contender por el poder de la nación. Cabe preguntar, ¿qué pasó con la reforma política en esos estados? ¿Es que siempre estuvieron al margen de ella?
Los estados y sus gobiernos priístas, por supuesto, siempre estuvieron en el proceso reformista. Un hecho, eso sí, que los analistas de todas las tendencias pusieron de relieve, fue que el poder presidencial obstaculizó en todo momento el desarrollo democrático de las entidades. Pero no lo pudo evitar. A final de cuentas también en esos estados la gente aprendió a votar y a elegir, también a debatir políticamente y a hacer sus elecciones. La antigua política monolítica del priísmo fue demolida desde sus principios. Además, el mismo poder presidencial coadyuvó, en honor de sus alianzas secretas, a entregar poco a poco el poder en los estados a las fuerzas de oposición y, en especial a una, el PAN (Baja California, 1989). Todo ello fue fruto de la fuerza que cobró la reforma política.
Ésta siguió incontenible hasta que el PRI perdió la Presidencia en el 2000. En 1997, la izquierda perredista conquista el Distrito Federal, la entidad más rica y la segunda por su población. Era de esperarse y muchos lo hicieron que con la expulsión del PRI de la Presidencia la reforma marcharía todavía a un ritmo mucho más intenso. Pero no fue así. Los priístas nunca entendieron la reforma política (de ella sólo pensaban que su gobierno la había concedido graciosamente) y, una vez en la oposición, jamás pudieron hacer nada por ella, porque siguieron sin entenderla y, lo que es peor, sin compartirla. Para ellos todos los problemas de la política se reducen a saber quién tiene el poder y cuánto suma éste.
La decisión que fue tomada desde el Estado y desde el poder real del país de oponerse a como diera lugar a López Obrador en 2005, representó un golpe mortal a nuestra todavía endeble democracia, haciéndola naufragar en medio de prácticas fraudulentas y conspirativas, y anulando la participación de la ciudadanía en la elección de sus gobernantes. Los gobernadores priístas tuvieron un activo papel en la conjura, llegando a traicionar a su propio candidato, para dar su apoyo al prospecto de la misma conjura, Felipe Calderón. Eso creó nuevas redes de complicidades entre el gobierno panista y los priístas que gobernaban la mayoría de las entidades. Fue entonces, precisamente, que las vacas gordas llegaron a los solares de los gobernadores y éstos supieron aprovecharlo fortaleciendo su propio poder.
El hecho resultante es que esas entidades se están volviendo a pasos acelerados unos sepultureros de la democracia. No todos los mandatarios marchan al parejo, incluso hay más de un perdedor que no supo comportarse a la altura. Pero todos ellos son más amigos de la lucha sucia y antidemocrática que del juego legal de los procesos electorales. El abuso del poder y del erario público para crear lealtades entre los diferentes grupos sociales y compromisos que se satisfacen con auténticas migajas, sobre todo entre los pobres y marginados, hacen inútil la contienda electoral. Allí puede saberse de antemano qué resultados van a dar las elecciones, las cuales se dirimen por el poder del dinero y del aparato público.
Ese poder caciquil de los gobernadores priístas ha llegado a corromper de tal manera las instituciones electorales locales, que éstas ya no pueden funcionar como órganos confiables a los que todos puedan recurrir en busca de justicia ante los abusos de los gobiernos locales y de su partido. La misma ciudadanía no confía en ellas. Se dice que la mayoría de los mexiquenses no son originarios de la entidad, pero no son ellos los únicos que no votan; pues el Edomex tiene índices de abstencionismo superiores a la mitad del padrón electoral y así ha sido a lo largo de la historia. Cuando ese poder caciquil no aleja a los electores, entonces los corrompe comprándolos con despensas, materiales de construcción y otros bienes.
Los estados gobernados por los priístas son una auténtica tumba de la democracia y no hay mucho que se pueda esperar de ellos en el futuro. A veces es su propio abuso del poder el que los arruina, como ocurrió en Puebla y Oaxaca. Pero en el resto lo que ocurre es que su poder omnímodo y atrabiliario se fortalece cada vez más. Por supuesto que esto tiene un remedio, pero es largo, tedioso y peligroso: es el remedio que imponen las masas conscientes y organizadas cuando deciden, en un supremo esfuerzo de voluntad colectiva, derribar a sus caciques y opresores. La historia es testigo de ello.
Para Adolfo Sánchez Vázquez, maestro y amigo entrañable, in memoriam
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