ROLANDO CORDERA CAMPOS
“Algo anda mal cuando la riqueza se acumula y los hombres decaen” (En prosa poética y generosa, el poeta David Huerta tradujo para mí los versos iniciales de The Deserted Village de Goldsmith, de esta manera: “En prosa informativa, la traducción sería como sigue: ‘Mal le va, víctima de imperiosos [o premiosos] males, a la tierra donde la riqueza se acumula y los hombres decaen.’ Versioncilla en módicos versos españoles (dos alejandrinos, con rima y todo): Mal le va a un país, presa de males imperiosos, con visibles riquezas y habitantes borrosos”.
Así iniciaba Toni Judt lo que sería su conmovedor testamento, convertido por la maestría de su prosa y la profundidad de su reflexión en un manifiesto central para rehabilitar el mundo y salvar a la especie. En Ill Fares the Land (The Penguin Press, NY, 2010), este gran pensador histórico y crítico social nos lega un trazo magistral de lo que puede ser la agenda global para encarar, con algún optimismo razonado, las amenazas con que arrancó el nuevo milenio.
Roto el contrato social que configuró la posguerra y moduló la evolución del planeta hasta entrados los años setenta del siglo XX, la civilización pretendió encontrar un nuevo camino con la erección de un nuevo orden internacional que encauzaría la nueva posguerra, una vez desplomado el comunismo soviético y su “economía mundo”, y habiendo entrado la economía internacional a una engañosa velocidad de crucero con la globalización financiera y la vertiginosa liberalización comercial que la acompañara. Como hoy sabemos, aquella presunción del presidente Bush I ante la victoriosa coalición de la primera guerra del Golfo resultó, en el mejor de los casos, una ilusa hipótesis de trabajo.
Con la Gran Recesión con que se cierra la primera década del tercer milenio, la sociedad mundial en formación vive con crudeza los saldos de la aventura globalista y se ve obligada a rendirse ante la evidencia de que la crisis no quedó atrás, como pretendieron los cancerberos de Wall Street. En todo caso, la caída productiva cambió de piel y ahora se presenta como una abrumadora cascada de endeudamiento público cuya extensión planetaria augura nada menos que, ahora sí, una tormenta perfecta, la madre de todas las crisis sincronizada por un interminable aletargamiento laboral, el ajuste draconiano en la periferia europea y el atolladero suicida en que los ululantes republicanos y su fauna religiosa de acompañamiento han metido a la gran patria de Lincoln y Roosevelt, tal vez a la espera del juicio final y la reconquista de Jerusalén para los fieles.
Nada es cierto en estos días, menos los titulares de la prensa internacional y sus émulos vernáculos que anuncian el nuevo rescate griego y el salvamento del euro. Como tampoco lo será el acuerdo provisional al que deba llegar Obama para dizque salvar a Estados Unidos de un default que nadie puede querer, en primer lugar los acreedores foráneos encabezados por los pujantes mandamases del Reino del Medio.
Lo que sí se impone como si fuera epidemia de influenza, es una dictadura silente y taimada encabezada nada menos que por los rescatados de ayer, convertidos en los secuestradores de hoy. Secuestradores de la soberanía de los países, del pacto social que ha sostenido a los estados desarrollados y de lo que ose moverse fuera del radar del cálculo financiero impuesto como verdad universal por los sacerdotes del dogma liberista o neoliberal.
Sin embargo, consumar la “revolución de los ricos” de que gusta hablar Carlos Tello, implica algo más que la sumisión de gobernantes, exégetas y consejeros a dicho dogma. Declarar finiquitado el Estado de bienestar erigido después de la segunda tragedia bélica equivale a convocar a otra tragedia mayor, ahora con instrumentos aparentemente asépticos y sustentados en una racionalidad presuntuosa, que sólo los necios y los tontos pueden profesar en serio.
Devastar el complejo edificio de protección y entendimiento sociales en el que ha descansado con todos sus asegunes la estabilidad política de Occidente, implica abrir una nueva caja de Pandora de la que sin remedio saltarán los viejos espectros del capitalismo liberal, como la explotación salvaje y el individualismo nihilista y destructor, acompañados por los jinetes del nuevo Apocalipsis ordenados por la catástrofe natural y el cambio climático, el único cambio que no parece admitir posposiciones ni soluciones improvisadas. Es de esto que tratan de hacerse cargo la mentes mejores del mundo avanzado, a las que buscan agregarse las dirigencias del mundo emergente encabezadas por los portentosos continentes civilizatorios de India y China.
Devastar el complejo edificio de protección y entendimiento sociales en el que ha descansado con todos sus asegunes la estabilidad política de Occidente, implica abrir una nueva caja de Pandora de la que sin remedio saltarán los viejos espectros del capitalismo liberal, como la explotación salvaje y el individualismo nihilista y destructor, acompañados por los jinetes del nuevo Apocalipsis ordenados por la catástrofe natural y el cambio climático, el único cambio que no parece admitir posposiciones ni soluciones improvisadas. Es de esto que tratan de hacerse cargo la mentes mejores del mundo avanzado, a las que buscan agregarse las dirigencias del mundo emergente encabezadas por los portentosos continentes civilizatorios de India y China.
En un contexto tan complejo y desafiante como éste, resultan pueriles las pretensiones subideológicas de traer a suelo patrio las majaderas supercherías de la ultraderecha americana, que no sólo quiere acabar con lo que queda del New Deal rooseveltiano sino con todo aquello que pueda parecerse a una política comprensiva y socialmente incluyente. Querer naturalizar ese “estado de naturaleza” que pretenden implantar como paradigma universal los extremistas gringos y sus primos anglos, no sólo puede ser criminal por sus implicaciones sobre la vida social y el orden democrático, sino un error histórico tremendo que dé al traste con lo poco que la humanidad ha conquistado para su autodefensa y el cuidado del entorno.
Querer hacerlo, además, bajo el disfraz de una democracia encadenada por mayorías inventadas que a su vez permitirían una dictadura legal, desde luego anticonstitucional, no puede sino reputarse como un atentado a lo que nos queda de civilidad y posibilidades de salir del hoyo de violencia en que la torpeza (por lo visto infinita) del panismo ahistórico nos ha metido.
Sortear la crisis actual no será posible con bravatas financieras y el aparente optimismo ingenuo de sus oficiantes alojados en Hacienda y Banxico. Pero tampoco avanzaremos mucho si nos empeñamos en postergar sin fecha de término las decisiones primordiales sobre el futuro de nuestras capacidades de autogobierno.
Una convención que ponga al país en el rumbo de un efectivo cambio en la manera de conducir la vida pública, es lo que debería reclamarse a los aprendices de prudente que dicen encabezar los poderes del Estado. Más que de releciones y creación de mayorías espurias, hay que hablar y decidir cuanto antes en el Congreso y fuera de él, sobre un cambio de régimen que abra las puertas de Palacio a la mayoría ciudadana y su diversidad social, hoy aherrojada por una pobreza siniestra que las percepciones de los “spin doctors” totonacas o importados no han podido ni podrán exorcizar.
El reconocimiento de las víctimas que reclaman el poeta Sicilia y sus compañeros de marcha, tiene que extenderse sin demora a quienes mal viven la desigualdad inicua que nos marca y cuyos hijos se ven impelidos a encarar los más crueles dilemas. Vaya que hay marcha por delante… pero sin abandonar la complejidad endiablada del presente. Que no parece dispuesta a darnos respiro.
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