CIRO MURAYAMA RENDÓN
Para Adolfo Sánchez Rebolledo.
Stéphane Hessel, uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, es autor del libro-manifiesto ¡Indignaos! (Ediciones Destino, 2011), que se ha vuelto referencia para los integrantes del movimiento 15-M en España este verano.
Hessel, a sus 93 años, hace un llamado contra la indiferencia y a favor de la participación pacífica contra el actual estado de cosas que va lesionando al conjunto de derechos sociales que los europeos fueron capaces de edificar tras la Segunda Guerra Mundial.
Uno de los motivos de la indignación de Hessel es la ampliación de la brecha entre ricos y pobres, y el aumento en la concentración de la riqueza. En este tema subraya la responsabilidad del sistema financiero: “Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general”.
En los medios de comunicación masiva, Hessel también observa responsabilidad en la reducción de la cohesión social, por lo que apela a “una verdadera insurrección pacífica contra los medios de comunicación de masas que no proponen otro horizonte para nuestra juventud que el consumo de masas, el desprecio hacia los más débiles y hacia la cultura, la amnesia generalizada y la competición a ultranza de todos contra todos”.
El punto de llegada para Hessel no es el fin del mercado o la abolición de la libre empresa, sino simplemente la defensa, seis décadas después, del artículo 22 de la propia Declaración Universal de Derechos Humanos que dice: “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad”.
Que el texto de Hessel encuentre eco social se debe sobre todo al peso de los acontecimientos en Europa a lo largo de los últimos meses.
Hace apenas dos semanas el Parlamento griego aprobó un plan de recorte por 80 mil millones de euros para evitar el colapso de su sistema de pagos, pero es la hora en que no llega la ayuda que se había prometido desde el FMI y el Banco Central Europeo a cambio de la cura de caballo.
Más todavía, ante la imposibilidad de que los griegos estén en condiciones de pagar toda su deuda externa con los actuales tipos de interés, sus principales acreedores, los bancos alemanes y franceses, se prestaron a hacer una quita “voluntaria” de la deuda para eludir una posible suspensión de pagos. Esa salida práctica fue boicoteada abiertamente por las calificadoras de Estados Unidos, que aseguraron que toda renegociación de la deuda griega, incluso con el acuerdo de los acreedores, se calificaría como un impago o “default”.
Pero no bastó con Grecia. La semana pasada, la firma Moody’s (la misma que fue señalada por el Congreso de Estados Unidos como una de las responsables de la crisis financiera del 2008), rebajó la deuda de Portugal a nivel de bono basura y lo mismo hizo este martes con la deuda de Irlanda. La pésima calificación para los irlandeses no se basó en un análisis de sus cuentas públicas, sino en hipótesis de su desempeño para los próximos años. Es como si un médico desahucia a un paciente no por los resultados de los análisis, sino porque a lo mejor enferma en el futuro.
Tras Grecia, Portugal e Irlanda, la especulación va contra Italia y España, que son la tercera y cuarta economías en importancia en la Unión Europea. Como todos esos países tienen al euro como moneda común, ahora las corridas especulativas no son contra sus divisas, sino contra su deuda pública. Así, cuando las calificadoras ponen una mala nota a una economía, a ésta le cuesta más colocar papeles del Tesoro, lo que se vuelve un círculo vicioso: para salir de la recesión necesitas dinero, pero si se te califica mal, ese dinero se vuelve más caro y profundizas tu recesión. Gracias a los ataques especulativos, los bonos públicos a 10 años que pagan Italia y España ya alcanzan el 6% de interés anual, sin duda un rendimiento jugoso en un escenario de bajo crecimiento económico que beneficia, solamente, a los dueños de amplios activos financieros. Por ello, apostar contra la solvencia económica de los países es un buen —aunque indecoroso— negocio en nuestros días.
Frente a estos ataques especulativos, se requiere una respuesta pública coordinada, pero en el verano europeo parece haber muchas más razones para la indignación que mandatarios con hondo sentido de la responsabilidad.
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