JOSÉ WOLDENBERG
Un tipo entra a las dos de la tarde a una cantina casi vacía. Apenas están haciendo la limpieza, pero hay servicio. Se acerca a la barra y pide solamente un vaso de agua, y aunque el cantinero lo ve con recelo, se lo da. En el extremo se encuentra otro cliente que a pesar de la hora va en su sexto trago. Se saludan. Entra el dueño y le pregunta al barman de manera socarrona, cómo van las ventas, y éste le contesta: -hasta el momento bien, un promedio de tres tragos por cabeza.
El cantinero no ha mentido. Seis tragos entre dos, dan tres. El promedio es correcto. Lo malo sería que a partir de esa información el empresario o el mesero o los comensales empezaran a sacar conclusiones. Lo más probable es que con tres tragos nadie esté del todo sobrio pero tampoco es posible que alguien esté demasiado borracho. Mientras que la observación arroja que hay un tipo absolutamente sobrio (lo cual no es un mérito) y otro medianamente borracho (lo que por cierto tampoco es una falta).
El INEGI nos informa que el ingreso promedio mensual por hogar es de 11 mil 645 pesos. Y a esa cifra bien se le puede aplicar el viejo y mal chiste anterior. Porque ¿para cuántos hogares mexicanos esa es una cifra inalcanzable, anhelada, utópica; y para cuántos otros resulta mínima, irrisoria, despreciable? Me recuerda aquella vieja caricatura de Quino en la cual espectadores de diferentes niveles sociales ven a Charles Chaplin, en La quimera del oro, comerse las agujetas de sus zapatos, y mientras los más ricos sueltan una estentórea carcajada, a los más pobres se les hace agua la boca.
Pero el INEGI no sólo informa eso. Mi fórmula de presentación es un abuso grosero, porque los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares resultan imprescindibles para medir el pulso de la evolución de nuestra economía ligada a la cuestión social. Y resulta ineludible para repensar la política económica y su impacto.
De 2008 a 2010 el ingreso promedio por familia descendió 12.3 por ciento y si a ello le sumamos la caída entre el 2006 y el 2008 que fue de 1.6, tenemos que en cuatro años la pérdida promedio alcanzó el 13.9. Mala noticia sin duda, pero a la que vale la pena acercarse con más precisión. El INEGI divide los 29 millones de hogares en deciles y mientras el 10 por ciento más pobre recibe como ingreso familiar mensual un promedio de 2 mil 54 pesos, el 10 por ciento más rico alcanza en promedio 39 mil 476. (Valdría la pena aplicarle al decil de los más ricos un tratamiento similar al de todos los hogares, es decir, dividirlo en diez categorías, porque de seguro encontraríamos en él una enorme polarización).
El INEGI informa que la merma en los ingresos no fue pareja y que los más altos fueron los que proporcionalmente más perdieron. Mientras los más pobres, los deciles del I al V, perdieron entre el 7.6 y 6.7 por ciento de su ingreso; los medios, los deciles del VI al VIII, lo redujeron entre 8 y 9.9 por ciento; y los más ricos, deciles IX y X, bajaron 11.5 y 17.8 por ciento, respectivamente. En una palabra, malas noticias para todos. Como en el tradicional juego de la pirinola, aparece la peor cara posible: todos pierden. Aunque es de suponer que en los hogares que tienen ingresos más precarios, cada punto porcentual menos significa un estrechamiento mayor de sus condiciones de vida.
En consonancia, el gasto de los hogares en los últimos dos años medidos decreció en 3.8 por ciento en promedio. Pero mientras los más pobres dedican el 49.9 por ciento de su gasto a la compra de alimentos, bebidas y tabaco, los más ricos sólo destinan a esos rubros el 22.9 por ciento. Y en contraposición, mientras los más pobres sólo dedican a la educación y al ocio el 5.4 por ciento de sus ingresos, los más ricos le destinan el 19.5.
Los datos del INEGI apuntan a dos conclusiones: una general y más que conocida y otra coyuntural. La primera es que seguimos siendo una sociedad cuyo rasgo fundamental es el de una oceánica desi- gualdad, aunque en estos dos últimos años los que más perdieron fueron "los de arriba" (muchas familias viven con menos de 68 pesos de ingreso diario, mientras de otras ni siquiera podemos acercarnos a conocer su ingreso). La segunda es que no sólo persiste la desigualdad, sino que en los últimos años casi todos hemos perdido.
Las explicaciones empezarán a multiplicarse y qué bueno que así sea: la fuerte caída de la economía mexicana de 2009, el impacto de la crisis financiera que, iniciada en Estados Unidos, se expandió a todo el mundo, causando una recesión de alcances planetarios, el incremento en el precio de los alimentos y hasta la secuela de la epidemia de A H1N1, mucho pueden explicar de la triste caía en los ingresos de los hogares mexicanos. Pero las explicaciones, lo sabemos, no consuelan, son apenas el primer escalón para eventualmente empezar a construir una razonable esperanza. Se requiere, por lo menos, una nueva reflexión sobre lo que en materia de política económica se está haciendo en el país.
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