lunes, 2 de agosto de 2010

CONTRA EL RÉGIMEN PRESIDENCIAL

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

Una historia mínima


El cambio democrático en nuestro país fue gradual pero consistente. No hubo un momento fundador pero sí una serie de reformas que le abrieron paso a la convivencia y competencia de la pluralidad política. Simplificando al máximo se podría decir que vivió tres fases: a) de inclusión de aquellas fuerzas a las que se mantenía artificialmente marginadas de la contienda electoral y la vida institucional (1977), b) de construcción de instituciones capaces de garantizar la imparcialidad de las autoridades encargadas del proceso electoral (1989-1990), y c) de edificación de condiciones medianamente equilibradas para la contienda (1996).1 Inserción de los excluidos, imparcialidad de los órganos y procedimientos y equidad en la contienda, más el voto diferenciado de los ciudadanos, construyeron un mundo de la representación donde convive la diversidad.
Pero desde el inicio hasta el final jamás estuvo ausente el importante tema de cómo traducir los votos en escaños o del tipo de fórmulas electorales que resultaban las más adecuadas. Y no podía ser de otra manera. Herederos de una tradición uninominal, fue necesario inyectar mecanismos de representación proporcional (con el antecedente de los diputados de partido —1963—), para que el desfase entre votos y representación no fuera mayúsculo. En los últimos 33 años nuestros legisladores han diseñado y aprobado fórmulas mixtas distintas, recetas varias de reparto de los plurinominales, cláusulas de gobernabilidad, techos a la sobrerrepresentación, renovaciones escalonadas (para el Senado), y el debate no cesa.Llevamos más de una década sin que ningún partido tenga la mayoría absoluta en ambas Cámaras, a pesar de que en el caso de la de Diputados existe ya un “premio” a la primera fuerza de 8 puntos porcentuales de escaños por encima del de votos.2 Tenemos, pues, instalado en el Congreso un pluralismo equilibrado que representa a la diversidad de fuerzas políticas organizadas que coexisten en el país. Es quizá uno de los logros más decantados del proceso de cambio democratizador, pero por supuesto hace más difícil y tortuosa la toma de acuerdos. Dejamos atrás —venturosamente— aquella presidencia de la República cuyas iniciativas y caprichos eran órdenes que se cumplían invariablemente y hoy en el Congreso se requiere diálogo y negociación para sacar adelante cualquier reforma.No obstante, si bien se ha modificado de manera radical nuestro sistema de partidos (de uno hegemónico sin competencia a otro plural, competitivo y equilibrado) y también nuestro sistema electoral (de uninominal a mixto con un mejor reflejo de las fuerzas competidoras), se ha mantenido prácticamente inalterado el diseño constitucional y legal de nuestro sistema de gobierno.La fórmula de gobierno se ha modificado —y de manera profunda— de facto. El hasta hace poco presidente omnipotente hoy se encuentra acotado por los otros poderes constitucionales, para no hablar de los fácticos. Y los poderes Legislativo y Judicial que durante años se mantuvieron —en lo fundamental— subordinados al titular del Ejecutivo, hoy tienen vida, agenda y horizonte propios. Pero las disposiciones normativas prácticamente se mantienen inalteradas.No es casual entonces que desde todos los ámbitos del mundo de la política (y de la academia y del periodismo) se escuchen planteamientos que intentan remodelar el régimen de gobierno. Y si algo llama la atención del último episodio orientado a llevar adelante una reforma política, es que tanto el presidente como los senadores de los grandes partidos presentaron iniciativas que por mucho trascienden el “asunto electoral” (durante décadas hegemónico en la agenda política) para adentrarse en las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo y la remodelación del sistema de gobierno.No obstante, todas las iniciativas parecen fragmentarias, correctoras de algunos aspectos, balbucientes, porque son incapaces de siquiera imaginar el tema fuera de las coordenadas de nuestra tradición presidencial. De tal forma que mientras algunos intentan fortalecer aún más al Congreso frente al presidente (por ejemplo, con la idea de que el gabinete sea ratificado por alguna de las Cámaras, como propusieron los senadores del PRI), el propio presidente quisiera tener la facultad de que algunas de sus iniciativas fueran dictaminadas sin dilaciones por parte del Legislativo. En sí mismas esas propuestas pueden y deben ser discutidas y aprobadas o rechazadas por sus méritos, pero dentro de las coordenadas fundamentales que hoy fija la Constitución.El malestar con el pluralismoLo preocupante, sin embargo, es que en no pocas iniciativas parece detectarse una añoranza por el pasado, una pretensión de volver a los tiempos en los que el presidente era acompañado por una mayoría absoluta (e incluso calificada) de legisladores que le permitía hacer su voluntad sin estorbosos obstáculos, sin la necesidad de negociar con otros. O si no se quiere subrayar tanto las tintas, un afán por pavimentarle el terreno al presidente para no verse obstaculizado por una diversidad de grupos parlamentarios que complican su gestión.Del lado del presidente Calderón dos iniciativas se sitúan en esa tesitura. Las propuestas de elevar del 2 al 4 por ciento los votos necesarios para refrendar el registro de un partido y la de hacer coincidir la segunda vuelta de la elección presidencial con la primera y última de la elección de los legisladores. La primera intenta hacer menor la diversidad de partidos y grupos parlamentarios en el escenario y la segunda busca que la fuerza de los dos candidatos presidenciales finalistas acabe atrayendo votos para sus respectivos partidos y coaliciones, para sus diputados y senadores.
Con la primera eventualmente se reduciría el número de partidos con registro y con la segunda muy probablemente el perdedor neto sería el tercer partido. Ambas tienen lógica y se asientan en un malestar fácilmente identificable en la sociedad, pero preocupa que el logro más importante de la democratización mexicana pueda empezar a echarse por la borda.De manera más burda y descarnada el gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, propuso reintroducir en la ley una mal llamada cláusula de gobernabilidad para que aquel partido que obtenga el mayor número de votos (a partir del 35 por ciento) tenga por lo menos el 50 por ciento más uno de los diputados. Es decir, que por mandato de ley la mayoría relativa de sufragios se convierta en mayoría absoluta de escaños. Se trata de lograr que el ganador no tenga que enfrentar a las voces disidentes cuando se requiera aprobar una ley, diseñar el presupuesto o aprobar la cuenta pública. Con una propuesta como ésa la negociación, el diálogo, los acuerdos —tan tortuosos y con tan mala fama pública— serían innecesarios.3El mismo gobernador avanzó otra iniciativa: la eliminación del límite de 8 puntos porcentuales a la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados. Se trataría de independizar las dos “pistas” electorales (uninominales y plurinominales) y aplicar todo el porcentaje de votos obtenidos a las listas de diputados. De esa forma la vocación por atemperar la sobre y la subrepresentación que de manera natural arroja la vía uninominal, se estaría cancelando.Por su parte, los senadores del PRI han propuesto reducir la Cámara de Diputados dejando intactos los 300 uninominales, pero pasando de 200 a 100 los de representación proporcional, con lo cual el efecto corrector de las desviaciones entre votos y asientos se vería afectado.En todas esas propuestas palpita el ensueño por facilitar la construcción de una mayoría parlamentaria absoluta aunque la misma no hubiese logrado esa cantidad de votos. Es cierto que los sistemas uninominales —máxime cuando son bipartidistas o casi— arrojan ese resultado; pero entre nosotros —repito— el hecho político de que nuestra diversidad se encuentre representada en el Legislativo de manera más o menos equilibrada es quizá la conquista más relevante de nuestro proceso democratizador. Tenemos tres grandes referentes partidistas y ningún conjuro tendrá el poder de evaporarlos.Cambio de paradigma: ParlamentarismoAcicateado por esas nuevas realidades y las respuestas preocupantes que rondan entre nosotros, el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (fundado en 1989) ha propuesto pensar y analizar las posibilidades de un cambio en el régimen de gobierno, pasando del presidencialismo al parlamentarismo. Se trata de asumir que, en buena hora, el pluralismo equilibrado parece que llegó para quedarse. Que México no requiere de exorcistas sino de políticos que asuman las nuevas realidades. Y en efecto, el régimen presidencial con multipartidismo, sin mayoría, hace difícil la gobernabilidad en el sentido más estrecho del término: la capacidad de un gobierno para hacer avanzar sus propuestas en el circuito de las instituciones representativas. Pero no será reconstruyendo una presidencia sin contrapesos como edificaremos una política venturosa.Hay que señalar, además, que el malestar con el pluralismo equilibrado parece tener otras fuentes: la sobreoferta de expectativas que desató el cambio democratizador, la incomprensión de que el régimen democrático es más tortuoso en su funcionamiento que los regímenes autoritarios —en los que una voz ordena y manda, diseña y subordina—, pero sobre todo el estancamiento económico que alimenta el desempleo, la desigualdad, el trabajo informal, las migraciones masivas hacia Estados Unidos, la falta de trabajo y educación para millones de jóvenes, y que por desgracia acompañan y erosionan al proceso democratizador.Pero volvamos al hilo de la propuesta: el régimen parlamentario tiene una ventaja en relación al presidencial. En el primero es necesario contar con una mayoría de la cual emerge el gobierno, mientras que en el segundo tanto el Congreso como el presidente surgen de procesos electorales que aunque simultáneos son independientes, de tal suerte que no resultan extraños gobiernos de minoría, es decir, gobiernos que no cuentan con un respaldo sistemático en el Congreso.En el parlamentarismo, lo hemos visto de manera reiterada en otros países, si una fuerza política logra —gracias a sus votos o por la fórmula electoral— la mayoría absoluta en el Congreso, puede gobernar en solitario. Pero si ninguno de los partidos logra esa mayoría se hacen necesarios los acuerdos para construir una mayoría —bi o tripartidista— que apoye la gestión gubernamental, lo cual normalmente incluye plataformas de gobierno, políticas legislativas y conformación del propio gabinete de gobierno. Mientras, en nuestro caso, un Ejecutivo sin apoyo sistemático por parte del Congreso nos ha conducido, en el mejor de los casos, a acuerdos coyunturales, específicos, puntuales. Cada asunto, cada iniciativa de ley, reclaman la construcción de una mayoría sin la cual se vuelven imposibles y las negociaciones para alcanzarla son irremediables. Pero a lo largo de los últimos 13 años, a pesar de algunos planteamientos al respecto, jamás se ha logrado construir una coalición duradera, estable, asumida como tal, que ofrezca futuro a la sociedad mexicana.Una coalición, como dice el documento del IETD, producto del “acercamiento serio, sistemático y programático entre el partido en el gobierno y alguno de los grandes partidos opositores… [Capaz de] redefinir de manera conjunta las prioridades y el programa mismo de gobierno [y de] asegurar los votos de los diputados y senadores del o los partidos aliados, comprometiendo al mismo tiempo determinadas carteras del gobierno federal”.4 Es decir, una auténtica coalición de gobierno. Cierto que en un régimen presidencial esa posibilidad se encuentra abierta y depende de la voluntad y las buenas artes de los políticos, pero siempre será potestativa: podrá o no suceder. Mientras que el régimen parlamentario obliga a ello. Es decir, en el parlamentarismo es necesario primero construir una mayoría parlamentaria para luego edificar el gobierno.El documento comentado lo expresa de la siguiente manera: “1) Las mayorías son previas al gobierno; ellas son las que producen naturalmente al gobierno y no hay que construirlas mediante trucos institucionales. 2) Fuerza la negociación y la naturaliza, la hace parte del paisaje, la normaliza en el Congreso y en el gobierno. 3) No necesita desplazar o cancelar el pluralismo real; por el contrario, lo admite y lo incorpora en su propio funcionamiento. 4) Evita la permanencia de gobiernos zombis, es decir, los gobiernos que ya no tienen mayoría, que no tienen la pericia o la capacidad para seguir ocupando la dirección estatal y, por ello, son naturalmente desplazados. 5) Despresuriza y normaliza el momento electoral, pues lo importante es la votación por partido (no por la persona) y es la negociación congresual (si no hay mayoría) la que resuelve el dilema de quién ocupara la primera cartera. 6) Separa claramente la representación del Estado de la jefatura de gobierno”.Es, además, probable que bajo un régimen parlamentario los gobiernos de coalición —si la mayoría del respaldo ciudadano no recae en un solo partido— puedan enfrentar de mejor manera muchos de los retos que los poderes fácticos le han colocado al Estado mexicano. Porque hoy no es infrecuente observar cómo las oposiciones y el propio gobierno especulan con los posibles alineamientos y temen que unos y otros se beneficien de sus tratos con distintos grupos de poder.Por supuesto ningún régimen de gobierno por sí mismo puede resolver las capacidades, artes y destrezas de los operadores políticos, por supuesto ningún régimen puede ser contemplado como una especie de varita mágica o sombrero de mago. Los peores diseños institucionales eventualmente pueden ser trascendidos por las habilidades y oficio de los políticos. Y el mejor diseño institucional se azolva por las impericias de sus funcionarios. Pero no cabe duda de que el espacio institucional facilita o dificulta la gestión de gobierno. Y ha llegado el momento de asumir los nuevos retos que la política mexicana nos plantea y por lo menos no negarnos el lujo intelectual de pensar su formato constitucional en base a nuevas coordenadas.No será conjurando o reduciendo la pluralidad en los órganos representativos como México logrará una gobernabilidad democrática, sino ofreciendo un cauce para que la misma se exprese y conviva y sea capaz de construir una mayoría estable que respalde la gestión gubernamental.




1 Entre paréntesis aparecen los años de las reformas que pusieron en el centro los temas enunciados, aunque a lo largo del tiempo nunca se discutieron en forma exclusiva.


2 Es claramente un “premio” para quienes aspiramos a que los votos se traduzcan en escaños de la manera más exacta posible.


3 Por cierto, la cláusula de gobernabilidad subsiste en la integración de la Asamblea Legislativa del D.F., y por supuesto es menester erradicarla.


4 Equidad social y parlamentarismo… op. cit., p. 47.

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