Las inaceptables declaraciones del cardenal Sandoval Íñiguez ante la resolución de la SCJN que declaró constitucionales los matrimonios entre personas de un mismo sexo y el consecuente derecho de adopción, así como las afirmaciones de Hugo Valdemar, vocero de la Aquidiócesis de México, en el sentido de que el PRD es el principal enemigo de la Iglesia católica, de una “sociedad con valores” y que “ha hecho más daño que el narco”, han vuelto a poner sobre la mesa el viejo debate sobre los límites a la libertad de expresión y el papel del clero en la vida política. Ante todo debemos recordar que en las democracias constitucionales no hay libertades absolutas. Por definición, la convivencia pacífica que subyace a las democracias implica que, en el ejercicio de su libertad, una persona encuentra un límite natural a la misma en las libertades y derechos de los demás individuos; ello constituye la premisa primera de una coexistencia democrática. La falta de límites al ejercicio de las libertades caracteriza al estado de naturaleza, mismo que se define por la falta de reglas mínimas de convivencia entre individuos y, por ende, en la confrontación real o potencial que el abuso del derecho de algún individuo supone frente a quien se ve lesionado o agredido por ese abuso. Lo anterior implica que para que la paz social sin la cual, se insiste, una democracia es impensable, todas las libertades tienen límites intrínsecos que suponen una frontera de licitud en su ejercicio. Se trata de límites que suponen el ejercicio responsable de las libertades. La libertad de expresión, cuya protección y garantía es condición sine qua non en todo régimen democrático que se precie de ser considerado tal, no es la excepción. El mismo artículo sexto constitucional en donde se reconoce y protege el derecho a la libre expresión de las ideas establece en el “ataque a la moral”, “los derechos de tercero”, “el provocar algún delito” y en la “perturbación del orden público”, límites naturales, consustanciales a ese derecho. Se trata de fronteras de ejercicio que acompañan a la libertad de expresión en toda circunstancia. En ese sentido, uno no puede ir por la vida acusando a otros de la comisión de algún delito, por ejemplo, sin presentar pruebas o sin interponer la denuncia correspondiente. Sandoval Íñiguez no puede pretender, aunque su moral y sus convicciones personales —y por ende privadas— se vean afectadas por la reciente decisión de la SCJN, acusar de corrupción a varios servidores públicos sin que a ello recaigan consecuencias jurídicas. Y no puede, simplemente, porque eso implica la afectación de derechos de terceros. Ni más ni menos. Pero además, el ejercicio de las libertades, en general, y de la libertad de expresión, en particular, tiene otros tipos de limitaciones legítimas en su ejercicio. Se trata de límites extrínsecos que dependen del contexto en el cual dichas libertades son ejercidas. Ello ocurre, por ejemplo, en el ámbito político-electoral, en donde la libertad de expresión se ve sometida a una serie de restricciones adicionales a las que les son propias, y que resultan del respeto a las reglas y de los principios fundamentales del régimen democrático. La misma SCJN así lo ha reconocido en su jurisprudencia (tesis 2/2004), al sostener que el ejercicio de los derechos fundamentales debe correlacionarse con los postulados que regulan la vida democrática, de donde se desprende la licitud de ciertas restricciones adicionales a las intrínsecas al derecho, siempre y cuando no lleguen a desnaturalizarlo. Eso justifica que la prohibición que el artículo 130 establece en el sentido de que los ministros de culto no pueden ser votados, ni asociarse políticamente, ni realizar proselitismo en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Esa restricción adicional, que se traduce en el caso específico de la libertad de expresión en la imposibilidad de hablar a favor o en contra de algún partido político, precisamente lo que irresponsablemente hizo Hugo Valdemar, se desprende de la posición de privilegio y la capacidad de influencia que el ministerio les proporciona a los sacerdotes sobre sus fieles. Lo que la Constitución procura es evitar la injerencia de los pastores de almas, los poseedores de la verdad religiosa frente a sus fieles, en materia política. Si eso no les gusta, la solución es muy sencilla: abandonen el hábito y ejerzan a plenitud sus derechos políticos.
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