A ninguna medida que busque la solución de un problema tan lacerante como la crisis de la inseguridad pública, y particularmente el del narco, debemos cancelarle de entrada su discusión y evaluación. Mas, si lo que se busca, es contar con un consenso de carácter popular que involucre la participación ciudadana para desmantelar las redes de complicidad social en que el narco extiende sus redes. Pero las propuestas tienen que ser genuinas, para que la reflexión colectiva convenza. El debate que se insinuó por parte del Presidente sobre una eventual legalización de drogas en México, debiera ser planteado con toda formalidad y seriedad, para que la discusión tenga un campo delimitado, un método adecuado, un tiempo propicio. Asomarlo por la ventana, y cerrarle el paso por la puerta principal de Los Pinos, como lo hizo el Presidente cuando de inmediato marcó su postura, no contribuye al análisis y conclusiones que sobre este complejo tema han hecho otras naciones, por cierto algunas de ida y vuelta en el tema de la legalización, y firmes las menos, como Holanda, esencialmente porque tomó el camino de la despenalización. Dejar que las distintas posiciones se organicen, es de entrada no querer segmentar los temas de un debate que de esta forma, puede ser tan amplio como ineficaz, tan diverso como las motivaciones o las creencias que existen entre quienes impulsan o se oponen a la despenalización, o como antídoto contra la estructura financiera del narco, o porque sostienen que la drogas blandas no hacen daño —mariguana, hachis—, o porque conscientes del desafío que impone una medida así a la política fiscal, educativa y de salud del Estado, saben que ello es imposible con una clase política como la que gobierna México. Lanzar un debate sin reglas, y creo que sin condiciones, es lanzar una cortina de humo en un momento en que la población está, literalmente, en medio del fuego cruzado de las mafias. Hoy, más que nunca, necesitamos estar abiertos al tiempo, al cambio y a la rectificación, sobre todo en términos de la estrategia que ha seguido el gobierno para enfrentar al narco, librada con altos niveles de violencia criminal, lo que mantiene a ciudades completas en la zozobra y la angustia social. Así vivimos los chihuahuenses que residimos en la capital o en Juárez, porque además de la delincuencia aledaña que nos trajo el enfrentamiento entre bandas criminales —sobre todo extorsión y secuestro como fuentes alternas de financiamiento de los cárteles—, la batalla entró en una fase de actos terroristas que irresponsablemente se quieren desvirtuar como tales, para evitar un registro internacional de esos grupos que desencadenaría un trato distinto a nuestro país por parte de los organismos multinacionales. Porque al coche bomba de Juárez, le siguió el fin de semana dos hechos que nos tienen temblando: por un lado la rebelión y conato de enfrentamiento de buena parte de la tropa de la Policía Federal en la frontera con sus mandos operativos, a quienes acusan de ligas con los narcos y ser los operadores directos de las extorsiones que sufren muchos juarenses y, por otro lado, una persecución entre sicarios por en medio de la ciudad de Chihuahua que culminó cuando de una camioneta a la otra, se lanzaron granadas de fragmentación que hicieron explotar el vehículo, que ardió en llamas con dos personas dentro. Si bien es cierto que la mayor cifra de muertes de esa violencia se concentra entre las mismas mafias de la delincuencia organizada, no es menos cierto que empieza a aumentar el número de policías caídos e inocentes abatidos, y ese fue también el hecho más relevante de este fin de semana en Chihuahua. Más allá de que las autoridades “cuadren” la cifra de 24 mil o 28 mil muertes relacionadas con el combate al narco, el dato que puede resultar más estremecedor es el de los heridos, los que han sido lesionados, mutilados, quemados, torturados, secuestrados y extorsionados. ¿Cuántos son? ¿Quién lleva la cuenta? Los dos hechos muestran el largo camino por recorrer, fundamentalmente en el terreno del combate a la corrupción política. Antes que el debate de la despenalización del consumo de la mariguana, o la legalización de su producción, distribución y venta, primero debe acreditarse una auténtica persecución a funcionarios y políticos corruptos, no sólo en lo que se refiere a la protección y complicidad de varios sectores del Estado —tanto en sus distintos niveles de gobierno, como en sus poderes constitucionales—, en relación a la operación y funcionamiento de los cárteles. El combate a la corrupción como política de Estado, como actitud permanente de sanción sin distinción alguna a los deshonestos. Como el ejemplo necesario y evidente que necesita el policía de punto y el comandante de zona, de que la corrupción se castiga en serio y parejo. Es el paso indispensable para enarbolar la legalidad como regla, y eso puede dar paso a la tolerancia de consumo, de ciertas drogas, bajo ciertas condiciones.
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