Sin duda, uno de los hombres que me ha dejado una enseñanza fundamental en mi vida, es don Horacio Flores de la Peña. Si bien supe de su actuación como director de la Escuela Nacional de Economía de la UNAM durante los muy críticos momentos del 68, en que varios universitarios tuvieron un señalado papel al derredor del gran Rector Javier Barros Sierra, no conocí al Maestro hasta algunos años después. Me encontraba en la Misión Permanente de México en Nueva York a las órdenes de Don Alfonso García Robles, cuando éste fue invitado por Luis Echeverría a ocupar la titularidad de la Cancillería. Lo hizo por un año y fue uno de los más brillantes secretarios del Ramo. La esperanza era que nos invitara a regresar a Tlatelolco pero me dijo solamente que esperáramos un año. Su sucesor en Nueva York era un buen gourmand y se dio mi traslado. Primero, iría a la FAO como adjunto de la hija de Diego Rivera, le pedí a un gran amigo, José Juan de Olloqui que me enviara a otro destino, la opción era Washington o París. Viajé a París, afortunadamente, donde en agosto de 1977 acababa de llegar el ex ministro del Patrimonio Nacional. Se decía -y él me dio otra versión- que había perdido el puesto por unas declaraciones impropias al volver de Cuba. Había sido el jefe de José López Portillo y me comentó alguna vez que el Presidente le había dicho que su amigo "no estaría por largo rato en esa Secretaría". Luego, él lo envió a Francia. El maestro había participado en numerosos eventos internacionales, donde destacó por su enorme talento y su muy sólida preparación, me comentó alguna vez que había conocido al Che y que con Porfirio Muñoz Ledo habían sugerido a Echeverría lo que sería la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados que luego aprobó la Asamblea General de la ONU en 1974.Su gestión en París coincidió con una época de bonanza y de espléndida relación entre los países, incrementamos notablemente nuestra exportación de petróleo y tuvimos por tanto un trato de emires por el Elíseo. Los contactos con el Quai de Orsay eran incesantes y fructuosos y las visitas a la embajada de los políticos franceses eran muy frecuentes. Allí conocí a Mitterrand, Chirac, Marchais, Giraud, Barre, etcétera-. Era sabido que a don Horacio, con frecuencia, lo llamaba el Ministro de Economía para oir su opinión. Asímismo, con el apoyo de Luciano Joublanc, incrementó las relaciones culturales y en sus cuatro años de gestión se logró la visita del presidente López Portillo, quien pronunció magníficos discursos en el Eliseo y el Instituto de Francia y de Giscard D´Estaing a México. En los salones de la embajada vimos juntos a Carlos Fuentes -predecesor de don Horacio-, Gabriel García Márquez -amigo muy próximo de Flores de la Peña- y Alejo Carpentier. Alguna vez estuvo Miguel Alemán y después del brindis charlamos los tres por más de dos horas sobre el tema del petróleo. Don Horacio hacía una espléndida mancuerna con otro hombre sobresaliente que como él, tiene firmes ideas antiliberales, y ha destacado en la academia, la diplomacia y la política, amigo entrañable, Víctor Flores Olea.Supo rodearse don Horacio de algunos jóvenes brillantes y todos ellos llegaron a ser embajadores, como ya el aludido Luciano, Daniel Dulzin, y Álvaro Uribe de magnífica pluma pero ya no en la diplomacia. Para las cuestiones sociales recurría el maestro a una extraordinaria mujer, de fina sensibilidad y trato a la que le guardo un enorme cariño, Jaqueline González Quintanilla, que al ser trasladada a Milán me permitió ascender a Jefe de Cancillería y Ministro de la Embajada. Dentro de un rostro adusto que parecía hosco, estaba una personalidad muy compleja, impresionaba su talento, su sabiduría, especialmente en las ciencias económicas, pero también en la "res política", penetrante, eliminaba la hojarasca y los convencionalismos, entregado a la lectura, al conocimiento del país y a la relación con los hombres más notables de la Francia de los 80. A él le tocó llevar al panteón una rosa al triunfo del Partido Socialista Francés. Hombre extremadamente exigente consigo mismo, lo mismo exigía a sus colaboradores. Pese a ideologías dispares, tenía una gran amistad con Jorge Castañeda, quizá porque sus esposas eran checoslovacas ambas. Con Echeverria hubo un severa fractura, serví de puente en esos años.Guardo en los tesoros de mi memoria, múltiples enseñanzas en cuatro años, que muchas veces comenzaban a las ocho de la noche en que cerraba su despacho y me decía: "Hermilo, vamos a tomarnos un coñaquito en la esquina". No era uno, el venero de su sabiduría daba para varios más, cada vez.Descanse en paz este hombre de izquierda excepcional, incomprendido por tantos mediocres que pululan en la vida mexicana y en la Cancillería misma.
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