La vida, tanto la social como la de los individuos, está sujeta a una dinámica que la justifica y que le da sentido y movimiento. Ese movimiento está inspirado con dos fuerzas que luchan por el control de la personalidad y la identidad: una es el ímpetu de cambio y la otra la resistencia a las modificaciones. Todos vivimos en un ir y venir entre ambos aspectos y todos sufrimos crisis, algunas mayores que otras, cuando debemos decidir entre alguna de dichas tendencias. La primera, el cambio, está animada tanto por el mito del progreso, aquella idea inscrita en nuestra cultura, por la cual pensamos que todo cambio necesariamente conduce a una mejoría, como por el mito de la modernidad -ya Baudelaire, hace más de cien años, dijo que "era indispensable ser moderno"-, idea por la cual creemos que existe un estado de cosas que necesariamente supera al presente y que se encuentra en un futuro indeterminado. La otra fuerza nos invita a permanecer como estamos, a ella abonan tanto el miedo a lo desconocido como la defensa de los espacios de confort que no siempre ayudan a identificar lo que puede ser mejorado. Transformarse es, sin embargo, una de las funciones vitales más importantes, la inteligencia y la facultad de adaptación están relacionadas con buenas elecciones en materia de cambios. Son muchas las transformaciones que se han gestado y madurado en nuestro país en los últimos años, algunas subterráneas y lentas y otras más eruptivas y espectaculares. Muchas de ellas han implicado transformaciones en el marco jurídico, incluido el constitucional. En el fondo, sobre todo después de que, por primera vez en la historia de México, un candidato de la oposición llegó a la Presidencia de la República, se mantuvo el cuestionamiento de si era necesaria o no una nueva Constitución. Hoy, a diez años de iniciado el siglo, de aquel hecho que nos hizo reflexionar sobre nuestra identidad, tenemos elementos suficientes para considerar que nuestra Carta fundamental requiere cambios profundos en algunos aspectos: profundización del federalismo, equidad hacendaria entre los miembros de la Federación, identidad de pueblos indígenas, impartición de justicia, equilibrio de poderes, seguridad pública, redefiniciones de política exterior, colaboración en materia educativa, política demográfica, entre otros. Sin embargo, también nos ha quedado claro que no es necesaria una nueva Constitución, más aún, que resultaría no sólo vano, sino también riesgoso, apostar los acuerdos históricos que los mexicanos hemos logrado con esfuerzo y no pocas luchas, temas que, a lo largo de los siglos: como el federalismo, la laicidad del Estado, la separación de las iglesias y el Estado, la representatividad del gobierno, el régimen de libertades individuales y de derechos sociales, constituyen el alma de la Carta fundamental y la identidad de nuestro Estado. Nuestro sistema constitucional ha demostrado una efectividad que logró superar la prueba de las transformaciones coyunturales de nuestro presente pero, sobre todo, ha demostrado ser un fiel retrato de nuestra identidad política y cultural y que, por lo tanto, merece ser defendida.
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