“Yo soy tu padre, no tu abuelo, pero me saliste Down”, le dijo el diputado del PT y ex vocero del PRD, Gerardo Fernández Noroña, a un crítico que lo molestaba en Twitter. El talante discriminatorio que encierra la frase debería indignar a los que apostamos por una democracia constitucional.
Este legislador no habría sido del agrado del pintor, recientemente fallecido, Salvador del Conde. Este último, siguiendo la prudente aversión a la violencia que cultivó desde la infancia, con toda probabilidad, habría desconfiado del representante popular. Intuitivo como era, de haberlo encontrado, habría tomado sus distancias. Los modos y los tonos de Noroña eran la antítesis de la cortesía natural y de la amabilidad cultivada de quien fuera también artesano. Si nunca manifestó sus reservas ante la personalidad del político fue porque la política nunca fue objeto de sus intereses. Aunque también es cierto que votaba puntualmente por el PRI y que sólo abandonó su militancia cuando el foxismo arrastró sus emociones con la intensidad de un melodrama; pero ello, estoy seguro, se debió al culto que, religiosamente, cultivaba por la ficción televisada. Pensaba —supongo— que, por ser ficción, la telenovela y la farándula eran dos diversiones inofensivas. En eso se equivocaba.
Y tal vez intuía su error porque, si bien amaba las telenovelas, nunca profesó interés por el box, la lucha libre, el cine de guerra o la sátira burlona. Del Conde era un pacifista natural y desconfiaba, con razón y por experiencia, de los contextos dominados por el bravucón que amedrenta amenazando. Por eso —valga la puntilla—, es lícito suponer la alergia anímica que le habría provocado el legislador del PT. Lo que Del Conde disfrutaba era la convivencia sin distingos, la charla sin prejuicios y los afectos sin condiciones. No era demócrata —sería imputar demasiada complejidad a su elemental idiosincrasia—, pero sí igualitario: se hermanó en compadrazgos improbables con toda clase de personas y nunca estigmatizó a un individuo por su apariencia o capacidades. Hubiera sido un sinsentido en su condición, situación y entorno. Cuando desconfiaba de alguien era porque le transmitía lo que —ahora sabemos— le habría transmitido Fernández Noroña. No ha de ser fácil soportar desde la ingenuidad del débil al fanfarrón abusivo.
No sé a quién iría dirigido el mensaje de intenciones insultantes que, en once palabras, resume la pobreza moral e intelectual que aqueja a buena parte de la política mexicana y que, nuestro representante popular, puso a circular en las redes sociales: “Yo soy tu padre, no tu abuelo, pero me saliste Down”. Insisto, sólo sé que el machismo, la misoginia y el talante discriminatorio que encierra, debería indignar, sentidamente, a los que apostamos por una democracia constitucional que, hasta hace poco, parecía despuntar en el horizonte y que, día a día, se nos va evaporando entre las manos. Asumo que la valoración puede parecer sobresaltada —Fernández Noroña, después de todo, podría aducirse, sólo es la expresión de una pequeña parte de la política nacional— y, por lo mismo, este artículo podría resultar exagerado. Yo no lo creo. Mi argumento tiene cemento conceptual: el modelo político al que supuestamente aspiramos —el constitucionalismo democrático— se inspira y se orienta en la defensa de los derechos fundamentales de todas las personas; en particular de los más débiles. Y, Fernández Noroña, es un legislador, no es sólo un ignorante.
Es por ello por lo que el exabrupto del diputado no puede tolerarse. Su provocación es la síntesis de la prepotencia y el atropello que caracterizan —desde la izquierda radical, hasta la derecha extrema— a muchos políticos y que merece nuestra distancia y rechazo. De hecho, el Conapred tiene una oportunidad inmejorable para censurar lo censurable. Esperemos que lo haga. Lo que está en juego es una afirmación simbólica de los principios en los que decimos querer fundar a la República: la no violencia, la igualdad, el respeto a la diferencia, la tolerancia. Del Conde, a pesar de su infinita paciencia, solía alzar la voz —“¡No!, ¡ya!”, aducía con un ligero manotazo y evidente hartazgo— cuando lidiaba con algún listillo que pretendía sacar ventaja o burlarse de su trisomía 21. Tengo la impresión que intuía que la tolerancia, para ser tal, debe tener límites. Hoy, con Fernández Noroña, tenemos una buena oportunidad para recordarlo. Y no porque sea lo más importante sino, simplemente, porque es importante.
Este legislador no habría sido del agrado del pintor, recientemente fallecido, Salvador del Conde. Este último, siguiendo la prudente aversión a la violencia que cultivó desde la infancia, con toda probabilidad, habría desconfiado del representante popular. Intuitivo como era, de haberlo encontrado, habría tomado sus distancias. Los modos y los tonos de Noroña eran la antítesis de la cortesía natural y de la amabilidad cultivada de quien fuera también artesano. Si nunca manifestó sus reservas ante la personalidad del político fue porque la política nunca fue objeto de sus intereses. Aunque también es cierto que votaba puntualmente por el PRI y que sólo abandonó su militancia cuando el foxismo arrastró sus emociones con la intensidad de un melodrama; pero ello, estoy seguro, se debió al culto que, religiosamente, cultivaba por la ficción televisada. Pensaba —supongo— que, por ser ficción, la telenovela y la farándula eran dos diversiones inofensivas. En eso se equivocaba.
Y tal vez intuía su error porque, si bien amaba las telenovelas, nunca profesó interés por el box, la lucha libre, el cine de guerra o la sátira burlona. Del Conde era un pacifista natural y desconfiaba, con razón y por experiencia, de los contextos dominados por el bravucón que amedrenta amenazando. Por eso —valga la puntilla—, es lícito suponer la alergia anímica que le habría provocado el legislador del PT. Lo que Del Conde disfrutaba era la convivencia sin distingos, la charla sin prejuicios y los afectos sin condiciones. No era demócrata —sería imputar demasiada complejidad a su elemental idiosincrasia—, pero sí igualitario: se hermanó en compadrazgos improbables con toda clase de personas y nunca estigmatizó a un individuo por su apariencia o capacidades. Hubiera sido un sinsentido en su condición, situación y entorno. Cuando desconfiaba de alguien era porque le transmitía lo que —ahora sabemos— le habría transmitido Fernández Noroña. No ha de ser fácil soportar desde la ingenuidad del débil al fanfarrón abusivo.
No sé a quién iría dirigido el mensaje de intenciones insultantes que, en once palabras, resume la pobreza moral e intelectual que aqueja a buena parte de la política mexicana y que, nuestro representante popular, puso a circular en las redes sociales: “Yo soy tu padre, no tu abuelo, pero me saliste Down”. Insisto, sólo sé que el machismo, la misoginia y el talante discriminatorio que encierra, debería indignar, sentidamente, a los que apostamos por una democracia constitucional que, hasta hace poco, parecía despuntar en el horizonte y que, día a día, se nos va evaporando entre las manos. Asumo que la valoración puede parecer sobresaltada —Fernández Noroña, después de todo, podría aducirse, sólo es la expresión de una pequeña parte de la política nacional— y, por lo mismo, este artículo podría resultar exagerado. Yo no lo creo. Mi argumento tiene cemento conceptual: el modelo político al que supuestamente aspiramos —el constitucionalismo democrático— se inspira y se orienta en la defensa de los derechos fundamentales de todas las personas; en particular de los más débiles. Y, Fernández Noroña, es un legislador, no es sólo un ignorante.
Es por ello por lo que el exabrupto del diputado no puede tolerarse. Su provocación es la síntesis de la prepotencia y el atropello que caracterizan —desde la izquierda radical, hasta la derecha extrema— a muchos políticos y que merece nuestra distancia y rechazo. De hecho, el Conapred tiene una oportunidad inmejorable para censurar lo censurable. Esperemos que lo haga. Lo que está en juego es una afirmación simbólica de los principios en los que decimos querer fundar a la República: la no violencia, la igualdad, el respeto a la diferencia, la tolerancia. Del Conde, a pesar de su infinita paciencia, solía alzar la voz —“¡No!, ¡ya!”, aducía con un ligero manotazo y evidente hartazgo— cuando lidiaba con algún listillo que pretendía sacar ventaja o burlarse de su trisomía 21. Tengo la impresión que intuía que la tolerancia, para ser tal, debe tener límites. Hoy, con Fernández Noroña, tenemos una buena oportunidad para recordarlo. Y no porque sea lo más importante sino, simplemente, porque es importante.
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