Luego de diez años, parece ya tiempo para comenzar un primer análisis del siglo que vivimos. Nuestra experiencia en estos años nos ofrece ya la lectura de un tiempo surcado de contradicciones, enfrentamientos y desencuentros no siempre satisfechos. Son muchas las lecturas que se pueden ofrecer al respecto. La primera de ellas, acaso una de las más objetivas y, también, de las más urgentes, es la jurídica, aquella que nos permita ensayar una agenda de cambios y de adaptaciones por los cuales podamos intentar dar rumbo y destino a este nuestro tiempo confuso. Sin lugar a dudas, a partir del final del siglo XX, la democracia representativa se constituyó como el principal modelo político y ético para la vida social; sin embargo, es el camino a ese ideal democrático lo que ha traído consigo diversas problemáticas, desde la confusión política y el retraimiento económico hasta la violencia abierta. México, por ejemplo, vive una nueva etapa en su consolidación democrática. No puede decirse que se hubiera derrumbado una dictadura siquiera similar a las vividas en otros países. No puede decirse que existiera una especie de revolución ni de terciopelo ni de material alguno, más bien, el modelo de concentración del poder en el partido hegemónico se vino abajo para dar lugar a una más abierta competencia por el poder a través de los partidos. Sin embargo, aquella promesa de democratización no parece haber cubierto las expectativas de los ciudadanos. Los partidos, cada vez más lejanos de la gente, se encuentran perdidos en el juego del poder y parecen no estar satisfaciendo las necesidades y los deseos de sus electores. Aspectos como la representación proporcional acentúan este fenómeno. Una agenda jurídica para este siglo debe incluir la maduración de la democracia como un espacio ciudadano. Es decir, un espacio de participación en el que los ciudadanos cuenten, desde luego, con instituciones electorales imparciales, equitativas y transparentes, cuyos votos sean rigurosamente contados pero, también, que se constituya como un ámbito de participación en la formación de la voluntad política, que muestren influencia real en la toma de decisiones y, a partir de este principio, puedan llamar a cuentas a sus representantes y considerar la continuidad de políticas y de funcionarios. Dicho de otro modo: un espacio ciudadano democrático parte de la diferencia básica entre la administración pública, las políticas de Estado y el oficio de la coyuntura política. Los ciudadanos deben disponer de medios suficientes, electorales y supraelectorales, para hacer valer su influencia sin necesidad de pasar por el filtro de los partidos. Visto así, la política partidista resulta fundamental en la competencia democrática por el ejercicio del poder, mas no es el único medio de lograr consensos y tomar decisiones. En particular, México parece haber madurado ampliamente en sus organizaciones ciudadanas y en la conciencia de los ciudadanos acerca de su poder y sus derechos. Falta todavía mejorar esa cobertura de derechos, la calidad de sus mecanismos de defensa y, sobre todo, de las garantías de que todos seremos escuchados y todos tendremos lugar en la formación de la voluntad pública.
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