Sorprendió a muchos que, en esta fase profética de su lucha, Fidel Castro se haya referido precisamente al estado que guarda la descomposición de la vida pública mexicana. Irritó que lo haya hecho al amparo de citas del libro de López Obrador y que haya concluido: “Hoy me honro en compartir sus puntos de vista y no albergo la menor duda que mucho más pronto de lo que él imagina todo cambiará en México”. Desconcertó el giro de sus declaraciones, ya que no media ostensiblemente ningún enfriamiento de las relaciones entre los dos gobiernos y se le prestaron intenciones intervencionistas en la política interior del país. La Cancillería olvidó que el comandante ya no ejerce ninguna función pública y ni siquiera se expresó en un medio oficial como el Granma, sino a través de una página electrónica, como cualquier ciudadano. No cabía una nota formal de respuesta, como tampoco a una declaración de Nelson Mandela o de Bill Clinton —aunque su mujer sea secretaria de Estado. Las reacciones a sucesos semejantes se producen a través de voceros oficiosos o de terceros interesados. Podían haber respondido un dirigente partidario o un intelectual orgánico. Incluso Carlos Salinas o Ernesto Zedillo, que fueron aludidos. La irreflexión de Los Pinos y la obsecuencia de la secretaría parieron un engendro de principiantes diplomáticos. Se olvidó que Castro es un “ideólogo con dientes”, y que su arsenal informativo suele ser irrefutable, como lo mostró en su revire a los excesos de Fox. “Te callas o me enojo” es una pálida réplica del “comes y te vas”. Desaparecieron de la pantalla oficial las grabaciones de Ahumada, a las que Fidel tuvo acceso como gobernante y que le permitieron, en una segunda entrega, verificar puntualmente las afirmaciones del libro respecto del “complot”, confirmar los nombres de los conspiradores y coincidir en la ilegitimidad de las elecciones presidenciales. Frente a pruebas macizas, el argumento de la “botellita de Jerez”. La denuncia sobre la naturaleza de las elecciones en Cuba —que no sobre su legalidad— y la falta de libertades públicas en la isla, al tiempo que se intenta coartar la libertad de expresión de un líder histórico. Las reacciones de la izquierda convencional son viscerales. Denotan que no leyeron el texto y lo percibieron como una grilla. Les duele que una izquierda mayor abra las entrañas del fraude que ellos ayudaron a consumar y cuyo producto ahora solapan. La acusación de “declaraciones tardías” ignora las motivaciones de los comunicados. Ciertamente Castro no produjo semejantes juicios cuando estaba al frente del Estado, precisamente por ello. En el caso de 1988 tenía, más que una “corazonada”, evidencias del despojo que le transmití en agosto, durante la inauguración de Rodrigo Borja en Quito. No se sentía inclinado a proclamar, con altísimo costo político para Cuba, una victoria electoral que sus propios dirigentes no defendieron. Así quedó claro en el encuentro que sostuvo en La Habana, años después, con el Comité Nacional del PRD. En cuanto al 2006, recordemos que Castro dejó el cargo coincidentemente con la elección. Disponía sin embargo de piezas informativas que empleó “con seriedad” en correspondencia a su relación formal con el gobierno mexicano, cuando pudo haberlas utilizado de manera contundente en favor de la oposición. Descubrirlas ahora, más que un descargo de la conciencia, es una reacción de solidaridad hacia la víctima y de reconocimiento político a su “valiente e irrebatible denuncia”. Es también la asunción de las consecuencias dramáticas de esos hechos en la vida del país. Se trata, ante todo, de comentarios bibliográficos a una obra leída “con enorme interés”. Reflejan una fraternidad de pies sudados que equipara el incansable periplo municipal de López Obrador con la campaña de Sierra Maestra —la empatía de la perseverancia. Manifiestan amplias coincidencias respecto de las tareas que sería necesario cumplir para salvar a México y entrañan un llamado a recuperar nuestra política exterior independiente en un mundo amenazado. Después de enumerar las 10 propuestas del tabasqueño, menciona tres faltantes: la omisión de la responsabilidad de EU en el mercado de la drogas y de la industria militar, el “colosal peligro” del cambio climático y el papel de México como país sede de la próxima Conferencia y el “riesgo de una guerra nuclear” que podría desatarse como consecuencia de la inspección de buques mercantes iraníes, junto con un duro reproche al voto mexicano —subordinado al “imperio”— en esta grave cuestión. La serie —tal vez inacabada— se llama El gigante de las siete leguas, en referencia martiana. Castro sabe que nuestro barrio común, aunque definitorio, ocupa apenas una de esas comarcas. Piensa que el resurgimiento internacional de México es imprescindible para evitar el desastre. Ésa es la razón última de sus escritos. Las reacciones no son sino gestos aldeanos que el viento se llevará.
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