jueves, 19 de agosto de 2010

LA DISIDENCIA IMPOSIBLE

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

Hace 70 años, el 20 de agosto de 1940, un agente soviético asesinó en su casa de Coyoacán a León Trotsky. Terminaba así una vida dedicada a la revolución, el viacrucis de un "profeta desterrado y desarmado" (como lo llamó Isaac Deutscher), pero además el crimen develó, para quien quiso y pudo verlo, el carácter del Estado soviético o si se quiere el de su líder incontestado: José Stalin.
Tres años y medio antes, el 9 de enero de 1937, Trotsky y su esposa habían arribado al puerto de Tampico gracias al asilo que les proporcionó el gobierno del presidente Cárdenas, luego de un largo periplo. Trotsky fue obligado a salir de la Unión Soviética en 1929, y tuvo que refugiarse en una pequeña isla en el mar de Mármara, cercana a Turquía, llamada Prinkipo. Luego pasó por Francia y Noruega, y México acabó siendo su destino final.
Trotsky fue testigo de cómo un poder granítico perseguía, encarcelaba y asesinaba a sus familiares y compañeros. Y cómo incluso quienes nunca habían sido "trotskistas" eran acusados de ello para ser "juzgados" y "depurados" hasta aniquilar a buena parte de la generación que había encabezado la Revolución de Octubre. Las comillas son necesarias porque en esos juicios no existieron ni las más mínimas garantías para los inculpados y porque su finalidad fue la de liquidar no sólo a los disidentes de la línea oficial sino también a los potenciales inconformes. A partir de entonces sólo incondicionales absolutos al Jefe tendrían cabida en el partido que se autoproclamaba como vanguardia del proletariado. Los procesos de Moscú -de 1936 a 1938- pueden ser vistos como el termidor de la revolución, como el momento en que el terror sepulta no sólo a la vieja guardia sino a la ilusión de refundar sobre bases nuevas la convivencia entre los hombres.
A 70 años de aquel asesinato, (me) parece incontestable que la forma en que se construyó el Estado soviético -monopartidista, porque en él encarnaba una vanguardia esclarecida, portadora de todas las virtudes y de la única posibilidad legítima de futuro, sin espacios para otras expresiones ideológicas, y bajo el código que asimila a la política con la guerra- no podía sino generar una fórmula de poder vertical y al mismo tiempo negadora de las más mínimas y elementales libertades. Una construcción estatal monolítica, sin espacios para la disidencia, está condenada a generar un poder (casi) absoluto. Y en contrapartida una indefensión (casi) absoluta de los disidentes y una abolición de los derechos de las personas.
Un poder sin contrapesos, alérgico a las opiniones divergentes, que cristaliza en un partido altamente centralizado, en cuya cúpula se encuentra un secretario general cuya peor pesadilla es ser controvertido por sus "compañeros", derivó en una de las cacerías políticas más delirantes de la historia moderna. Primero contra todos aquellos que no compartían el ideario o los métodos o las prioridades de los bolcheviques. Y luego, la mecánica lúgubre se volvió contra los propios "camaradas" de partido. Opositores reales o ficticios, de izquierda o derecha, de las organizaciones de los trabajadores del campo o la ciudad, del comité central o de los organismos de base, fueron sacrificados en diversas oleadas para consolidar el poder de una sola voluntad.
Desde esa perspectiva, la tragedia de Trotsky es símbolo de la imposible disidencia en un régimen totalitario. Para Stalin -como la encarnación de un Estado donde las libertades han sido suprimidas- los verbos que mejor se conjugaban con su política eran acallar, perseguir, encarcelar, torturar, asesinar. Todo ello a nombre de una causa superior y de un supuesto futuro luminoso que legitimaba cualquier método. Fruto de una revolución que había hecho añicos el viejo aparato estatal, se consideró legítimo continuar con los mismos expedientes violentos para "resolver" los desencuentros políticos. Y hoy lo sabemos o lo deberíamos saber: los medios en política suelen ser más significativos que los fines, porque los primeros construyen a los actores, les otorgan su perfil y expresan sus cualidades.
En un régimen así, refractario a recrear la diversidad que es connatural a cualquier sociedad compleja, las virtudes de los súbditos (que no ciudadanos) son la obediencia, la disciplina, la sumisión y, en el extremo, la delación de todo aquello que atente contra el Estado. Y en contrapartida, toda expresión de disidencia, descontento, crítica, se convierte en sinónimo de traición. Ese clima político y "moral" permite todos los excesos del poder y todos los delirios de quienes están a la cabeza, pero degrada la vida pública porque en el escenario sólo pueden aparecer cómplices y alineados o renegados y conspiradores. Sólo hay espacio para una sola verdad, una sola política, una sola voz.
Lo que empezó como un sueño de igualdad y fraternidad terminó como una pesadilla terrenal. Y para que eso sucediera sólo se requirió suprimir un "pequeño engrane": las libertades.

No hay comentarios: