Menudo alboroto se ha armado con la posible asistencia y permanencia del Presidente Calderón en San Lázaro el próximo 1º de septiembre. Unos y otros analizan y estudian el asunto, dándole muchas vueltas al artículo 69 de la Constitución. La verdad es que en lo conducente el texto es muy claro. "En la apertura de sesiones ordinarias del primer período de cada año de ejercicio del Congreso -dice-, el Presidente de la República presentará un informe por escrito en el que manifieste el estado general que guarda la administración pública del país... Cada una de las cámaras realizará el análisis del informe y podrá solicitar al Presidente de la República ampliar la información mediante pregunta por escrito y citar a los secretarios de Estado, al Procurador General de la República y a los directores de las entidades paraestatales, que comparecerán y rendirán informes bajo protesta de decir verdad. La Ley del Congreso y sus reglamentos regularán el ejercicio de esta facultad". Lo anterior no excluye que la presentación del informe por escrito pueda ser leída, comentada o glosada por el Presidente; y tampoco la ampliación de la información excluye que pueda ser por los mismos medios. En lo tocante a la reglamentación de que se trata esta no deberá exceder el sentido del texto. O sea, el Presidente de la República puede presentar su informe por escrito, leerlo o hacer ambas cosas, e igual en cuanto a la ampliación de lo informado; amén de las citas a que se refiere el artículo.
Ahora bien, yo creo que es saludable para la democracia mexicana que el Presidente de la República, y no sus secretarios de Estado o colaboradores de alto nivel, comparezca cuando sea conveniente ante el Congreso y responda a las preguntes que le formulen los representantes populares, sobre todo el día del informe. Mientras siga vigente el sistema constitucional que nos rige, donde los secretarios de Estado o despacho y demás colaboradores son eso, simples secretarios y colaboradores sin responsabilidad constitucional directa en el gobierno del país, el Presidente asume a su vez una carga de responsabilidad enorme; y en consecuencia debe responder de sus actos, decisiones e intervenciones políticas. De manera especial en los días que corren. El principal problema que tiene México es el de la inseguridad creciente y ya aterradora. Por la razón que se quiera no se resuelve, no aminora la sangría; al contrario. El gobierno y en concreto el Presidente se han comprometido en una actividad política de enfrentamiento físico y militar con la delincuencia, que ya es en rigor una guerra, que no a todos satisface. La presencia del ejército, aparte de los instrumentos legales que se manejan y que son producto de una muy discutible reforma constitucional llevada a cabo en 2008, la infiltración del crimen organizado en niveles de toda clase del gobierno, preocupa y alarma al pueblo. Al respecto sólo oímos mensajes tangenciales del Presidente -un discurso, una entrevista- pero no inmediatos, amplios y directos. Los que dan la cara y casi nunca satisfactoriamente son los secretarios y colaboradores, los voceros. En una democracia hace falta, es imprescindible, que el jefe de Estado y de gobierno dialogue -no en internet o correos electrónicos, no en tweeter- con los gobernados a través de sus representantes. Acerca de esto se ha insistido mucho en el riesgo de una falta de respeto al Presidente, en particular el 1º de septiembre en San Lázaro. ¿Respeto? Lo merecemos todos, gobernantes y gobernados. Por supuesto que en un parlamento hay reglas que se deben acatar. Sin embargo es inevitable la natural agitación a la que llevan ciertos temas y lo que hay que evitar es la injuria, el mal tono verbal, la palabra hosca o majadera. Al margen de eso una comparecencia política no ha sido ni será nunca una conversación de ángeles. El pueblo soberano por medio de sus representantes tiene el derecho de interrogar al Presidente, no de rogarle que conteste sino de inquirirlo, de hacerle una serie de preguntas para aclarar una cosa que ha sucedido o suceda, incluidas sus circunstancias; tiene el derecho de indagar, averiguar, examinar cuidadosamente la política del Presidente. Nuestra Constitución ha consagrado un sistema presidencialista más que parlamentario, lo cual no impide que entre el Congreso de la Unión y el Presidente haya una comunicación fluida, directa. No hay que darle tantas vueltas al artículo 69 de la Carta Magna. Es muy claro. Además el presidencialismo no implica la renuncia a la participación del pueblo en los asuntos del gobierno. El Presidente es elegido por el pueblo mediante el sufragio universal, obligatorio, secreto y directo -algunos agregan libre e igual-, lo mismo que diputados y senadores al Congreso de la Unión, es decir, que el pueblo en quien reside esencial y originariamente la soberanía nacional (artículo 39 de la Constitución) la ejerce por medio de los Poderes de la Unión (artículo 41). Y en el ejercicio de su soberanía puede y debe exigirle al Presidente que responda a sus preguntas y cuestionamientos. A mayor abundamiento y habida cuenta de la situación tan delicada por la que atraviesa México, sumidos los electores en lo hondo de un mar de inquietudes y dudas, no es razonable, ni justo, ni conveniente, que el Presidente no dé la cara a quienes lo eligieron. No es lo mismo oír razonamientos y explicaciones de él que de sus complacientes secretarios y colaboradores, por regla general sumisos a sus sugerencias, señales, gestos o ademanes. Son sus subordinados y la verdad democrática es que debe hablar el directamente responsable.
Ahora bien, yo creo que es saludable para la democracia mexicana que el Presidente de la República, y no sus secretarios de Estado o colaboradores de alto nivel, comparezca cuando sea conveniente ante el Congreso y responda a las preguntes que le formulen los representantes populares, sobre todo el día del informe. Mientras siga vigente el sistema constitucional que nos rige, donde los secretarios de Estado o despacho y demás colaboradores son eso, simples secretarios y colaboradores sin responsabilidad constitucional directa en el gobierno del país, el Presidente asume a su vez una carga de responsabilidad enorme; y en consecuencia debe responder de sus actos, decisiones e intervenciones políticas. De manera especial en los días que corren. El principal problema que tiene México es el de la inseguridad creciente y ya aterradora. Por la razón que se quiera no se resuelve, no aminora la sangría; al contrario. El gobierno y en concreto el Presidente se han comprometido en una actividad política de enfrentamiento físico y militar con la delincuencia, que ya es en rigor una guerra, que no a todos satisface. La presencia del ejército, aparte de los instrumentos legales que se manejan y que son producto de una muy discutible reforma constitucional llevada a cabo en 2008, la infiltración del crimen organizado en niveles de toda clase del gobierno, preocupa y alarma al pueblo. Al respecto sólo oímos mensajes tangenciales del Presidente -un discurso, una entrevista- pero no inmediatos, amplios y directos. Los que dan la cara y casi nunca satisfactoriamente son los secretarios y colaboradores, los voceros. En una democracia hace falta, es imprescindible, que el jefe de Estado y de gobierno dialogue -no en internet o correos electrónicos, no en tweeter- con los gobernados a través de sus representantes. Acerca de esto se ha insistido mucho en el riesgo de una falta de respeto al Presidente, en particular el 1º de septiembre en San Lázaro. ¿Respeto? Lo merecemos todos, gobernantes y gobernados. Por supuesto que en un parlamento hay reglas que se deben acatar. Sin embargo es inevitable la natural agitación a la que llevan ciertos temas y lo que hay que evitar es la injuria, el mal tono verbal, la palabra hosca o majadera. Al margen de eso una comparecencia política no ha sido ni será nunca una conversación de ángeles. El pueblo soberano por medio de sus representantes tiene el derecho de interrogar al Presidente, no de rogarle que conteste sino de inquirirlo, de hacerle una serie de preguntas para aclarar una cosa que ha sucedido o suceda, incluidas sus circunstancias; tiene el derecho de indagar, averiguar, examinar cuidadosamente la política del Presidente. Nuestra Constitución ha consagrado un sistema presidencialista más que parlamentario, lo cual no impide que entre el Congreso de la Unión y el Presidente haya una comunicación fluida, directa. No hay que darle tantas vueltas al artículo 69 de la Carta Magna. Es muy claro. Además el presidencialismo no implica la renuncia a la participación del pueblo en los asuntos del gobierno. El Presidente es elegido por el pueblo mediante el sufragio universal, obligatorio, secreto y directo -algunos agregan libre e igual-, lo mismo que diputados y senadores al Congreso de la Unión, es decir, que el pueblo en quien reside esencial y originariamente la soberanía nacional (artículo 39 de la Constitución) la ejerce por medio de los Poderes de la Unión (artículo 41). Y en el ejercicio de su soberanía puede y debe exigirle al Presidente que responda a sus preguntas y cuestionamientos. A mayor abundamiento y habida cuenta de la situación tan delicada por la que atraviesa México, sumidos los electores en lo hondo de un mar de inquietudes y dudas, no es razonable, ni justo, ni conveniente, que el Presidente no dé la cara a quienes lo eligieron. No es lo mismo oír razonamientos y explicaciones de él que de sus complacientes secretarios y colaboradores, por regla general sumisos a sus sugerencias, señales, gestos o ademanes. Son sus subordinados y la verdad democrática es que debe hablar el directamente responsable.
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