Sin duda, uno de los capítulos de mayor trascendencia en el futuro político y jurídico de México es el de la relación de los partidos políticos con los ciudadanos y, en general, su papel en la vida pública del Estado. Es cierto que a veces, los ciudadanos nos sentimos frente a los partidos en un escenario como el que creó García Márquez en torno a la cándida Eréndira: "lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.", como si los partidos vivieran una realidad distinta de la nuestra y el voto no fuera razón suficiente para participar en ellos, limitarlos, exigirles cuentas y, sobre todo, obligarlos a compartir la cuota de poder que la ley les otorga.
Una vida política organizada y democrática no puede prescindir de los partidos, pero estos no pueden considerarse a sí mismos como dueños del juego político y ni siquiera como los únicos de sus actores; sin partidos políticos la democracia se extingue porque su lugar es ocupado por los caudillos y los aventureros mesiánicos; un partido, en esencia, es una institución destinada a suplir a los hombres con instituciones, a generar confianza a través de la identificación de sectores de la población con una ideología que los representa y que garantiza su presencia en la toma de decisiones. Sin embargo, hay dos momentos en los que los partidos políticos son peligrosos para la vida democrática y, en ambas situaciones la causa común es la falta de representatividad. El primero de ellos es cuando los partidos se pliegan a la voluntad de un partido dominante o de un líder carismático, entonces los institutos políticos no son sino coros de una tragedia en la que no pueden intervenir, aumentan la presión política en las bases y se vuelven incapaces de traducir las demandas populares en actitudes políticas; en el segundo, los partidos se transforman en feudos en los que no entra ni sale ningún tipo de diálogo político con la sociedad, es decir, dejan de ser gestores de demandas y opiniones para ubicarse en maquinarias destinadas a buscar y alcanzar el poder sea electoralmente o bien mediante presiones al partido gobernante.
En ambos casos hay elementos comunes que hoy podemos ver en nuestro propio sistema de partidos: por un lado, el sacrificio de la ideología en pos de la oportunidad política, así todos los partidos se parecen pues están dispuestos a sacrificar cualquiera de sus principios fundamentales, la izquierda y la derecha se desdibujan y el pensamiento de los electores no encuentra quién lo represente; por el otro, las cúpulas de los partidos asumen los riesgos y también los beneficios políticos, dicho de otro modo, los militantes no pueden participar en la toma de decisiones y los ciudadanos no tienen elementos para aproximarse a los gestores de la voluntad en los partidos.
En México dejamos el primero de los escenarios para ubicarnos en el segundo. Hoy, los partidos enfrentan severos problemas para dar satisfacción a las demandas de los ciudadanos, porque se han propuesto conquistar el poder como medio para hacer política. Una inversión en esos términos nos ayudarían a que los partidos hicieran política como medio para alcanzar el poder, es decir, oír y representar a los ciudadanos y así, como en la escapatoria de la Cándida Eréndira, poder decir, "de aquí en adelante, ya todo es mundo".
Una vida política organizada y democrática no puede prescindir de los partidos, pero estos no pueden considerarse a sí mismos como dueños del juego político y ni siquiera como los únicos de sus actores; sin partidos políticos la democracia se extingue porque su lugar es ocupado por los caudillos y los aventureros mesiánicos; un partido, en esencia, es una institución destinada a suplir a los hombres con instituciones, a generar confianza a través de la identificación de sectores de la población con una ideología que los representa y que garantiza su presencia en la toma de decisiones. Sin embargo, hay dos momentos en los que los partidos políticos son peligrosos para la vida democrática y, en ambas situaciones la causa común es la falta de representatividad. El primero de ellos es cuando los partidos se pliegan a la voluntad de un partido dominante o de un líder carismático, entonces los institutos políticos no son sino coros de una tragedia en la que no pueden intervenir, aumentan la presión política en las bases y se vuelven incapaces de traducir las demandas populares en actitudes políticas; en el segundo, los partidos se transforman en feudos en los que no entra ni sale ningún tipo de diálogo político con la sociedad, es decir, dejan de ser gestores de demandas y opiniones para ubicarse en maquinarias destinadas a buscar y alcanzar el poder sea electoralmente o bien mediante presiones al partido gobernante.
En ambos casos hay elementos comunes que hoy podemos ver en nuestro propio sistema de partidos: por un lado, el sacrificio de la ideología en pos de la oportunidad política, así todos los partidos se parecen pues están dispuestos a sacrificar cualquiera de sus principios fundamentales, la izquierda y la derecha se desdibujan y el pensamiento de los electores no encuentra quién lo represente; por el otro, las cúpulas de los partidos asumen los riesgos y también los beneficios políticos, dicho de otro modo, los militantes no pueden participar en la toma de decisiones y los ciudadanos no tienen elementos para aproximarse a los gestores de la voluntad en los partidos.
En México dejamos el primero de los escenarios para ubicarnos en el segundo. Hoy, los partidos enfrentan severos problemas para dar satisfacción a las demandas de los ciudadanos, porque se han propuesto conquistar el poder como medio para hacer política. Una inversión en esos términos nos ayudarían a que los partidos hicieran política como medio para alcanzar el poder, es decir, oír y representar a los ciudadanos y así, como en la escapatoria de la Cándida Eréndira, poder decir, "de aquí en adelante, ya todo es mundo".
No hay comentarios:
Publicar un comentario