ROLANDO CORDERA CAMPOS
Al cabo de casi 12 años de gobiernos emanados de lo que se dio en llamar la alternancia, los saldos contradicen contundentemente a quienes veían en el cambio de manos y colores en la Presidencia de la República la llave para modificar los usos y abusos en y desde el Estado. Lo que sobrevino fue el extravío del desarrollo, expulsado del diccionario de mexicanismos desde que se impuso la fiebre del mercado, y en estos días la democracia tan costosamente construida más bien parece barco escorado, al punto del colapso.
La expulsión de la idea desarrollista, propulsada por las angustias estabilizadoras de fin de fiesta en los años 80 del siglo pasado, fue consumada por la dictadura del dogma liberista que el ex presidente Zedillo impuso al calor de la primera crisis de la globalización que nos tocó protagonizar. Desde el despecho o la impotencia para lidiar con soltura con la crisis política desatada por el asesinato de Luis Donaldo Colosio, pero también por el alzamiento indígena zapatista, Zedillo optó por acentuar el perfil neoliberal de la política estatal, así como por acelerar la reforma electoral rumbo al pluralismo codificado que él insistía en presentar como la reforma definitiva.
En realidad, esta reforma sirvió de prólogo eficiente para dar la bienvenida a lo que desde las alturas del poder capitalista, dentro y fuera del país, se veía como el relevo indispensable. Las tensiones de la estabilización a ultranza, junto con las dislocaciones de la mudanza neoliberal, anunciaban la urgencia de revisiones que podían poner en peligro el curso adoptado, sostenido en la estrecha cercanía con la economía estadunidense y bendecido por Clinton, Rubin y Sommers, autodesignado Lord Protector del rescate mexicano.
En el camino quedaron el sistema nacional de pagos, la seguridad social solidarista, la banca de desarrollo, mientras en la gran industria estatal que había quedado después del torbellino privatizador del cambio estructural para la globalización de México, irrumpían inequívocas señales de pérdida de rumbo que luego traerían consigo el achicamiento de Pemex y la privatización en los hechos de la generación eléctrica. De la mirada rural, para qué hablar: se desmanteló el de por sí gastado mecanismo de sostén del desarrollo rural, la comunidad campesina se pulverizó y la emigración se tornó “fuerza productiva”… de la vergüenza nacional.
El cambio político con que arrancó el nuevo milenio, aceitado y legitimado por la parafernalia procesalista que acompañó a la reforma electoral, no trajo consigo un cambio en la conducción económica y social, sino la reafirmación del dogma y la resignación ante un crecimiento atado y bien atado al destino económico del Norte. Con la primera recesión del siglo, México se siguió de largo, agudizó su rezago internacional, abrió la caja de Pandora del desempleo abierto y asumió el letargo productivo como forma de vida.
Fueron los años de la inauguración de la vicepresidencia económica de don Francisco Gil, igual que los de los pactos majaderos que se originaron en San Ángel y que hoy imponen el bochorno grotesco de la danza de los millones, la compra y venta de protección como virtud democrática y la tragedia estruendosa de la educación pública mexicana, de la moral de todo un pueblo cuyo Estado dejó de serlo para volverse Gólem liliputiense, pero todavía con una enorme capacidad destructiva. Bajo fuego.
Sin compás ni sextante, sin saber leer los barómetros de las bajas presiones que propician los huracanes de las altas pasiones, el sistema político no ofrece cauces para las contradicciones y las ambiciones. Sus dirigentes, reales y aparentes, hoy pretenden cerrarlo, reducirlo a su mínima expresión, asegurar mayorías espurias y concluir la tarea antipopular de cercenar derechos sociales para que la ley del más fuerte sea, sin ambages, la única ley de esta tierra.
Desde el cinismo corriente se dijo y festejó aquello del triunfo “haiga sido como haiga sido”. Hoy podemos decir que la victoria del julio de hace seis años fue como fue y que ya no hay misterio alguno: se compró la peor y más degradada de las complicidades para dar lugar no al reacomodo político y social ofrecido, sino a un gobierno de los peores para lo peor. La nueva grandeza prometida por la democracia de los decentes nos puso bajo tierra.
No en balde se entronizó la violencia organizada y su monopolio legítimo se volvió ejercicio en solitario, pero no por ello menos sangriento. Los que inventaron aquello del peligro para México se quedan solos, pero sin alma. De ahí su peligrosidad.
¡Cómo nos va a hacer falta aquella severa mirada, larga y profunda inspirada en la poesía, adolorida ante el fin de una utopía pero firme y valerosa en la búsqueda de futuros mejores, por justos y renovadores! Adiós don Adolfo; mi solidaridad y cariño con Fito y Carmen, Enrique y La Nena.
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