JULIO JUÁREZ GÁMIZ
Noruega, qué es Noruega. Imágenes de vikingos taciturnos, bebedores compulsivos y noctámbulos depresivos en un invierno que para la lógica latinoamericana no es más que un infierno con la luz apagada y sin calefacción. Para mí, recuerdos inconexos de un viaje a Oslo en 2003 para asistir a la boda de dos buenos amigos. Ella noruega, él galés. Un febrero cuyo principal regalo fueron la experiencia de caminar por un campo emblanquecido por kilómetros de nieve a diez grados bajo cero y la oportunidad de regresarle al primer mundo los adjetivos de exótico y salvaje.
El pellizco cómplice de mi esposa cuando fui incapaz de alejarme de la barra con nuestras dos pintas de cerveza servidas con prontitud y grandes fanfarrias por tres noruegas de ojos grandes y bronceados cachetes salidas de un anuncio de Volvo. El pellizco que yo le di a ella horas antes cuando su intercambio con el rubio vendedor de artesanías había excedido lo que, de acuerdo a mi hipotálamo labrado a la mexicana, constituye un intercambio de sonrisas aceptable para una transacción comercial.
Una boda en donde prácticamente 20 de los 22 invitados leyeron un discurso dirigido a los novios que, en una cabaña ubicada a 40 minutos al norte de la capital, alzaban sus copas en cada turno para agradecer la gentileza e ingenio de cada orador. Una celebración que concluyó sin baile, ni ligas, ni ramos y menos aún sin borrachos inoportunos. Un ambiente de sobriedad causado en gran medida por el Estado noruego que ha decidido hacer del alcohol el depositario de su malicia fiscal.
El seco y fuerte sabor de unos embutidos de carne de alce. Bestia a la que jamás me hubiera imaginado ingerir y cuya existencia para mi cerebro, otra vez ese repujado artesanal mexicano, se concentraba en una serie de dibujos animados en donde un tal Boris y una tal Natasha hacían desvariar a una ardilla y uno de estos especímenes de retorcida cuernudez.
La caminata por el parque de esculturas del artista Gustav Vigeland a temperaturas ingentes para nuestro termómetro chilango. La retirada presurosa a un restaurante de pizzas llamado Peppe’s que hizo valer la pena cada minuto de congelamiento para llegar a él. La mermelada de cereza que Gunhild, nuestra anfitriona en la ciudad y amiga de la familia de la novia, dejara en la mesa todas las mañanas junto a las rebanadas de un pan que a la fecha solemos olfatear en la memoria. La aun sorpresiva combinación de esta dulce mermelada con un tarro de vidrio en cuya apestosa salmuera nadaban vísceras de pescado, trozos inespecíficos de criaturas varias del reino marino, o anexos, y en donde pinchar un ojo girando perezosamente podría haber sido considerado un hecho de fortuna descomunal por los locales.
Un taxista musulmán que amablemente nos llevó del aeropuerto a casa de nuestra anfitriona en un pomposo Mercedes Benz. Su charla en inglés que sugería tiempo en el país y una vida adaptada al trabajo. Nuestra reflexión aquella primera noche sobre la notoria presencia de musulmanes en las calles de Oslo. O por lo menos de hombres y mujeres que en nuestra percepción pertenecían a una calle turca o iraní. La celebración del multiculturalismo a la europea que desnudaba el racismo institucionalizado de nuestro propio país.
Las risas en un pub, años antes, en algún punto de la campiña inglesa de Yorkshire en donde nuestra amiga Eva nos platicaba sobre la existencia de un periódico noruego, del cual era orgullosa suscriptora, titulado ‘lucha de clases’. Su molestia con un sistema educativo que inhibía la competencia entre alumnos y suprimía rigurosamente la distinción de primeros lugares en el aula. Un sistema basado en la equidad por encima de cualquier otro valor educativo. Para bien o para mal, fruto de la socialdemocracia escandinava.
Las primeras noticias de un loco que, viviendo en la fantasía de la superioridad de una raza sobre otras, había decidido hacer el mayor daño posible a quienes vivían los días más intensos que una persona puede vivir. Días de la primera libertad y el autoconocimiento, días de abandono en lo desconocido, días de formación del espíritu, días de recuerdos indelebles para la vida adulta. Días, también, sin retorno para muchos de ellos. Días que perdieron su significado original para quienes estaban allí el pasado 23 de julio y para quienes, como el actual primer ministro noruego, ya antes habían cruzado las aguas hacia un verano en la isla de Utoya. Veo que mis recuerdos de este grandulón escandinavo siguen intactos. Que sea este mi grano de arena para el pueblo noruego en este duro momento: conservar su recuerdo al margen de la sangre y el horror de los últimos días.
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