La relación entre México y Estados Unidos responde a una tendencia de largo plazo de expansión y dominación, a distintas respuestas de corto plazo en función de los cambios que han ido ocurriendo en ambos países y a decisiones coyunturales que han frenado o acelerado las tendencias. Hoy coinciden los efectos que tendrá la crisis financiera sobre el papel mundial de Estados Unidos y una circunstancia interna particularmente adversa en México por el debilitamiento de las instituciones, la caída económica y la polarización social. Vivimos un momento histórico; así deberíamos reconocerlo, para responder con visión y patriotismo.
Lo que no podemos esperar es que las cosas regresen a su estadio anterior. La apuesta del gobierno mexicano a que la recuperación de Estados Unidos saque de nuevo a flote a la economía es, por lo menos, insuficiente. Ni Estados Unidos crecerá con el mismo ímpetu con que lo hacía en los últimos 15 años, ni lo podrá hacer apostando todo a su consumo; ni México se podrá recuperar sólo por el crecimiento de las exportaciones de manufacturas tradicionales y petróleo.
Dejada la relación a la inercia que representa la retracción norteamericana y el debilitamiento de México —por la caída económica, la polarización social y la violencia—, el desenlace no será el regreso a la etapa anterior. Lo que veremos, por el contrario, es que nuestro país, en vez de ser objeto de interés por su crecimiento económico, será objeto de preocupación por su creciente inestabilidad. Pasaremos de la era del Tratado de Libre Comercio a la del Plan Colombia amplificado; de una necesaria cooperación para reconstruir y relanzar la economía y fortalecer las bases del Estado mexicano, a una creciente injerencia de sus líneas duras.
Para México es de la mayor importancia que repensemos la relación. También debería serlo para Estados Unidos, sobre todo después de sus trágicas experiencias donde la inercia de sus burocracias le impidió mirar con mayor frescura y visión a lo que verdaderamente convenía a sus intereses nacionales.
Con serenidad hay que mirar a los quiebres históricos del último siglo, a los efectos de la crisis actual y al papel mundial (modificado) con el que emergerá Estados Unidos de esta crisis económica, así como de sus experiencias fallidas en Irak y Afganistán.
Con todo, Estados Unidos seguirá representando una oportunidad de desarrollo para México y su destino histórico tendrá consecuencias para nosotros. México, sin proyecto nacional, desaprovechará las oportunidades y pagará los costos. Con verdadera ambición nacional, podremos encontrar las nuevas oportunidades y mitigar los costos.
Deberemos abandonar la pusilanimidad. El apostar todo, como lo hace el gobierno, a lo que haga EU. Deberíamos empezar por limpiar la casa con una política clara de reconstrucción institucional y abandono de la polarización como política de gobierno; a la vez que nos movemos hacia otras prioridades económicas y una mayor diversificación externa. Son tiempos históricos
Lo que no podemos esperar es que las cosas regresen a su estadio anterior. La apuesta del gobierno mexicano a que la recuperación de Estados Unidos saque de nuevo a flote a la economía es, por lo menos, insuficiente. Ni Estados Unidos crecerá con el mismo ímpetu con que lo hacía en los últimos 15 años, ni lo podrá hacer apostando todo a su consumo; ni México se podrá recuperar sólo por el crecimiento de las exportaciones de manufacturas tradicionales y petróleo.
Dejada la relación a la inercia que representa la retracción norteamericana y el debilitamiento de México —por la caída económica, la polarización social y la violencia—, el desenlace no será el regreso a la etapa anterior. Lo que veremos, por el contrario, es que nuestro país, en vez de ser objeto de interés por su crecimiento económico, será objeto de preocupación por su creciente inestabilidad. Pasaremos de la era del Tratado de Libre Comercio a la del Plan Colombia amplificado; de una necesaria cooperación para reconstruir y relanzar la economía y fortalecer las bases del Estado mexicano, a una creciente injerencia de sus líneas duras.
Para México es de la mayor importancia que repensemos la relación. También debería serlo para Estados Unidos, sobre todo después de sus trágicas experiencias donde la inercia de sus burocracias le impidió mirar con mayor frescura y visión a lo que verdaderamente convenía a sus intereses nacionales.
Con serenidad hay que mirar a los quiebres históricos del último siglo, a los efectos de la crisis actual y al papel mundial (modificado) con el que emergerá Estados Unidos de esta crisis económica, así como de sus experiencias fallidas en Irak y Afganistán.
Con todo, Estados Unidos seguirá representando una oportunidad de desarrollo para México y su destino histórico tendrá consecuencias para nosotros. México, sin proyecto nacional, desaprovechará las oportunidades y pagará los costos. Con verdadera ambición nacional, podremos encontrar las nuevas oportunidades y mitigar los costos.
Deberemos abandonar la pusilanimidad. El apostar todo, como lo hace el gobierno, a lo que haga EU. Deberíamos empezar por limpiar la casa con una política clara de reconstrucción institucional y abandono de la polarización como política de gobierno; a la vez que nos movemos hacia otras prioridades económicas y una mayor diversificación externa. Son tiempos históricos
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