Malos días cuando se reniega de las obras propias. Malas señales cuando el conformismo se rinde ante los retos. En estos días asistimos al triste espectáculo ofrecido por el Poder Legislativo en la deliberación de la Ley de Ingresos. Se discutieron una serie de medidas cuyo alcance dista mucho de situar a la reforma fiscal en la tesitura de lo necesario; apenas borda el reino de lo posible. Y aun en esos términos parece limitada. Sin embargo, fuimos testigos de cómo se querían endosar culpas todos los actores políticos, como si todos fueran detractores, como si no hubiera autores de nada. Otra pieza legislativa más que nace huérfana de padres y de madres.
Y, en el camino, los diversos pronunciamientos de diputados y senadores dieron la impresión de que las relaciones entre los partidos, entre las cámaras y hasta entre los poderes, conocieron un nuevo pasaje de tensiones. Muchos raspones, mucho ruido, escasos resultados. Hasta donde mi memoria me da, una miscelánea fiscal nunca había generado una crispación tan generalizada. Nadie quedó conforme.
Tanto es así que ahora se convoca a una reflexión de fondo, un pacto nacional, para repensar la política fiscal. Las preguntas son inevitables: ¿por qué hasta ahora?, ¿por qué después de aprobada la ley? Las alertas respecto de la precariedad tributaria se habían encendido desde hace muchos tiempo, ¿por qué no fueron atendidas?, ¿por qué habría que creer que ahora sí se sentarán las bases de una reforma fiscal de fondo? En fin, parece que el Legislativo sigue militando en la lógica de las reformas posibles, cada vez más contrahechas y limitadas.
No es una buena señal que tengamos hoy a uno de los poderes fundamentales sumido en el conformismo. Si bien se ha superado la etapa de la parálisis legislativa y el Congreso ha dado muestras de que la pluralidad política es conjugable con la productividad legislativa, los acuerdos que se ofrecen no han generado, ni lejos, la sensación de que son arreglos definitivos. Es decir, tenemos un Poder Legislativo que sólo apunta la agenda de los temas pendientes, pero no es capaz de procesar los acuerdos pertinentes. Mala señal.
Después de desahogar la Ley de Ingresos, los senadores nombraron al nuevo titular de la CNDH. Por lo visto, ese órgano legislativo está conforme con la gestión del anterior titular. A contracorriente de la percepción de que había que inyectarle una nueva visión al tema de los derechos humanos, de que el crecimiento presupuestal de la Comisión no se vio correspondido con una mejoría en la atención de esos derechos, en fin, de que había que relanzar la agenda de la CNDH, los senadores optaron por la continuidad. Por lo menos debieran ensayar alguna explicación de por qué están convencidos de que su opción constituye una apuesta adecuada. Difícilmente llegará ese razonamiento.
Pero es posible que, tras este proceso de selección del nuevo titular de la CNDH, se esté produciendo un daño adicional: las comparecencias de aspirantes pueden estar perdiendo credibilidad. Es decir, lo sustantivo ya no son los planteamientos de los aspirantes, y el caso que nos ocupa es ilustrativo, sino los arreglos que se hacen con independencia de las ideas planteadas.
El Senado dejó ir la oportunidad de inyectarle credibilidad a la CNDH, a cambio de atender, otra vez, arreglos que cada día se alejan más de acuerdos estratégicos y siguen militando en el cada vez más modesto y conformista reino de lo posible. Lástima. Los daños empiezan a ser mayores.
El Senado dejó ir la oportunidad de inyectarle credibilidad a la CNDH.
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