El vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín y la instalación del modelo internacional unipolar han sido marco de reflexiones más nostálgicas que gozosas. Se añora el vigor del empuje social que pudo cambiar la historia del mundo y se lamenta el extravío de los objetivos y responsabilidades del Estado.
Eric Hobsbawm subraya que también debemos conmemorar “el fin del periodo de dominación del liberalismo económico angloestadounidense”. Las categorías cerradas de “capitalismo” y “socialismo” han fracasado. “La diferencia crucial —añade— entre los sistemas económicos no son sus estructuras, sino sus prioridades sociales y morales”.
La reciente crisis ha puesto en evidencia la necesidad de “combinar el lucro con el bienestar de la gente”. O como decíamos en los tiempos combativos de la socialdemocracia: hacer más público lo público y más privado lo privado. Legitimar el interés particular por la prevalencia del interés general.
A este vuelco ideológico no podían faltar nuestros mayores empresarios. Carlos Slim —exaltado ahora por Forbes como potencia mundial— redescubre la Constitución, que en su artículo 25 establece la rectoría del Estado, en olvido del 28 que proscribe los monopolios. Rescata inclusive la fuente original del 27: la supeditación de la propiedad privada a los intereses de la nación.
Su alegato: “Nuestros gobiernos han confundido instrumentos con objetivos”. Denuncia que reiteradamente hemos hecho respecto del codicioso fervor por los tratados de libre comercio y el fundamentalismo que nos rinde frente a los parámetros macroeconómicos. Patología dieciochesca: el culto por el corsé y el abandono del cuerpo.
Todavía más: “Desde la crisis de la deuda externa en 1982 el crecimiento del ingreso por habitante ha sido prácticamente nulo”. “En vez de elaborar planes de desarrollo hemos vivido con ajustes económicos que nos han impuesto desde fuera el Banco Mundial y el FMI”. Bienvenido al diagnóstico de la izquierda mexicana.
El Consenso de Washington ha ganado un nuevo adversario y los programas asistenciales una dura condena. “Hay que incorporar a la modernidad a los más pobres”. En el centro del discurso, como en la prédica calderonista de campaña: el empleo, que requiere “inversión y actividad productiva”.
No basta reconocer las ventajas de la capilaridad social o afirmar que “todo país avanzado dispone de una gran clase media y una gran infraestructura física”. Ni siquiera abogar por el desarrollo de capital humano, educación y nutrición. Ello exige un régimen fiscal progresivo y un salario en ascenso, que genere mercado interno y comprima la economía informal.
Requiere ejercicio efectivo de soberanía sobre nuestras decisiones estratégicas y “el uso de todos los instrumentos bajo la rectoría del Estado”. ¿Cuál Estado? ¿Uno desmedrado por la ilegitimidad e ignorancia de sus titulares, el cáncer de la corrupción, el secuestro de sus determinaciones y el poder avasallante de las fuerzas ilegales y los señores de la comunicación y del dinero?
Más que una “sana obsesión” —como la llama Eduardo Huchim—, la reforma de los poderes públicos y la reafirmación de los derechos fundamentales son condición de todo proyecto nacional valedero. Acuden al cencerro actores políticos varios en busca de reformas de conveniencia y candilejas de ocasión. Claman por lo que ellos mismos han saboteado.
México demanda un nuevo pacto social —y si pudiésemos— refundacional, antes que su desintegración se torne irreversible. La crisis sistémica nos alcanzó y las falsas escapatorias se agotaron. Entre los propósitos planteados por la comisión para la conmemoración del 1910 figura “la revisión cuidadosa y la discusión democrática de nuestra Constitución, a fin de elaborar una nueva Ley Suprema”.
¿Cómo procesar una convocatoria de tal magnitud sin convocante? ¿Cómo reconstruir el Estado en ausencia de gobierno? Los días que vienen el pueblo comenzará a resolver ese dilema en las conciencias y en las calles.
Eric Hobsbawm subraya que también debemos conmemorar “el fin del periodo de dominación del liberalismo económico angloestadounidense”. Las categorías cerradas de “capitalismo” y “socialismo” han fracasado. “La diferencia crucial —añade— entre los sistemas económicos no son sus estructuras, sino sus prioridades sociales y morales”.
La reciente crisis ha puesto en evidencia la necesidad de “combinar el lucro con el bienestar de la gente”. O como decíamos en los tiempos combativos de la socialdemocracia: hacer más público lo público y más privado lo privado. Legitimar el interés particular por la prevalencia del interés general.
A este vuelco ideológico no podían faltar nuestros mayores empresarios. Carlos Slim —exaltado ahora por Forbes como potencia mundial— redescubre la Constitución, que en su artículo 25 establece la rectoría del Estado, en olvido del 28 que proscribe los monopolios. Rescata inclusive la fuente original del 27: la supeditación de la propiedad privada a los intereses de la nación.
Su alegato: “Nuestros gobiernos han confundido instrumentos con objetivos”. Denuncia que reiteradamente hemos hecho respecto del codicioso fervor por los tratados de libre comercio y el fundamentalismo que nos rinde frente a los parámetros macroeconómicos. Patología dieciochesca: el culto por el corsé y el abandono del cuerpo.
Todavía más: “Desde la crisis de la deuda externa en 1982 el crecimiento del ingreso por habitante ha sido prácticamente nulo”. “En vez de elaborar planes de desarrollo hemos vivido con ajustes económicos que nos han impuesto desde fuera el Banco Mundial y el FMI”. Bienvenido al diagnóstico de la izquierda mexicana.
El Consenso de Washington ha ganado un nuevo adversario y los programas asistenciales una dura condena. “Hay que incorporar a la modernidad a los más pobres”. En el centro del discurso, como en la prédica calderonista de campaña: el empleo, que requiere “inversión y actividad productiva”.
No basta reconocer las ventajas de la capilaridad social o afirmar que “todo país avanzado dispone de una gran clase media y una gran infraestructura física”. Ni siquiera abogar por el desarrollo de capital humano, educación y nutrición. Ello exige un régimen fiscal progresivo y un salario en ascenso, que genere mercado interno y comprima la economía informal.
Requiere ejercicio efectivo de soberanía sobre nuestras decisiones estratégicas y “el uso de todos los instrumentos bajo la rectoría del Estado”. ¿Cuál Estado? ¿Uno desmedrado por la ilegitimidad e ignorancia de sus titulares, el cáncer de la corrupción, el secuestro de sus determinaciones y el poder avasallante de las fuerzas ilegales y los señores de la comunicación y del dinero?
Más que una “sana obsesión” —como la llama Eduardo Huchim—, la reforma de los poderes públicos y la reafirmación de los derechos fundamentales son condición de todo proyecto nacional valedero. Acuden al cencerro actores políticos varios en busca de reformas de conveniencia y candilejas de ocasión. Claman por lo que ellos mismos han saboteado.
México demanda un nuevo pacto social —y si pudiésemos— refundacional, antes que su desintegración se torne irreversible. La crisis sistémica nos alcanzó y las falsas escapatorias se agotaron. Entre los propósitos planteados por la comisión para la conmemoración del 1910 figura “la revisión cuidadosa y la discusión democrática de nuestra Constitución, a fin de elaborar una nueva Ley Suprema”.
¿Cómo procesar una convocatoria de tal magnitud sin convocante? ¿Cómo reconstruir el Estado en ausencia de gobierno? Los días que vienen el pueblo comenzará a resolver ese dilema en las conciencias y en las calles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario