A donde se vaya, con quien se hable y desde las más diversas visiones ideológicas, hay un sentimiento que crece: la desconfianza en la política. La desconfianza la alimentan la crisis, las decisiones fiscales, la inseguridad y la violencia, el desempleo, la intolerancia, la corrupción; el doble rasero de “ver la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio” y los diagnósticos que pesan un kilo y van acompañados de propuestas que no alcanzan los 10 gramos. En todos los círculos, con enojo o desesperación, se generaliza, se acusa; o lo que es peor, se cae en una especie de depresión que paraliza. Así no se va a construir el cambio que urge a México. El día de ayer platicaba con un grupo de estudiantes que han tenido desempeños sobresalientes en sus carreras. Con fundamentos sólidos y honestidad discutían la situación de nuestro país. Mostraban su desconfianza en la política, en los políticos; en todos los políticos. Su angustia los llevaba al punto de preguntarse si México tenía remedio, aunque en el fondo, a pesar de su desesperación, querían escuchar una sola palabra: sí. El día anterior platicaba con un grupo de pequeños empresarios que están desesperados por la crisis y las decisiones fiscales recientemente adoptadas. Me mostraban sus números. Restaban las ventas que la crisis les ha quitado. Sumaban los costos de los nuevos impuestos. Ellos, como un número grande de empresarios, están preocupados porque sus trabajadores se irritarán cuando les hagan los descuentos correspondientes o por sentir que están colocados en una situación de perder-perder: si trasladan el costo al consumidor bajarán las ventas, si no lo hacen podrían verse obligados a salirse de la economía formal o a despedir a trabajadores calificados. Están irritados y tienen gran desconfianza en la política. Un día antes escuchaba a una brillante y honesta académica concluir que la representación política en su conjunto está sometida a los grandes intereses. Lo demostraba con votaciones relevantes en el Congreso y las probadas faltas de autonomía del gobierno. En eso coinciden muchos. El sentimiento es tan fuerte que amerita hacerse una pregunta. ¿La desconfianza que se alimenta es parte de una necesaria crítica que al denunciar permita corregir, o al no ofrecer respuestas convincentes del tamaño de los diagnósticos que se formulan, termina por reforzar el statu quo que provoca el malestar? ¿Es creíble el discurso político que señala que todos los demás están equivocados, menos uno? ¿Qué sentimiento se provoca en la sociedad cuando se repite la denuncia, pero no se logra ninguna consecuencia? ¿Se puede construir una opción de cambio sin una esperanza de mejoría? Si la desconfianza en la política no esclarece ni moviliza. Si termina reforzando la parálisis social y provoca un sentimiento de impotencia y desesperación, entonces valdría la pena detenerse. Urge que pasemos del diagnóstico al debate sobre el proyecto y las estrategias necesarias para que otra política convenza.
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