jueves, 19 de noviembre de 2009

LA HORA DE LA VERDAD

RAÚL CARRANCÁ Y RIVAS

Cuando uno recurre a la justicia, a los tribunales, de pronto llega la hora de la verdad, o sea, de la resolución judicial. Lo que pasa es que en toda resolución de esta clase intervienen o suelen intervenir factores de distinta naturaleza: los rigurosamente jurídicos, los emocionales y por supuesto los políticos o externos. Y si el asunto o caso es de extrema importancia la gente comienza a decir: "no vas a ganar", "es imposible por las presiones políticas", "sobre la razón van a prevalecer los intereses". Sin embargo yo soy de los que creen en tres cosas fundamentales, so riesgo de parecer cándido o ingenuo: en la independencia de los jueces, en la autonomía de los Poderes y en la superioridad de la razón de Derecho. ¿Ingenuidad? ¿Candidez? Porque si no predominan esos valores para y por qué, entonces, estudié Derecho. ¿Para hacerme el tonto? ¿Para qué lo enseño en la Facultad? Y, sobre todo, para qué le sirve al Estado, qué objeto tiene. A la hora de la verdad, de la resolución judicial, se va a saber si el Estado y sus representantes respetan la independencia del Poder Judicial. Pero en este entorno los abogados tenemos la obligación casi sagrada -lo mismo que la autoridad- de esgrimir sólo argumentos razonables y razonados, debidamente fundados y motivados. Por eso ante los escépticos, los pesimistas, los que siempre dicen "ojala", hay que enfrentar la justicia a los intereses ocasionales. Y no hay que decepcionarse si la razón en la que creemos no es reconocida en una primera instancia por el juzgador, pues hasta que no haya "cosa juzgada" imperará la dialéctica del Derecho. La hora de la sentencia es la hora de la verdad. Sin tal verdad el mundo social perdería su equilibrio desquiciándose hasta el extremo de la violencia. Por lo tanto el papel del abogado es ofrecer al juez pruebas fehacientes y razonamientos claros, lógicos. La simulación y el engaño son ardides tan malos como las malas presiones provenientes de fuera. Quienes maquinan perversamente desde el espacio exterior del juzgado, quienes urden trampas, quienes con cautela mal disimulada filtran consignas a los oídos del juez, ofenden a éste y a la sociedad. Ahora bien, se dirá que esos trucos y alteraciones del orden son parte del mundo en que vivimos y que no reconocerlos e incluso admitirlos es ingenuidad supina. Y que la malandrinería abunda. Eso no importa. El mundo es lo que es y así lo seguirá siendo. Lo cierto es que el Derecho es la columna vertebral de una sociedad; y yo pienso que el político más mezquino lo debe reconocer. Le conviene y si no lo hace por convicción que lo haga al menos para ser coherente con sus palabras y aparentar sentido de la justicia. En efecto, el discurso persistente de los políticos es de alabanza al Derecho y al Estado de Derecho. Los ciudadanos se han acostumbrado a esa retórica repetitiva. A veces los hastía y a veces es un soporífero que los adormece en la resignación y la apatía. Pero el abogado, ese guardián de la justicia, no se puede dar el lujo de la conformidad ni de la tolerancia. Con la espada de la razón, buscando el equilibrio en el fiel de la balanza, ha de combatir por igual la ineficacia, la altanería y la estulticia de los burócratas del poder. Piero Calamandrei, el gran jurista, desde su podio de abogado elogia a los jueces por entender que ellos son la viva encarnación de la conciencia moral de un país. Sin los jueces, sin los tribunales, la barbarie prosperaría hundiendo sus raíces en tierra infértil. ¿Y de qué servirían si de antemano creyéramos que no son libres ni independientes? Tampoco se concibe que nos demos por vencidos de antemano si recurrimos a ellos. Sería como el que le reza a Dios sin creer en Él. Queremos creer en los jueces y en sus tribunales, necesitamos creer en ellos para no caer en la desvergüenza de hablarle al vacío, a la nada. Los cínicos lo hacen y cobran el rédito del oprobio. Sí, hay que creer en el triunfo al margen de que se nos conceda o no. El escepticismo y la desconfianza opacan la promesa de la verdad. "¿Para qué luchar si no vas a ganar?" ¿No es lo mismo que "para qué vivir si vas a morir"? ¡No hay que perder con anticipación ni morir con anticipación! ¡Hay que vivir!

No hay comentarios: