Hay temas que por ser "políticamente correctos" adquieren carácter de verdad indiscutible; así ocurre con el debate sobre el financiamiento público a los partidos, en torno al cual se ha articulado un variopinto grupo de politólogos y organizaciones civiles que demandan a la Cámara de Diputados reducir drásticamente ese financiamiento. El presidente nacional del PAN se ha sumado a tal causa, a través de una iniciativa de reforma constitucional.
En perspectiva comparada los partidos mexicanos son beneficiarios de uno de los más generosos sistemas de financiamiento público, edificado en lo fundamental a partir de 1996 y reformado en 2007. Cabe recordar que hasta las elecciones de 1994 imperaba una profunda inequidad en esta materia, pues el entonces todavía hegemónico PRI recibía fondos a través del IFE y además se beneficiaba de trasferencias ilegales provenientes del erario. El presidente Zedillo reconoció, apenas iniciado su mandato, que su elección había sido legal, pero inequitativa, lo que además se reflejaba en una monumental disparidad de partidos y candidatos en el acceso a televisión y radio.
Fue el mismo Zedillo quien promovió en 1996 un radical cambio en el modelo de financiamiento, con nuevas reglas y fórmulas para el cálculo y distribución de la bolsa total a repartir. Ese cambio, negociado en principio con los dirigentes de los tres mayores partidos, motivó que dos de ellos (PRD y PAN) votaran en contra de la reforma al Cofipe, y que anunciaran acciones para reducir el monto percibido gracias a las nuevas reglas, aprobadas solamente por el PRI. Felipe Calderón, entonces presidente del PAN, devolvió a la Tesorería, en dos ocasiones, parte del financiamiento, alrededor de 80 millones de pesos; por su parte, el presidente del PRD anunció la edición de libros de texto gratuitos para estudiantes de secundaria, que nunca fueron repartidos. Al final de cuentas ambos partidos declinaron de su crítica y aceptaron los dineros públicos, en la forma y montos prescritos por la ley.
La fórmula de 1996 tenía varios defectos: multiplicaba una base de por sí elevada por el número de partidos registrados, dando lugar a una paradoja: a los partidos grandes les convenía la proliferación de partidos pequeños, pues gracias a ellos crecía exponencialmente el monto a repartir. Había otro defecto, de consecuencias bizarras, pues la ley disponía que en el año de la elección federal los partidos recibieran para el financiamiento de sus campañas un monto igual al del financiamiento ordinario en ese mismo año, sin distinguir entre elecciones intermedias, en las que solamente se eligen diputados, y las generales, en que se renueva la totalidad del Congreso y el Poder Ejecutivo. La situación se tornó bizarra, pues los tres mayores partidos recibían para sus campañas, en elecciones intermedias, más dinero público del que podían gastar.
Eso fue lo que corrigió la reforma de 2007, modificando la fórmula para el cálculo del financiamiento ordinario y reduciendo drásticamente el de campaña; aunque hubo una reducción en el monto del primero, fue marginal.
Ahora se propone cambiar uno de los elementos que intervienen en el cálculo, para tomar como base no el número de electores inscritos en el padrón electoral, sino el de ciudadanos que votaron en la elección inmediata anterior. La propuesta parece atractiva, pero sus autores han olvidado un pequeño detalle: en México el voto es un derecho y una obligación, pero la ley carece de sanciones a quienes no votan. En tales condiciones, movimientos de rechazo a los partidos, como el vivido este año, encontrarían un motivo adicional para su activismo. Una elevada abstención provocaría la quiebra de las finanzas partidistas.
Cabe preguntar cuál es el sistema de partidos que deseamos. Si queremos que el dinero privado, o el público por debajo de la mesa vuelvan a ser determinantes en las contiendas electorales. Es mucho más que un asunto de pesos y centavos; es, nada más y nada menos, el tipo de democracia al que aspiramos.
En perspectiva comparada los partidos mexicanos son beneficiarios de uno de los más generosos sistemas de financiamiento público, edificado en lo fundamental a partir de 1996 y reformado en 2007. Cabe recordar que hasta las elecciones de 1994 imperaba una profunda inequidad en esta materia, pues el entonces todavía hegemónico PRI recibía fondos a través del IFE y además se beneficiaba de trasferencias ilegales provenientes del erario. El presidente Zedillo reconoció, apenas iniciado su mandato, que su elección había sido legal, pero inequitativa, lo que además se reflejaba en una monumental disparidad de partidos y candidatos en el acceso a televisión y radio.
Fue el mismo Zedillo quien promovió en 1996 un radical cambio en el modelo de financiamiento, con nuevas reglas y fórmulas para el cálculo y distribución de la bolsa total a repartir. Ese cambio, negociado en principio con los dirigentes de los tres mayores partidos, motivó que dos de ellos (PRD y PAN) votaran en contra de la reforma al Cofipe, y que anunciaran acciones para reducir el monto percibido gracias a las nuevas reglas, aprobadas solamente por el PRI. Felipe Calderón, entonces presidente del PAN, devolvió a la Tesorería, en dos ocasiones, parte del financiamiento, alrededor de 80 millones de pesos; por su parte, el presidente del PRD anunció la edición de libros de texto gratuitos para estudiantes de secundaria, que nunca fueron repartidos. Al final de cuentas ambos partidos declinaron de su crítica y aceptaron los dineros públicos, en la forma y montos prescritos por la ley.
La fórmula de 1996 tenía varios defectos: multiplicaba una base de por sí elevada por el número de partidos registrados, dando lugar a una paradoja: a los partidos grandes les convenía la proliferación de partidos pequeños, pues gracias a ellos crecía exponencialmente el monto a repartir. Había otro defecto, de consecuencias bizarras, pues la ley disponía que en el año de la elección federal los partidos recibieran para el financiamiento de sus campañas un monto igual al del financiamiento ordinario en ese mismo año, sin distinguir entre elecciones intermedias, en las que solamente se eligen diputados, y las generales, en que se renueva la totalidad del Congreso y el Poder Ejecutivo. La situación se tornó bizarra, pues los tres mayores partidos recibían para sus campañas, en elecciones intermedias, más dinero público del que podían gastar.
Eso fue lo que corrigió la reforma de 2007, modificando la fórmula para el cálculo del financiamiento ordinario y reduciendo drásticamente el de campaña; aunque hubo una reducción en el monto del primero, fue marginal.
Ahora se propone cambiar uno de los elementos que intervienen en el cálculo, para tomar como base no el número de electores inscritos en el padrón electoral, sino el de ciudadanos que votaron en la elección inmediata anterior. La propuesta parece atractiva, pero sus autores han olvidado un pequeño detalle: en México el voto es un derecho y una obligación, pero la ley carece de sanciones a quienes no votan. En tales condiciones, movimientos de rechazo a los partidos, como el vivido este año, encontrarían un motivo adicional para su activismo. Una elevada abstención provocaría la quiebra de las finanzas partidistas.
Cabe preguntar cuál es el sistema de partidos que deseamos. Si queremos que el dinero privado, o el público por debajo de la mesa vuelvan a ser determinantes en las contiendas electorales. Es mucho más que un asunto de pesos y centavos; es, nada más y nada menos, el tipo de democracia al que aspiramos.
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