Con la aprobación del Presupuesto de Egresos de la Federación para el año 2010, quedó demostrado el poder que ejercen algunos gobernadores —particularmente algunos de los mandatarios locales priístas— en las toma de las decisiones políticas.
Con el tiempo, los gobernadores (muchos de ellos, aunque no todos) se han convertido en centros de poder muy relevantes en el complicado archipiélago de equilibrios políticos del país que interactúan e inciden de una manera preponderante en los destinos nacionales.
Ese fenómeno ha sido uno de los efectos no queridos —o, al menos, no previstos— de nuestra exigua —y cada día más endeble— transición democrática. En efecto, como ya ha sido explicado por varios estudiosos de la génesis que ha tenido el federalismo en el contexto del cambio político, al disolverse el otrora monopolio vertical del poder que concentraba el presidente en el modelo de partido hegemónico, como consecuencia del pluralismo político, de la llegada de los gobiernos divididos y de la alternancia en el poder, nuevos actores públicos, como los gobernadores, y privados, como los concesionarios de radio y tv, cobraron una mayor relevancia y ocuparon espacios que antes no tenían.
En el caso de los gobernadores, además, su reposicionamiento en el nuevo tablero político estuvo aparejado de una muy particular concentración de poder en el plano de sus respectivas entidades en un grado tal que varios hemos identificado ese fenómeno como una virtual “feudalización de la política”. Por supuesto, el grado de empoderamiento de los gobernantes locales ha sido desigual y, en algunos casos, incluso marginal. Sin embargo, en otras ocasiones, esa concentración de poder ha rebasado cualquier límite aceptable desde la óptica de la democracia constitucional.
Quienes mejor han entendido y explotado este proceso han sido algunos gobernadores priístas que en no contadas ocasiones han establecido verdaderos cacicazgos locales y anulado prácticamente todos los mecanismos de control del poder. Aclaro, no es un fenómeno exclusivo de los mandatarios del PRI, pero sí son los precursores y mejores exponentes de este fenómeno.
Esa capacidad de ejercicio del poder político se ha construido, en buena medida, neutralizando y subordinando los órganos de control que operan en los ámbitos estatales, mediante un lamentable proceso de “deconstrucción” institucional que se expresa en el nombramiento como titulares de los órganos autónomos (comisiones de derechos humanos locales, órganos de transparencia, institutos electorales, etcétera) y jurisdiccionales (como los tribunales superiores de justicia) de funcionarios que asumen más el papel de correas de transmisión de intereses políticos determinados, que no de autonomía y control del poder.
Ese fenómeno se ha acentuado en aquellas entidades donde nuevamente vuelven a instalarse mayorías parlamentarias afines al Ejecutivo local, permitiéndole a éste, en consecuencia, el ejercicio de una serie de facultades “metaconstitucionales”.
Eso explica en buena medida la gran apuesta por construir redes de operación electoral que se ha traducido en los apabullantes triunfos del Partido Revolucionario Institucional en la gran mayoría de los comicios federales y locales recientes.
Ejemplo de lo anterior es el surgimiento de fenómenos novedosos, como la existencia en el Congreso de la Unión de bancadas (o grupos de legisladores) afines a los intereses de no pocos gobernadores, que actúan y operan atendiendo la “línea” que se les indica desde los ejecutivos de sus estados. Las generosas partidas presupuestales que operarán los gobiernos locales el próximo año (un año, por cierto, casualmente plagado de 11 elecciones estatales) es una de las expresiones de ese empoderamiento.
La esencia de los sistemas democráticos es el equilibrio del poder. Nuestra transición se guió en buena medida por el intento de generar ese equilibrio. Hoy, por desgracia, vemos que lo que se buscó combatir es algo que, conscientemente o no, ha vuelto a instalarse, desde la periferia, entre nosotros.
Con el tiempo, los gobernadores (muchos de ellos, aunque no todos) se han convertido en centros de poder muy relevantes en el complicado archipiélago de equilibrios políticos del país que interactúan e inciden de una manera preponderante en los destinos nacionales.
Ese fenómeno ha sido uno de los efectos no queridos —o, al menos, no previstos— de nuestra exigua —y cada día más endeble— transición democrática. En efecto, como ya ha sido explicado por varios estudiosos de la génesis que ha tenido el federalismo en el contexto del cambio político, al disolverse el otrora monopolio vertical del poder que concentraba el presidente en el modelo de partido hegemónico, como consecuencia del pluralismo político, de la llegada de los gobiernos divididos y de la alternancia en el poder, nuevos actores públicos, como los gobernadores, y privados, como los concesionarios de radio y tv, cobraron una mayor relevancia y ocuparon espacios que antes no tenían.
En el caso de los gobernadores, además, su reposicionamiento en el nuevo tablero político estuvo aparejado de una muy particular concentración de poder en el plano de sus respectivas entidades en un grado tal que varios hemos identificado ese fenómeno como una virtual “feudalización de la política”. Por supuesto, el grado de empoderamiento de los gobernantes locales ha sido desigual y, en algunos casos, incluso marginal. Sin embargo, en otras ocasiones, esa concentración de poder ha rebasado cualquier límite aceptable desde la óptica de la democracia constitucional.
Quienes mejor han entendido y explotado este proceso han sido algunos gobernadores priístas que en no contadas ocasiones han establecido verdaderos cacicazgos locales y anulado prácticamente todos los mecanismos de control del poder. Aclaro, no es un fenómeno exclusivo de los mandatarios del PRI, pero sí son los precursores y mejores exponentes de este fenómeno.
Esa capacidad de ejercicio del poder político se ha construido, en buena medida, neutralizando y subordinando los órganos de control que operan en los ámbitos estatales, mediante un lamentable proceso de “deconstrucción” institucional que se expresa en el nombramiento como titulares de los órganos autónomos (comisiones de derechos humanos locales, órganos de transparencia, institutos electorales, etcétera) y jurisdiccionales (como los tribunales superiores de justicia) de funcionarios que asumen más el papel de correas de transmisión de intereses políticos determinados, que no de autonomía y control del poder.
Ese fenómeno se ha acentuado en aquellas entidades donde nuevamente vuelven a instalarse mayorías parlamentarias afines al Ejecutivo local, permitiéndole a éste, en consecuencia, el ejercicio de una serie de facultades “metaconstitucionales”.
Eso explica en buena medida la gran apuesta por construir redes de operación electoral que se ha traducido en los apabullantes triunfos del Partido Revolucionario Institucional en la gran mayoría de los comicios federales y locales recientes.
Ejemplo de lo anterior es el surgimiento de fenómenos novedosos, como la existencia en el Congreso de la Unión de bancadas (o grupos de legisladores) afines a los intereses de no pocos gobernadores, que actúan y operan atendiendo la “línea” que se les indica desde los ejecutivos de sus estados. Las generosas partidas presupuestales que operarán los gobiernos locales el próximo año (un año, por cierto, casualmente plagado de 11 elecciones estatales) es una de las expresiones de ese empoderamiento.
La esencia de los sistemas democráticos es el equilibrio del poder. Nuestra transición se guió en buena medida por el intento de generar ese equilibrio. Hoy, por desgracia, vemos que lo que se buscó combatir es algo que, conscientemente o no, ha vuelto a instalarse, desde la periferia, entre nosotros.
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