De acuerdo con lo que dispone el artículo 74 de la Constitución, el 15 de noviembre la Cámara de Diputados deberá aprobar el Presupuesto de Egresos de la Federación. La decisión que tomará la Cámara baja está condicionada en buena medida de antemano, pues el propio Congreso aprobó una Ley de Ingresos que, en sintonía con la propuesta presentada por el Ejecutivo, pone énfasis en la meta de conseguir el equilibrio presupuestal aun a costa de descuidar objetivos como la reactivación económica. Tan es así que el Congreso aprobó un monto de ingresos para la Federación que varía en sólo 0.2% respecto a la iniciativa presidencial; en materia de déficit público, Hacienda propuso una cifra de 0.5% del PIB y el Legislativo la amplió (casi) nada, a 0.75% del PIB.
La obsesión contable en pos del equilibrio presupuestal que perdura en nuestro país contrasta con las prioridades que definen los responsables de la política económica en el resto del mundo. El fin de semana anterior, los ministros de Finanzas de los países del G-20, reunidos en Escocia, “se comprometieron a mantener los estímulos a la recuperación de la economía hasta que se afiance la recuperación” (El País, 08/XI/09). Siendo así, las economías avanzadas continuarán con sus estrategias de estímulo a la demanda aunque ello implique incurrir en déficit que rondan el 10% del PIB (más de 10 veces lo que nosotros) y en montos de gasto del 50% del PIB (más del doble que nosotros).
La contención del gasto público en México, a pesar de ser una de las economías que mayor deterioro económico ha tenido a lo largo de 2009, implica que los márgenes de actuación para hacer un uso relativamente intencionado del presupuesto a favor del crecimiento se vean reducidos. Es bien sabido que alrededor de nueve de cada 10 pesos del presupuesto federal en México se destinan a partidas de gasto “irreductible”. Por lo anterior, la única manera de obtener espacio de maniobra en el ejercicio presupuestal es a través de su ampliación. Pero si la determinación es no gastar más, ello lleva implícito que tampoco pueda innovarse mucho. No puede esperarse, entonces, la puesta en operación de ningún proyecto ambicioso de gasto o inversión para 2010.
El Ejecutivo federal propuso en su iniciativa un aumento del gasto social, de cara a la crisis económica, de 2.5% en términos reales respecto a lo aprobado para 2009; se trata, por cierto, de una ampliación en el gasto destinado a los más pobres que muy lejos queda de poder compensar la caída promedio del ingreso de 8% que tendrá la economía este año, reducción que puede ser aún peor para los hogares de menores ingresos, pues la última encuesta de ingreso-gasto de los hogares reveló que las familias pobres en comunidades rurales vieron caer su ingreso en 16.3% entre 2006 y 2008, mientras que la caída promedio nacional fue de 1.6%.
El corsé del equilibrio a corto plazo y a toda costa tendrá, sin embargo, efectos sobre la capacidad productiva de la economía mexicana. En gasto en desarrollo económico, el presidente propone una reducción de 1.3% en 2010 respecto a 2009. A la par, no contempla planes plurianuales de inversiones en infraestructura, que el propio artículo 74 de la Constitución ya permite y que representan el tipo de acciones que, en otros países, como Estados Unidos, se han convertido en el eje de la recuperación. Menos inversión y mayor gasto corriente con presupuesto estancado implica un recorte, sobre todo, en aquellas áreas que podrían detonar el crecimiento o contribuir a amortiguar la caída productiva, como es la ampliación de la infraestructura que resulta indispensable para el despliegue la actividad económica.
El deterioro acumulado de la infraestructura no es menor, y vaya un simple pero elocuente botón de muestra: una de las razones por las que México no aspirará a volver a organizar un Mundial de Futbol hacia 2018 o 2022 se debe a que nuestra infraestructura en estadios es obsoleta. Como se ve, la carencia de inversión no sólo no produce pan, también afecta al circo.
Con esas limitaciones, la disputa por el presupuesto versará sobre quién ejerce los recursos de los programas sociales, si los gobernadores o la Federación. Esa es la altura de miras, lejos de la búsqueda del crecimiento económico y la creación de empleo.
El manto de los recursos presupuestales, más que una frazada para campear la crisis, se antoja un pañuelo hecho jirones para una noche muy larga y muy fría.
La obsesión contable en pos del equilibrio presupuestal que perdura en nuestro país contrasta con las prioridades que definen los responsables de la política económica en el resto del mundo. El fin de semana anterior, los ministros de Finanzas de los países del G-20, reunidos en Escocia, “se comprometieron a mantener los estímulos a la recuperación de la economía hasta que se afiance la recuperación” (El País, 08/XI/09). Siendo así, las economías avanzadas continuarán con sus estrategias de estímulo a la demanda aunque ello implique incurrir en déficit que rondan el 10% del PIB (más de 10 veces lo que nosotros) y en montos de gasto del 50% del PIB (más del doble que nosotros).
La contención del gasto público en México, a pesar de ser una de las economías que mayor deterioro económico ha tenido a lo largo de 2009, implica que los márgenes de actuación para hacer un uso relativamente intencionado del presupuesto a favor del crecimiento se vean reducidos. Es bien sabido que alrededor de nueve de cada 10 pesos del presupuesto federal en México se destinan a partidas de gasto “irreductible”. Por lo anterior, la única manera de obtener espacio de maniobra en el ejercicio presupuestal es a través de su ampliación. Pero si la determinación es no gastar más, ello lleva implícito que tampoco pueda innovarse mucho. No puede esperarse, entonces, la puesta en operación de ningún proyecto ambicioso de gasto o inversión para 2010.
El Ejecutivo federal propuso en su iniciativa un aumento del gasto social, de cara a la crisis económica, de 2.5% en términos reales respecto a lo aprobado para 2009; se trata, por cierto, de una ampliación en el gasto destinado a los más pobres que muy lejos queda de poder compensar la caída promedio del ingreso de 8% que tendrá la economía este año, reducción que puede ser aún peor para los hogares de menores ingresos, pues la última encuesta de ingreso-gasto de los hogares reveló que las familias pobres en comunidades rurales vieron caer su ingreso en 16.3% entre 2006 y 2008, mientras que la caída promedio nacional fue de 1.6%.
El corsé del equilibrio a corto plazo y a toda costa tendrá, sin embargo, efectos sobre la capacidad productiva de la economía mexicana. En gasto en desarrollo económico, el presidente propone una reducción de 1.3% en 2010 respecto a 2009. A la par, no contempla planes plurianuales de inversiones en infraestructura, que el propio artículo 74 de la Constitución ya permite y que representan el tipo de acciones que, en otros países, como Estados Unidos, se han convertido en el eje de la recuperación. Menos inversión y mayor gasto corriente con presupuesto estancado implica un recorte, sobre todo, en aquellas áreas que podrían detonar el crecimiento o contribuir a amortiguar la caída productiva, como es la ampliación de la infraestructura que resulta indispensable para el despliegue la actividad económica.
El deterioro acumulado de la infraestructura no es menor, y vaya un simple pero elocuente botón de muestra: una de las razones por las que México no aspirará a volver a organizar un Mundial de Futbol hacia 2018 o 2022 se debe a que nuestra infraestructura en estadios es obsoleta. Como se ve, la carencia de inversión no sólo no produce pan, también afecta al circo.
Con esas limitaciones, la disputa por el presupuesto versará sobre quién ejerce los recursos de los programas sociales, si los gobernadores o la Federación. Esa es la altura de miras, lejos de la búsqueda del crecimiento económico y la creación de empleo.
El manto de los recursos presupuestales, más que una frazada para campear la crisis, se antoja un pañuelo hecho jirones para una noche muy larga y muy fría.
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