Una vez más el rector de la Universidad Nacional ha hablado en voz alta: “Nuestro modelo de país está agotado; hay que refundar la República”. Ese era el objetivo de la transición que iniciamos en 1988 y de la reforma del Estado que planteamos. Ese ha sido el sentido del movimiento por la nueva República.
Desde entonces, la ignorancia y el interés bastardo han frenado la transformación verdadera y decretado la decadencia. Cada problema que hoy afrontamos tuvo en su momento diagnóstico preciso y propuesta pertinente. Muchas de las soluciones alcanzaron amplio consenso. Fueron, sin embargo, abandonadas en un concurso de mezquindades. Ningún espectáculo más degradante y paradójico que el desfile cotidiano de gobernadores en el recinto de San Lázaro. Aparecen, rodeados de vistosos séquitos, para solicitar a los diputados su apoyo para gastos locales en apariencia incuestionables. Parecen defender más sus intereses electorales inmediatos que las necesidades de sus gobernados.
Resulta incomprensible que, habida cuenta del poder territorial y político que acumulan, sean incapaces de modificar las reglas hacendarias de la Federación. Aunque se hayan erigido en modernas baronías, continúan atados por las sumisiones mentales del antiguo régimen.
A partir de los años 50, las entidades federativas fueron progresivamente despojadas de sus facultades tributarias en aras del presidencialismo y del partido hegemónico. Es inconcebible que dicha manumisión permanezca en nuestros días.
Las convenciones nacionales fiscales de 1925, 1933 y 1947 organizaron el reparto de competencias fiscales entre Federación, estados y municipios. Después: 60 años de silencio y abusiva centralización. La Conferencia Nacional de Gobernadores nunca entendió su carácter de organismo horizontal de contrapeso que debiera ser consagrado en la Constitución, como lo es en Europa y en numerosos países de América Latina.
Dominó a los gobernadores la obediencia secular y la inercia peticionaria. De las 362 conclusiones adoptadas en la convención de 2004, ninguna ha sido puesta en práctica. Nuestras autoridades locales han renunciado a las facultades contributivas inherentes al pacto federal.
Las convenciones internacionales son categóricas: “Las autoridades locales deben percibir recursos financieros adecuados y propios, distintos de aquellos correspondientes a otros niveles de gobierno, y disponer libremente de ellos dentro de sus competencias. Los ingresos propios de las entidades locales estarán en proporción razonable de sus responsabilidades”.
Deben ser “de naturaleza regular y constante, de modo a permitir una adecuada programación financiera. Cualquier transferencia de responsabilidades debe ser acompañada por asignación de los recursos requeridos para su cumplimiento”.
Todo sistema descentralizado, federativo, autonómico o provincial, refleja una recaudación propia de las autoridades locales de más de un tercio de los ingresos nacionales y una participación de 40% en promedio. Las erogaciones directas de las autoridades locales en sus distintos niveles rebasan en general 70% del gasto público total.
Padecen nuestros gobiernos locales una enfermedad sadomasoquista de origen edípico: ya no respetan a la madre, pero la siguen extorsionando. Son víctimas voluntarias de su mendicidad histórica. Incapaces de valerse por sí mismos y de replantear desde sus fundamentos un nuevo pacto federal. Si no hubiese presidente, tendrían que inventarlo. Fueron sostenes pragmáticos de la ilegitimidad del Ejecutivo y carecen de agallas y talento para convocar a una asamblea nacional constituyente. En estos festejos centenarios aconsejo la lectura del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana y del Plan de Guadalupe.
La clase política no redimirá su descrédito sino mediante propuestas refundacionales que tenga el coraje de llevar a término. Ninguna instancia de gobierno debiera vincular su destino ni el de la nación al salvamento de un gobierno en bancarrota. Sólo la convocatoria a los Estados Generales haría posible la canalización institucional de la protesta y disuadiría la revuelta generalizada que se avecina.
Desde entonces, la ignorancia y el interés bastardo han frenado la transformación verdadera y decretado la decadencia. Cada problema que hoy afrontamos tuvo en su momento diagnóstico preciso y propuesta pertinente. Muchas de las soluciones alcanzaron amplio consenso. Fueron, sin embargo, abandonadas en un concurso de mezquindades. Ningún espectáculo más degradante y paradójico que el desfile cotidiano de gobernadores en el recinto de San Lázaro. Aparecen, rodeados de vistosos séquitos, para solicitar a los diputados su apoyo para gastos locales en apariencia incuestionables. Parecen defender más sus intereses electorales inmediatos que las necesidades de sus gobernados.
Resulta incomprensible que, habida cuenta del poder territorial y político que acumulan, sean incapaces de modificar las reglas hacendarias de la Federación. Aunque se hayan erigido en modernas baronías, continúan atados por las sumisiones mentales del antiguo régimen.
A partir de los años 50, las entidades federativas fueron progresivamente despojadas de sus facultades tributarias en aras del presidencialismo y del partido hegemónico. Es inconcebible que dicha manumisión permanezca en nuestros días.
Las convenciones nacionales fiscales de 1925, 1933 y 1947 organizaron el reparto de competencias fiscales entre Federación, estados y municipios. Después: 60 años de silencio y abusiva centralización. La Conferencia Nacional de Gobernadores nunca entendió su carácter de organismo horizontal de contrapeso que debiera ser consagrado en la Constitución, como lo es en Europa y en numerosos países de América Latina.
Dominó a los gobernadores la obediencia secular y la inercia peticionaria. De las 362 conclusiones adoptadas en la convención de 2004, ninguna ha sido puesta en práctica. Nuestras autoridades locales han renunciado a las facultades contributivas inherentes al pacto federal.
Las convenciones internacionales son categóricas: “Las autoridades locales deben percibir recursos financieros adecuados y propios, distintos de aquellos correspondientes a otros niveles de gobierno, y disponer libremente de ellos dentro de sus competencias. Los ingresos propios de las entidades locales estarán en proporción razonable de sus responsabilidades”.
Deben ser “de naturaleza regular y constante, de modo a permitir una adecuada programación financiera. Cualquier transferencia de responsabilidades debe ser acompañada por asignación de los recursos requeridos para su cumplimiento”.
Todo sistema descentralizado, federativo, autonómico o provincial, refleja una recaudación propia de las autoridades locales de más de un tercio de los ingresos nacionales y una participación de 40% en promedio. Las erogaciones directas de las autoridades locales en sus distintos niveles rebasan en general 70% del gasto público total.
Padecen nuestros gobiernos locales una enfermedad sadomasoquista de origen edípico: ya no respetan a la madre, pero la siguen extorsionando. Son víctimas voluntarias de su mendicidad histórica. Incapaces de valerse por sí mismos y de replantear desde sus fundamentos un nuevo pacto federal. Si no hubiese presidente, tendrían que inventarlo. Fueron sostenes pragmáticos de la ilegitimidad del Ejecutivo y carecen de agallas y talento para convocar a una asamblea nacional constituyente. En estos festejos centenarios aconsejo la lectura del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana y del Plan de Guadalupe.
La clase política no redimirá su descrédito sino mediante propuestas refundacionales que tenga el coraje de llevar a término. Ninguna instancia de gobierno debiera vincular su destino ni el de la nación al salvamento de un gobierno en bancarrota. Sólo la convocatoria a los Estados Generales haría posible la canalización institucional de la protesta y disuadiría la revuelta generalizada que se avecina.
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