lunes, 30 de noviembre de 2009

LA SELECCIÓN DE LOS MINISTROS

ALEJANDRO MADRAZO LAJOUS

En una coyuntura política cada vez más polarizada, el papel que juega la Suprema Corte de Justicia de la Nación es especialmente delicado e importante, para bien o para mal. Por ello, el relevo de un ministro de la Suprema Corte debería ser uno de los eventos más públicos y discutidos. Es preocupante y sintomático que el proceso de selección de los nuevos ministros sea tan oscuro y pobre como lo es hoy en día. De entrada, no existe en el seno del Senado una Comisión de Nombramientos especializada en analizar a detalle y profundidad todas las propuestas que llegan a esa cámara. En consecuencia, los nombramientos son decididos con escasa información, de manera apresurada y sin escrutinio público.
Lo que destaca del proceso es su superficialidad. En el pasado, ha habido, sin duda, buenas selecciones por parte del Senado. El caso de Fernando Franco es un ejemplo de cómo alguien que no era el favorito presidencial, pero con mucho el mejor candidato, fue identificado y seleccionado por el Senado. Pero eso sucedió a pesar del procedimiento, no gracias a él. Mientras que en otros países un nombramiento similar es motivo de debate nacional, que dura semanas o meses, y que consiste en múltiples comparecencias y un análisis minucioso y público del perfil de los candidatos, en nuestro país el Senado despacha en una sola mañana a todos los integrantes de las ternas, tomándose de 30 minutos a una hora en entrevistarlos. Por si fuera poco, la propia legislación otorga al Senado sólo 30 días para decidir, a partir de la recepción de la terna. Nada sucedería si se queda una silla vacante unas semanas más, incluso unos meses más (la Corte ha funcionado, y bien, con un pleno incompleto). Mientras el Senado no cuente con el tiempo y el personal especializado para un procedimiento serio, lo que veremos los ciudadanos será protocolo, no auscultación.
Esta superficialidad es más grave cuando los candidatos reciben, por oficio, poca atención pública antes de ser candidatos. Es el caso de la terna, hoy sometida a consideración del Senado, formada sólo por miembros de la Judicatura.
Poco se puede decir sobre sus integrantes: precisamente para eso serviría un procedimiento público, serio y minucioso en el Senado. A falta de información, los integrantes de la terna resultan fungibles para la ciudadanía. Los miembros del Poder Judicial suelen ser jueces de legalidad, no de constitucionalidad; su trayectoria tiende a hacerlos formalistas, empobreciendo su capacidad de participar en un debate sustantivo. Si se trataba de llevar la crema y nata de nuestro gremio judicial a la Corte, debió haberse incluido en la terna a algún magistrado destacado por una trayectoria en la que trascienda al formalismo y aporte soluciones sustantivas a los problemas que resuelve; magistrados del calibre de Jean Claude Tron Petit o Alberto Pérez Dayán, por ejemplo.
Situación muy distinta la de la segunda terna. Por su oficio, son personas con un perfil público. Allí tenemos que dos son candidaturas sólidas y una cuota ideológica.
Ferrer MacGregor es un académico serio, inteligente y respetado. Ha destacado como estudioso y promotor de los juicios o acciones colectivas, que tanta falta hacen al país. Su flanco débil es que no cuenta con la experiencia práctica que sí tiene uno de sus compañeros de terna, Arturo Zaldívar. Zaldívar se ha destacado, más que como académico, como uno de los mejores y más reconocidos litigantes del país. Tiene amplia experiencia práctica en casos constitucionales de alto perfil y es respetado como un abogado que reúne destreza técnica y criterio jurídico. Su flanco débil, como el de cualquier litigante exitoso, es tener una clientela amplia y poderosa. El obstáculo es superable: basta con que se ventilen públicamente sus vínculos durante el proceso de designación para que sepamos en qué casos tendría que excusarse de resultar ministro.
La cuota de la derecha religiosa e integrista es Jorge Adame Goddard. Es un buen historiador del derecho, sin destacar como doctrinario ni como técnico jurídico. Tiene escasa (o nula) experiencia práctica. Su principal atributo es que consistentemente defiende a piedra y lodo la posición de la Iglesia católica en temas polémicos como las sociedades de convivencia y la interrupción legal del embarazo. Invariablemente sustenta sus argumentos en prejuicios rígidos sobre la “correcta” forma de entender la naturaleza humana, de transparente inspiración confesional (a veces salpicando su discurso de jerga cientificista, pero sin dejar de ser transparente). Para muestra ofrezco un botón: en un artículo en que descalifica a las sociedades de convivencia sostiene que “la entrega corporal sólo es lícita (…) cuando es entre varón y mujer (…) por toda la vida; la ley no hace lícito lo que es ilícito, sólo lo hace legal”.
Es grave que quien pretende ser garante constitucional estime que sólo su manera de hacer las cosas —el coito dentro del matrimonio y orientado a la procreación— es lícita. Pero es aún más grave que lo legal y lo lícito no coincidan en su forma de entender el derecho. Un (pre)juicio tan excluyente y un desprecio tan abierto a la autoridad del legislador son características que deberían descalificar de inmediato a un candidato a juez constitucional, pues su principal función es velar por las libertades y derechos consagrados por el legislador (sea constitucional u ordinario). Me pregunto: ¿cuál, según él, es la fuente de licitud de un acto, si no la propia ley?

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