En los últimos años las mujeres de este País han presenciado un poderoso contragolpe a sus derechos; han sido víctimas de un esfuerzo para retractar el manojo de victorias ganadas
Se ve, se siente, se percibe, se padece. La reacción. La resaca. El acoso a las mujeres de México, en ya 17 estados del País que han decidido, criminalizan el aborto. Y se dice que esta regresión es producto de una embestida contra el Estado laico, y del oportunismo político del PRI, y de los pactos de Beatriz Paredes con la jerarquía eclesiástica. Pero a pesar de que estas explicaciones tienen una parte de razón, obscurecen una verdad más profunda y más perversa. En los últimos años las mujeres de este País han presenciado un poderoso contragolpe a sus derechos; han sido víctimas de un esfuerzo para retractar el manojo de victorias ganadas y avances logrados. Obtienen el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos en el Distrito Federal, y en otras latitudes se les castiga por ello. Al intento de independencia le sigue el macanazo; el empoderamiento va acompañado del encarcelamiento. El contragolpe no se da porque las mujeres hayan obtenido el pleno respeto a sus derechos, sino porque insisten en esa posibilidad. Y no proviene tan sólo de la colusión de los líderes políticos del PAN y del PRI con la jerarquía católica. Se ve reflejado en el silencio cómplice del Congreso, en el silencio ominoso de la mayor parte de los medios masivos de comunicación, en la posición paternalista de gobernadores que quieren confinar a las mujeres a hospitales psiquiátricos para protegerlas de sí mismas. Detrás de cada ley restrictiva, de cada condena impuesta, de cada derecho cercenado hay un un esfuerzo concertado para regresar a las mujeres a un lugar "aceptable", ya sea la cocina o la cama o el cabús o el asiento de atrás. Por eso se les discrimina, se les acuchilla, se les apedrea, se les apuñala, se les asfixia, se les estrangula. Por eso un número creciente de estados prohíbe el aborto aún en casos de incesto o violación o riesgos de salud para la madre. Porque las mujeres han empezado a ocupar espacios prohibidos, a reclamar derechos ignorados, a exigir la equidad, a salirse del rebaño. Y a los hombres no les gusta. A los patriarcas les molesta el cambio del balance en el poder de las relaciones hombre-mujer. El subtexto escondido del movimiento antiabortista es uno de miedo, de ansiedad. Los diputados y los sacerdotes y los esposos claman por los fetos "asesinados", pero su dolor verdadero proviene de otro lugar. De la dislocación social y económica que sufren cuando las mujeres comienzan a independizarse, a trabajar, a ganar control de sus espacios y de sus vidas. Del poder que desata en una mujer la posibilidad de terminar con un embarazo no deseado de manera legal y segura. De la revolución en el comportamiento femenino que trae consigo la despenalización. Frenar el aborto se vuelve una forma de frenar a las mujeres que aspiran a la equidad. Impedir el derecho a decidir se vuelve una manera de impedir el derecho a ser. Para poder trabajar, para poder educarse, para poder aspirar a más, una mujer necesita contar con la capacidad de determinar si y cuando quiere tener hijos. Quienes buscan arrebatarle esa capacidad quieren ponerla en su lugar. Un lugar de segunda categoría. Un lugar pasivo. Un lugar para callar, obedecer, sacrificar, servir la comida, esquivar el golpe. Un lugar tradicional para que legisladores y los jueces y los curas y los gobernadores y los machos y los mochos puedan dormir tranquilos. Las mujeres de 17 estados en una República que se dice laica, convertidas en úteros inanimados donde flota el feto al cual se le debe proteger más que a quien lo carga dentro. Las mujeres de 17 estados en un país que se dice democrático, obligadas a recurrir a agujas de tejer y clínicas clandestinas y condiciones insalubres, en busca de algo que el Estado no debería penalizar sino garantizar. El derecho a tomar decisiones propias sobre su cuerpo y sobre su sexualidad, sin la imposición de un esposo. Un padre. Un hermano. Un novio. Un sacerdote. Hombres tan asustados por el reconocimiento de ese derecho en el DF, que ahora buscan negarlo en cualquier otra parte. La única manera de combatir el contragolpe será a través de la organización. La única forma de resistirlo será mediante la movilización. No importa cuanto tiempo tome, ni cuantas batallas se pierdan en el camino, ésta se ganará. Marchando, confrontando, transformando los términos del debate público, marcando la agenda e influenciando su evolución. Las mujeres de México a veces parecen ignorar el peso de su presencia formidable o no saben cómo usarla. Pero pueden y deben actuar. Porque tienen derecho a derribar las paredes de su celda, a hacer historia. Porque la demografía y las condiciones del mercado laboral y el imperativo de construir un futuro mejor para sus hijas y los artículos 1 y 4 de la Constitución están de su lado. No importa cuantos pactos políticos suscriba Beatriz Paredes, o cuántas sanciones imponga la Iglesia católica, o cuántas reformas punitivas seas aprobadas por los congresos locales, nadie puede arrebatarle a las mujeres de México la justicia esencial de su causa. De nuestra causa.
Se ve, se siente, se percibe, se padece. La reacción. La resaca. El acoso a las mujeres de México, en ya 17 estados del País que han decidido, criminalizan el aborto. Y se dice que esta regresión es producto de una embestida contra el Estado laico, y del oportunismo político del PRI, y de los pactos de Beatriz Paredes con la jerarquía eclesiástica. Pero a pesar de que estas explicaciones tienen una parte de razón, obscurecen una verdad más profunda y más perversa. En los últimos años las mujeres de este País han presenciado un poderoso contragolpe a sus derechos; han sido víctimas de un esfuerzo para retractar el manojo de victorias ganadas y avances logrados. Obtienen el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos en el Distrito Federal, y en otras latitudes se les castiga por ello. Al intento de independencia le sigue el macanazo; el empoderamiento va acompañado del encarcelamiento. El contragolpe no se da porque las mujeres hayan obtenido el pleno respeto a sus derechos, sino porque insisten en esa posibilidad. Y no proviene tan sólo de la colusión de los líderes políticos del PAN y del PRI con la jerarquía católica. Se ve reflejado en el silencio cómplice del Congreso, en el silencio ominoso de la mayor parte de los medios masivos de comunicación, en la posición paternalista de gobernadores que quieren confinar a las mujeres a hospitales psiquiátricos para protegerlas de sí mismas. Detrás de cada ley restrictiva, de cada condena impuesta, de cada derecho cercenado hay un un esfuerzo concertado para regresar a las mujeres a un lugar "aceptable", ya sea la cocina o la cama o el cabús o el asiento de atrás. Por eso se les discrimina, se les acuchilla, se les apedrea, se les apuñala, se les asfixia, se les estrangula. Por eso un número creciente de estados prohíbe el aborto aún en casos de incesto o violación o riesgos de salud para la madre. Porque las mujeres han empezado a ocupar espacios prohibidos, a reclamar derechos ignorados, a exigir la equidad, a salirse del rebaño. Y a los hombres no les gusta. A los patriarcas les molesta el cambio del balance en el poder de las relaciones hombre-mujer. El subtexto escondido del movimiento antiabortista es uno de miedo, de ansiedad. Los diputados y los sacerdotes y los esposos claman por los fetos "asesinados", pero su dolor verdadero proviene de otro lugar. De la dislocación social y económica que sufren cuando las mujeres comienzan a independizarse, a trabajar, a ganar control de sus espacios y de sus vidas. Del poder que desata en una mujer la posibilidad de terminar con un embarazo no deseado de manera legal y segura. De la revolución en el comportamiento femenino que trae consigo la despenalización. Frenar el aborto se vuelve una forma de frenar a las mujeres que aspiran a la equidad. Impedir el derecho a decidir se vuelve una manera de impedir el derecho a ser. Para poder trabajar, para poder educarse, para poder aspirar a más, una mujer necesita contar con la capacidad de determinar si y cuando quiere tener hijos. Quienes buscan arrebatarle esa capacidad quieren ponerla en su lugar. Un lugar de segunda categoría. Un lugar pasivo. Un lugar para callar, obedecer, sacrificar, servir la comida, esquivar el golpe. Un lugar tradicional para que legisladores y los jueces y los curas y los gobernadores y los machos y los mochos puedan dormir tranquilos. Las mujeres de 17 estados en una República que se dice laica, convertidas en úteros inanimados donde flota el feto al cual se le debe proteger más que a quien lo carga dentro. Las mujeres de 17 estados en un país que se dice democrático, obligadas a recurrir a agujas de tejer y clínicas clandestinas y condiciones insalubres, en busca de algo que el Estado no debería penalizar sino garantizar. El derecho a tomar decisiones propias sobre su cuerpo y sobre su sexualidad, sin la imposición de un esposo. Un padre. Un hermano. Un novio. Un sacerdote. Hombres tan asustados por el reconocimiento de ese derecho en el DF, que ahora buscan negarlo en cualquier otra parte. La única manera de combatir el contragolpe será a través de la organización. La única forma de resistirlo será mediante la movilización. No importa cuanto tiempo tome, ni cuantas batallas se pierdan en el camino, ésta se ganará. Marchando, confrontando, transformando los términos del debate público, marcando la agenda e influenciando su evolución. Las mujeres de México a veces parecen ignorar el peso de su presencia formidable o no saben cómo usarla. Pero pueden y deben actuar. Porque tienen derecho a derribar las paredes de su celda, a hacer historia. Porque la demografía y las condiciones del mercado laboral y el imperativo de construir un futuro mejor para sus hijas y los artículos 1 y 4 de la Constitución están de su lado. No importa cuantos pactos políticos suscriba Beatriz Paredes, o cuántas sanciones imponga la Iglesia católica, o cuántas reformas punitivas seas aprobadas por los congresos locales, nadie puede arrebatarle a las mujeres de México la justicia esencial de su causa. De nuestra causa.
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