En estos días en que he leído los informes de los piratas somalíes que secuestraron el atunero Alakrana, con un final realmente impresionante, dado su triunfo total, aunque no hayan logrado el rescate de sus dos colegas detenidos en España, me he acordado de muchas cosas. En mis años muy mozos: poco antes y durante la Guerra Civil, mi afición por la lectura era ya notable. Recuerdo que leía también los cuentos de Marujita, pero los que me gustaban eran los libros de Salgari, que hizo una leyenda de los corsarios, dueños del mar Caribe y con domicilio permanente en la isla de la Tortuga. Aquellos eran piratas de estilo. Los galeones españoles que transportaban el oro americano –de preferencia mexicano, me parece– a España, se veían asediados por los asaltos de los vándalos de entonces, generalmente ingleses, que iniciaban sus maniobras con cañonazos a los posibles asaltados y, al final de la batalla, juntaban a los dos barcos para brincar sables en mano y lograr quedarse con el oro y, supongo, otras mercancías de valor importante. Emilio Salgari les ponía nombres interesantes: El Corsario Rojo o El Corsario Negro, delincuentes evidentes a los que, sin embargo, rodeaba de un aire romanticón que a los ojos de los lectores despertaba admiración y envidia. No faltaron, en aquellos tiempos, películas sobre el mismo tema. Recuerdo una que veíamos en Barcelona, me parece que protagonizada por Errol Flynn. El cine estaba, quiero recordar, en la Rambla de Cataluña. En un momento de la batalla, un pirata o tal vez alguno de sus contrarios, caía a la cubierta desde una altura considerable. Por supuesto que su aterrizaje me resultó un tanto sonoro y pocos momentos después, ya en la calle, averiguamos que había coincidido con el estallido de una bomba lanzada por algún Yunker de la aviación alemana. Otros verdaderos piratas. Nosotros también fuimos asaltados por piratas. Les fue muy bien. Gobernaron en España por más de cuarenta años y el saldo de muertos y presos que dejaron fue la principal característica de esa horrorosa dictadura franquista. Otros recuerdos de aquella época piratesca se generaron después, cuando a bordo del Cuba, un transatlántico francés, navegábamos desde Burdeos, en plena derrota de Francia, con destino supuesto a República Dominicana. A bordo viajábamos poco más o menos quinientos españoles. Había de otras nacionalidades; entre otros, una linda chica judía, Jacqueline Rosendaal, que a mis catorce años me parecía maravillosa. Por supuesto que lo era. Tropezamos en ese viaje incierto con riesgos de submarinos alemanes, con un pirata de verdad. El generalísimo Trujillo, dictador soberbio y rata en la Dominicana, no permitió el desembarco. Seguimos viaje hacia el destino final supuesto: la isla Martinica, donde gracias al general Cárdenas fuimos embarcados en el Santo Domingo para arribar, cuarenta y un día después de la salida de Burdeos, a lo que llamaban Puerto México, en realidad Coatzacoalcos, nombre imposible de pronunciar al que Eulalio Ferrer, compañero de viaje, bautizó con gran estilo como el Puerto de la Esperanza
. El viaje por el Caribe, a mi hermano Odón y a mí, nos traía los mismos recuerdos piratescos. Nos preocupaba saber si pasaríamos cerca de la isla de la Tortuga, si es que alguna vez existió. Hasta el asalto al Alakrana, aún creía yo que la piratería era sólo una vieja historia. Pero por lo visto no. Lo que ocurre es que en estos tiempos difíciles los piratas han cambiado de nombre. Hoy se llaman banqueros, comerciantes, empresarios, políticos, ciertos líderes sindicales y más de un funcionario interesado en mejorar su condición económica. Ahora sólo espero que surja un nuevo Emilio Salgari. No le faltará material.
lunes, 23 de noviembre de 2009
MUCHOS PIRATAS
NÉSTOR DE BUEN
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