Interés jurídico es un concepto de antiquísima alcurnia. En realidad, el derecho moderno se funda todo en él, desde antes del Renacimiento europeo. Significa, en esencia, un bien protegido por la ley y garantizado por la justicia. Originalmente, se trató sólo de un interés privado. Era el derecho de los individuos que el Estado y el sistema jurídico debían preservar. El desarrollo del derecho público, empero, sobre todo del derecho administrativo, que tiene mucho que ver con controversias de privados con el poder público, llevó al desarrollo de otro tipo de interés que empezó a denominarse interés público. Se trataba ahora de un ius imperii o facultas, latinajos, como suele decirse, que indican siempre un interés general que, necesariamente, prevalece sobre los intereses privados.
En la judicatura es usual que los jueces y magistrados evalúen las demandas de aquellos que litigan por un interés jurídico o legítimo y aprecien, primero, si dicho interés existe y vale la pena de ser protegido. Eso da lugar a que infinidad de veces se deje sin protección a los quejosos o demandantes. Entre los jueces poco dignos de su oficio se da lugar también a las mayores corruptelas. Cuando hablamos de una controversia constitucional o de una acción de inconstitucionalidad, evidentemente, el tipo de interés en pugna es de carácter público y en ningún caso puede verse o asimilarse a un interés privado. Cuando así se hace se corrompe la justicia y se causa un agravio a los demandantes que consiste, sencillamente, en negarles el beneficio de la justicia.
Desde el momento en que a un demandante se le dice: “Tú careces de un interés legítimo” se le da por liquidado, porque ya no puede alegar más a su favor. Sólo queda recurrir a una instancia superior (o, en ciertos casos, diferente) que corrija el exceso del inferior, eso, por supuesto, si es que evalúa mejor el interés en disputa. La resolución del ministro José Ramón Cossío, rechazando la controversia planteada por la Asamblea Legislativa del DF, por carecer de dicho “interés legítimo” y porque el decreto no le causó “agravio”, no tiene nada que ver con la teoría de los intereses jurídicos y sólo sigue un camino que la Corte ha convertido en un modo cómodo de evitar resolver controversias constitucionales.
Dice que la demandante no podía fundarse en el artículo 105 constitucional, sin evocar el 122. El primero instituye lo que son la controversia constitucional y la iniciativa de inconstitucionalidad; el segundo, las relaciones del Distrito Federal con el resto de las autoridades federales. También recuerda el Estatuto de Gobierno del DF. El inciso a) de la fracción I del 105, que incluye las controversias que se susciten entre “la Federación y un Estado o el Distrito Federal” (y que cita innumerables veces) no le sirve para nada, una vez que ha resuelto que la Asamblea carece de “interés legítimo”.
Dice que la demandante no justifica que su interés haya sido dañado como institución. Da pena recordarle a un ministro de la Suprema Corte el artículo 128 de la Carta Magna que dice: “Todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”. ¿Desde cuándo no es del interés de una autoridad el guardar la Constitución y sus leyes? Es verdad que LyFC es un organismo descentralizado, pero prestaba servicio a la población del Distrito Federal. Desde ese punto de vista, no se puede alegar que no existe aquí un interés jurídico “legítimo”.
Es verdad también que los privados no pueden controvertir decisiones de autoridad que perjudican sus intereses si no es por la vía del amparo; pero aquí no estamos en presencia de un privado, sino de una autoridad constitucional que piensa que debe defender la Constitución y sus leyes. Ese es también su interés, sólo que no es privado, sino público como lo es también su naturaleza. Afirmar, como hace Cossío, que el decreto presidencial “no es susceptible de afectar en modo alguno la esfera de competencia y atribuciones constitucionales que tiene el Distrito Federal” y que por eso la demandante carece de “interés legítimo”, no sólo es ignorar la naturaleza de las instituciones constitucionales sino también no entender para nada lo que son los intereses jurídicos y, sobre todo, aquellos de carácter público.
Una controversia constitucional no se puede resolver como si se tratara de una demanda de amparo. Aparte de que existe evidentemente un interés público, en una controversia, en el fondo, no se pueden alegar agravios particulares de ninguna especie, sino analizar si hay en el acto de autoridad o en la ley una violación a la Constitución. Poco importaría quién plantea la demanda de restaurar el orden constitucional. Lo importante es analizar si hay un daño a ese orden por violaciones a la Carta Magna. Es una pena que en el 105 sólo puedan ejercer esa facultad las autoridades federales y locales.
Por otro lado, ¿por qué el joven ministro plantea que la Asamblea del DF debería haber alegado como fundamento de su demanda la violación del 122, si ese artículo no fue violado? Fueron otros y ése fue el alegato. Además, el citado inciso a) de la fracción I del 105, da facultad al DF a formular controversias constitucionales y no sugiere que el 122 debió haber sido violado en su perjuicio. No eran sus facultades ni sus atribuciones las que fueron afectadas, sino la misma Constitución y varias de sus leyes. Esa exigencia del ministro, por lo demás, hablando de fundamentos, no tiene ningún apoyo en la Constitución, en particular en el 105, ni en la Ley Reglamentaria de dicho precepto ¿De dónde le resultó a Cossío que la Asamblea debía presentar un interés propio cuando en una controversia constitucional no se trata de eso, sino de las violaciones a la misma Carta Magna?
Por lo que podemos ver, a nuestros máximos jueces constitucionales les va a costar mucho trabajo discernir la diferencia que hay entre las controversias constitucionales de carácter público y las de carácter privado. Las primeras deberán resolverse con nuevos métodos procesales; las segundas ya tienen el juicio de amparo. En las primeras (incluidas en ellas también las acciones de inconstitucionalidad) el único interés que debe alegarse es una presunta violación a la Constitución y a su orden jurídico y no, como en el juicio de amparo, un interés y un agravio particulares que tenga que ver también con violaciones a la Carta Magna. Y eso se entiende. Estamos llenos de abogados codigueros y chicaneros, cuando está claro que en la Corte necesitamos a verdaderos juristas, duchos en la interpretación del derecho y con vocación justiciera y eso parece ser un ideal todavía muy lejano.
En la judicatura es usual que los jueces y magistrados evalúen las demandas de aquellos que litigan por un interés jurídico o legítimo y aprecien, primero, si dicho interés existe y vale la pena de ser protegido. Eso da lugar a que infinidad de veces se deje sin protección a los quejosos o demandantes. Entre los jueces poco dignos de su oficio se da lugar también a las mayores corruptelas. Cuando hablamos de una controversia constitucional o de una acción de inconstitucionalidad, evidentemente, el tipo de interés en pugna es de carácter público y en ningún caso puede verse o asimilarse a un interés privado. Cuando así se hace se corrompe la justicia y se causa un agravio a los demandantes que consiste, sencillamente, en negarles el beneficio de la justicia.
Desde el momento en que a un demandante se le dice: “Tú careces de un interés legítimo” se le da por liquidado, porque ya no puede alegar más a su favor. Sólo queda recurrir a una instancia superior (o, en ciertos casos, diferente) que corrija el exceso del inferior, eso, por supuesto, si es que evalúa mejor el interés en disputa. La resolución del ministro José Ramón Cossío, rechazando la controversia planteada por la Asamblea Legislativa del DF, por carecer de dicho “interés legítimo” y porque el decreto no le causó “agravio”, no tiene nada que ver con la teoría de los intereses jurídicos y sólo sigue un camino que la Corte ha convertido en un modo cómodo de evitar resolver controversias constitucionales.
Dice que la demandante no podía fundarse en el artículo 105 constitucional, sin evocar el 122. El primero instituye lo que son la controversia constitucional y la iniciativa de inconstitucionalidad; el segundo, las relaciones del Distrito Federal con el resto de las autoridades federales. También recuerda el Estatuto de Gobierno del DF. El inciso a) de la fracción I del 105, que incluye las controversias que se susciten entre “la Federación y un Estado o el Distrito Federal” (y que cita innumerables veces) no le sirve para nada, una vez que ha resuelto que la Asamblea carece de “interés legítimo”.
Dice que la demandante no justifica que su interés haya sido dañado como institución. Da pena recordarle a un ministro de la Suprema Corte el artículo 128 de la Carta Magna que dice: “Todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”. ¿Desde cuándo no es del interés de una autoridad el guardar la Constitución y sus leyes? Es verdad que LyFC es un organismo descentralizado, pero prestaba servicio a la población del Distrito Federal. Desde ese punto de vista, no se puede alegar que no existe aquí un interés jurídico “legítimo”.
Es verdad también que los privados no pueden controvertir decisiones de autoridad que perjudican sus intereses si no es por la vía del amparo; pero aquí no estamos en presencia de un privado, sino de una autoridad constitucional que piensa que debe defender la Constitución y sus leyes. Ese es también su interés, sólo que no es privado, sino público como lo es también su naturaleza. Afirmar, como hace Cossío, que el decreto presidencial “no es susceptible de afectar en modo alguno la esfera de competencia y atribuciones constitucionales que tiene el Distrito Federal” y que por eso la demandante carece de “interés legítimo”, no sólo es ignorar la naturaleza de las instituciones constitucionales sino también no entender para nada lo que son los intereses jurídicos y, sobre todo, aquellos de carácter público.
Una controversia constitucional no se puede resolver como si se tratara de una demanda de amparo. Aparte de que existe evidentemente un interés público, en una controversia, en el fondo, no se pueden alegar agravios particulares de ninguna especie, sino analizar si hay en el acto de autoridad o en la ley una violación a la Constitución. Poco importaría quién plantea la demanda de restaurar el orden constitucional. Lo importante es analizar si hay un daño a ese orden por violaciones a la Carta Magna. Es una pena que en el 105 sólo puedan ejercer esa facultad las autoridades federales y locales.
Por otro lado, ¿por qué el joven ministro plantea que la Asamblea del DF debería haber alegado como fundamento de su demanda la violación del 122, si ese artículo no fue violado? Fueron otros y ése fue el alegato. Además, el citado inciso a) de la fracción I del 105, da facultad al DF a formular controversias constitucionales y no sugiere que el 122 debió haber sido violado en su perjuicio. No eran sus facultades ni sus atribuciones las que fueron afectadas, sino la misma Constitución y varias de sus leyes. Esa exigencia del ministro, por lo demás, hablando de fundamentos, no tiene ningún apoyo en la Constitución, en particular en el 105, ni en la Ley Reglamentaria de dicho precepto ¿De dónde le resultó a Cossío que la Asamblea debía presentar un interés propio cuando en una controversia constitucional no se trata de eso, sino de las violaciones a la misma Carta Magna?
Por lo que podemos ver, a nuestros máximos jueces constitucionales les va a costar mucho trabajo discernir la diferencia que hay entre las controversias constitucionales de carácter público y las de carácter privado. Las primeras deberán resolverse con nuevos métodos procesales; las segundas ya tienen el juicio de amparo. En las primeras (incluidas en ellas también las acciones de inconstitucionalidad) el único interés que debe alegarse es una presunta violación a la Constitución y a su orden jurídico y no, como en el juicio de amparo, un interés y un agravio particulares que tenga que ver también con violaciones a la Carta Magna. Y eso se entiende. Estamos llenos de abogados codigueros y chicaneros, cuando está claro que en la Corte necesitamos a verdaderos juristas, duchos en la interpretación del derecho y con vocación justiciera y eso parece ser un ideal todavía muy lejano.
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