Primero lo primero: el Presidente y su secretario de Gobernación hicieron bien la tarea. Lograron configurar dos ternas para los inminentes nombramientos de ministros en la SCJN sólidas y, sobre todo, ajenas a posiciones partidistas. Además, bien o mal que nos parezca, delinearon un perfil de renovación en nuestro tribunal constitucional que conlleva una lógica interesante: debe combinarse la experiencia judicial con la perspectiva académica.
Una de las ternas reúne aspirantes con una sólida formación universitaria y, en uno de los casos, además, con una amplia experiencia en la práctica del derecho constitucional como litigante. La otra fórmula se integra por miembros destacados del propio Poder Judicial. Ahora toca a los senadores elegir al mejor candidato en cada caso. Esperemos que, en esta ocasión, así sea. A continuación propongo algunas claves para entender lo que está juego (que implícitamente trazan las coordenadas que, desde mi perspectiva, deberían orientar la decisión).
Para empezar no podemos ignorar el perfil de los ministros salientes. Uno de ellos, Genaro Góngora, representaba una posición ideológica de corte liberal; el otro, Mariano Azuela, era el más claro ejemplo de la tradición jurídica formalista y, en ese sentido, técnicamente conservadora. Así las cosas, si se quiere mantener un sano y necesario balance al interior de la SCJN, debe elegirse a los candidatos que, en un caso, ostente una mayor inclinación hacia lo que en la teoría constitucional se conoce como garantismo (que no es otra cosa que un compromiso con la agenda de los derechos fundamentales) y, en el otro, al que acredite una mayor experiencia en las formalidades de la práctica jurisdiccional.
Creo que así debe leerse la relación que existe entre cada terna y el ministro saliente para la que fueron diseñadas: del terceto de académicos saldrá el sustituto de Góngora; del trío de juzgadores provendrá el relevo de Azuela.
En segundo término, se juega la consolidación de la Corte como tribunal constitucional (encargado de la delicada tarea de proteger e interpretar a la Constitución). Por ello debe procurarse que sus miembros sean verdaderos expertos, sobre todo, en temas —valga la obviedad— constitucionales. La especialidad en otras ramas del derecho, en el contexto actual, resulta secundaria. Nuestro país exige una “segunda transición”, ahora desde la democracia, hacia un auténtico estado constitucional de derechos. Y en ello el papel de los jueces constitucionales es crucial. De ahí que su compromiso con los principios democráticos de la pluralidad, la tolerancia y la laicidad del Estado deben estar fuera de toda duda. Lo contrario sería empeñar el futuro del cambio político mexicano.
Finalmente, es imprescindible que los nuevos ministros contribuyan a garantizar una doble independencia judicial. Primero ante los poderes públicos porque de ello depende la materialización del principio de imparcialidad (del que, a su vez, depende la seguridad jurídica de todos nosotros). Y, en segundo lugar, frente a los múltiples poderes privados o fácticos que no cejan en su empeño por colonizar a los órganos del Estado.
En el primer terreno, al menos en el ámbito federal, como la propia composición de las ternas demuestra, el avance ha sido notable. En el segundo, en cambio, el peligro crece día tras día. Grandes intereses económicos y religiosos acechan, en este caso, los lugares vacantes en el poder que tiene, ni más ni menos, la última palabra en cuestiones constitucionales. Y sólo un despistado, un ingenuo o un malintencionado pasaría por alto la relevancia política de lo que está en juego.
La renovación de los titulares de los órganos de un Estado siempre es importante. Sin embargo, en ciertas coyunturas, como la actual, la relevancia aumenta. Estamos ante un punto de quiebre del que depende si tendremos una Corte a la altura de los retos del constitucionalismo contemporáneo o un tribunal de perfil desdibujado.
Una de las ternas reúne aspirantes con una sólida formación universitaria y, en uno de los casos, además, con una amplia experiencia en la práctica del derecho constitucional como litigante. La otra fórmula se integra por miembros destacados del propio Poder Judicial. Ahora toca a los senadores elegir al mejor candidato en cada caso. Esperemos que, en esta ocasión, así sea. A continuación propongo algunas claves para entender lo que está juego (que implícitamente trazan las coordenadas que, desde mi perspectiva, deberían orientar la decisión).
Para empezar no podemos ignorar el perfil de los ministros salientes. Uno de ellos, Genaro Góngora, representaba una posición ideológica de corte liberal; el otro, Mariano Azuela, era el más claro ejemplo de la tradición jurídica formalista y, en ese sentido, técnicamente conservadora. Así las cosas, si se quiere mantener un sano y necesario balance al interior de la SCJN, debe elegirse a los candidatos que, en un caso, ostente una mayor inclinación hacia lo que en la teoría constitucional se conoce como garantismo (que no es otra cosa que un compromiso con la agenda de los derechos fundamentales) y, en el otro, al que acredite una mayor experiencia en las formalidades de la práctica jurisdiccional.
Creo que así debe leerse la relación que existe entre cada terna y el ministro saliente para la que fueron diseñadas: del terceto de académicos saldrá el sustituto de Góngora; del trío de juzgadores provendrá el relevo de Azuela.
En segundo término, se juega la consolidación de la Corte como tribunal constitucional (encargado de la delicada tarea de proteger e interpretar a la Constitución). Por ello debe procurarse que sus miembros sean verdaderos expertos, sobre todo, en temas —valga la obviedad— constitucionales. La especialidad en otras ramas del derecho, en el contexto actual, resulta secundaria. Nuestro país exige una “segunda transición”, ahora desde la democracia, hacia un auténtico estado constitucional de derechos. Y en ello el papel de los jueces constitucionales es crucial. De ahí que su compromiso con los principios democráticos de la pluralidad, la tolerancia y la laicidad del Estado deben estar fuera de toda duda. Lo contrario sería empeñar el futuro del cambio político mexicano.
Finalmente, es imprescindible que los nuevos ministros contribuyan a garantizar una doble independencia judicial. Primero ante los poderes públicos porque de ello depende la materialización del principio de imparcialidad (del que, a su vez, depende la seguridad jurídica de todos nosotros). Y, en segundo lugar, frente a los múltiples poderes privados o fácticos que no cejan en su empeño por colonizar a los órganos del Estado.
En el primer terreno, al menos en el ámbito federal, como la propia composición de las ternas demuestra, el avance ha sido notable. En el segundo, en cambio, el peligro crece día tras día. Grandes intereses económicos y religiosos acechan, en este caso, los lugares vacantes en el poder que tiene, ni más ni menos, la última palabra en cuestiones constitucionales. Y sólo un despistado, un ingenuo o un malintencionado pasaría por alto la relevancia política de lo que está en juego.
La renovación de los titulares de los órganos de un Estado siempre es importante. Sin embargo, en ciertas coyunturas, como la actual, la relevancia aumenta. Estamos ante un punto de quiebre del que depende si tendremos una Corte a la altura de los retos del constitucionalismo contemporáneo o un tribunal de perfil desdibujado.
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